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La zona fantasma
Columna
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El jubilado iracundo

En los últimos tiempos han aparecido varios informes, encuestas y estadísticas cuyos contenidos no se suelen relacionar. El ya famoso informe PISA sobre la enseñanza ponía una vez más de manifiesto que España es un país ignorante y además casi ufano de serlo. Lo más grave era que los muchachos españoles cada vez tienen menos comprensión de lo que leen, y que muchos "se pierden" al cabo de sólo tres líneas. Pero, dado el extraño contagio que se produce siempre desde los jóvenes hacia los mayores, me temo que si se hiciera el mismo análisis con la población adulta, el resultado sería apenas más optimista. Al fin y al cabo, otra encuesta nos confirma que el 44,5% de nuestros conciudadanos no lee jamás o casi nunca un libro. Una tercera estadística revelaba que los habitantes de este país son los que menos se interesan por la política en Europa, pero, al mismo tiempo, los más dados a salir a la calle a manifestarse … por cuestiones en teoría políticas. Lo cual, por cierto, no hace falta que nos lo cuente ningún estudio, al menos a los que vivimos en Madrid, edén de los manifestantes.

Ahora bien, en muchas de las más recientes y virulentas concentraciones, he observado que la edad media de quienes vociferaban, enarbolaban banderas y coreaban lamentables pareados (ya sé, esto último es una redundancia), era llamativamente alta. Si no gente anciana -que también la había-, sí talluda: señoras y señoronas con aspecto de desocupadas, hombres más bien arrugados con pinta de jubilados. En las pancartas que portaban, frecuentes faltas de ortografía graves ("Si apollas a la Zeta, es que apollas a la ETA"), y en general con un aire de estar allí por una de dos: por no tener nada mejor que hacer y encontrar en la manifestación una manera de pasar el rato y verse con gente (digamos un botellón de insultos), o por haber sido reclutados y enviados al lugar por algún partido o asociación, acaso por la de Víctimas del Terrorismo, que es una de las más tenaces convocantes de manifestaciones, la mayoría superfluas y para que figure su jefe.

(Un inciso sobre esta Asociación: hará un año escribí aquí una columna contando cómo una amiga mía había sido vituperada y perseguida por comprar El País a la vista de algunos manifestantes convocados por la AVT. Su jefe, Alcaraz, o sus allegados mediáticos, anunciaron que me habían demandado por aquella pieza. No que iban a hacerlo -ya se sabe que amenazar sale gratis-, sino que ya lo habían hecho. Y en uno de sus teledragós de TeleMadrid, el titular dio la noticia de que también me había demandado mi amiga, cuyo nombre ni siquiera yo había mencionado. Alguna gente se interesó por mi suerte, y aun se solidarizó. Todo falso: nadie me ha demandado nunca por aquel artículo, y menos mi amiga, que se sintió algo resarcida. Pero si todos los mencionados -Alcaraz, la AVT, teledragó, TeleMadrid y allegados- mienten sobre sí mismos y lo que han hecho, ¿cuánto no habrán de mentir sobre lo demás?)

Pero volviendo a lo anterior. Si a todos los datos antes enunciados añadimos que cada vez es mayor el número de jubilados, prejubilados y personas ociosas en general; que éstas son cada vez más longevas y se encuentran en buen estado de forma (muchos individuos se retiran o son retirados antes de cumplir los sesenta); y que en España hay ya unos siete meses de buen tiempo al año (y más que habrá, con el calentamiento global), lo cual invita a echarse a la calle sin cesar; entonces yo no sé si alguien se ha dado cuenta de la explosiva combinación: masas de sujetos semianalfabetos, inactivos pero con energías y salud, nada interesados en política pero dispuestos a manifestarse por cualquier cosa -un cabreo o un bocadillo-, que no leen apenas y además no comprenden, con un montón de años por delante para estarse mano sobre mano, ver programas de cotilleos y vergas o, como alternativa casi única, salir a la calle a armar bulla.

No da la impresión de que nadie haya reparado en el problema. Ya sé que hay jubilados que aprovechan su tiempo libre, llenos de intereses y curiosidad. Pero más hay, sin duda, que no saben qué hacer consigo mismos. Y no cabe duda de que andar indignado y encolerizado es una de las cosas que más llenan y distraen, y de fácil renovación. Si uno pone la Cope de buena mañana, se deja inocular el odio, el encabronamiento y la mala follá que brotan invariablemente de esa emisora episcopal, y se enciende a base de bien, bueno, es innegable que quien no tiene nada que hacer se siente vivo y casi útil. Y si le proponen a uno una concentración, en la que va a desfogarse y a ver a los conocidos, de la que los periódicos y televisiones van a dar cuenta haciéndolo sentirse protagonista, ¿cómo se la va a perder? Y así, de un tiempo a esta parte, con manifestación o sin ella, abundan en nuestras calles previejos y previejas furiosos, malhumorados, descorteses, coléricos, que bufan por cualquier nimiedad y que en ocasiones van armados de bastones, o de perros que están dispuestos a lanzarle a cualquiera que les lleve la contraria o les caiga mal. Tómenselo a broma, pero, por si no hubiera ya bastante con las mafias, los neonazis, los antisistema borroka, las bandas latinas, los atracadores y demás, nos han creado otra figura, la del jubilado iracundo, que también invita a cruzarse de acera cuando se topa uno con ella.

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