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PALOS DE CIEGO
Columna
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La inteligencia y el silencio

Javier Cercas

1Como los demás, el placer de sentirse inteligente no es un placer que se experimente a diario, pero yo lo experimenté no hace mucho cuando leí una frase de Keats ("Soy un cobarde: no puedo soportar el sufrimiento de ser feliz") y la entendí a la primera, pero sobre todo cuando después leí el comentario que de esa frase hace Cioran: "Para calar a alguien, para conocerlo realmente, me basta ver cómo reacciona a esas palabras de Keats. Si no comprende inmediatamente, inútil continuar". A mí Cioran me hubiese calado de inmediato. Pero discrepo en una cosa de él: no creo que, si alguien no entiende a la primera la frase de Keats, sea inútil continuar; quizá sólo haya que esperar un tiempo: quizá antes de los veinte años sea casi imposible comprender que la felicidad supone soportar con valentía cierta carga de sufrimiento, mientras que a partir de los cuarenta eso lo entiende hasta un tipo como yo. Por lo demás, también es verdad que basta leer con atención casi cualquier novela de casi cualquier gran novelista para entenderlo. En Indignación, la penúltima novela de Philip Roth, Marcus Messner, un judío virginal que estudia en una puritana universidad del Medio Oeste, invita una noche a cenar a una chica bellísima, distante y aristocrática que al terminar la cena le transporta directamente al paraíso practicándole una felación. Incapaz de aceptar sin más ese regalo maravilloso, Marcus no sabe qué pensar de su benefactora y sobre todo no sabe qué pensar de su no saber qué pensar: "¿Cómo era posible que semejante felicidad fuese también una carga tan pesada? Yo, que debería ser el hombre más satisfecho de todo Winesburg, era en cambio el más desconcertado". Ahí está la cobardía: ahí está el sufrimiento de ser feliz.

"Sin los talibanes es imposible gobernar el país y terminar con el terrorismo"

2 Sueño que X, un amigo desdichado, me llama por teléfono. Le saludo alegremente; le pregunto cómo está; en vez de contestarme dice: "Tengo que contarte una cosa." "¿Qué cosa?", pregunto. Hay un silencio. "He visto a la muerte", dice X. Espero que continúe hablando, pero no continúa. "¿X?, pregunto, creyendo que se ha cortado la llamada. Silencio. "¿X?", vuelvo a preguntar. Silencio. "¿X?", grito con todas mis fuerzas. Gran silencio.

3 Para los militares en guerra la inteligencia no es sólo un placer sino sus ojos y sus oídos y por tanto su principal instrumento de trabajo. Una de tantas noticias enterradas en el silencio inmenso del terremoto de Haití es quizá la noticia más elocuente desde que empezó la guerra de Afganistán: la muerte en un atentado de Al Qaeda de siete miembros de la inteligencia norteamericana en la base de Kohst, al este del país. Fue el peor ataque sufrido por la CIA en toda su historia, y en él murieron la jefa de la base y un alto cargo llegado desde Washington para recibir información sobre el paradero del número dos de Bin Laden, pero lo más significativo es la forma en que el terrorista suicida llevó a cabo el atentado: durante una reunión en la que participó como supuesto informador principal y agente doble. Aunque en los últimos meses algunos errores de la CIA han desnudado del todo a una organización camastrona y chapucera, es asombroso que una cosa así pudiera ocurrir: ¿cómo es posible que el terrorista engañara a algunos de los mejores conocedores de Al Qaeda, empezando por la jefa de la base de Kohst? ¿Cómo es posible que se ganara su confianza hasta el punto de que ni siquiera lo cachearon antes de entrar en la base y reunirse con ellos? La respuesta es obvia: la inteligencia de los islamistas es superior a la nuestra, porque ellos nos entienden a nosotros pero nosotros no los entendemos a ellos (por eso nosotros tenemos grandes dificultades para infiltrarnos entre ellos mientras que ellos se infiltran con mayor facilidad entre nosotros); también es una respuesta elocuente, porque significa que, dado que la inteligencia es los ojos y los oídos y el principal instrumento de trabajo de un militar, planteada como una guerra convencional la guerra contra el terrorismo islamista no se puede ganar. Así la planteó en todo el mundo Bush; así se planteó en Afganistán. No se puede ganar; los militares que han estado sobre el terreno no se cansan de repetirlo: se puede exaltar y recomendar la democracia, se pueden poner los medios para que otra gente la adopte, pero no se puede exportar por la fuerza, que es para lo que fuimos a Afganistán; igualmente fuimos para extirpar de allí a los talibanes, que para nosotros eran lo mismo que Al Qaeda, pero ahora sabemos que eso es asimismo imposible: sabemos que los talibanes y Al Qaeda son cosas distintas, que hay que domesticar a los talibanes, que hay que desligarlos de Al Qaeda y que en cualquier caso hay que contar con ellos, porque sin los talibanes es imposible gobernar el país y sin gobernar el país es imposible terminar con el terrorismo y sobre todo porque los talibanes sí entienden a los islamistas radicales y pueden infiltrarse entre ellos. En Afganistán los talibanes sí tienen ojos y oídos y por tanto instrumentos con que derrotar a los terroristas. Si la guerra es cuestión de inteligencia, quizá sean ellos los únicos que puedan hacerlo.

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