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Columna
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Como una lágrima

Gustavo Martín Garzo

Conocí a Claudio Rodríguez en uno de sus viajes a Valladolid, a comienzos de los años ochenta. Jorge Guillén aún vivía y él vino a participar en un homenaje que le estaba dedicando la Universidad. Dio su conferencia en el solemne Paraninfo, y recuerdo que fue la conferencia más breve que he escuchado nunca, pues apenas habían pasado veinte minutos cuando, levantando las manos en un gesto de disculpa, Claudio Rodríguez nos dijo que eso era todo. Sin embargo, no he podido olvidar esa conferencia. Es extraño, porque sólo habló de una jarra de agua, la jarra que el bedel había puesto a su lado para que bebiera. Así explicó la poesía de Jorge Guillén. El logro de su poesía, nos dijo, era darnos a ver el mundo y celebrar la presencia de las cosas, y puedo asegurar que jamás el agua de una jarra fue más real que cuando él la sostuvo en alto mientras hablaba.

Luego un grupo de amigos y amigas le acompañamos a lo largo de la noche. Nos contó infinidad de anécdotas, sobre todo de Blas de Otero, que era un poeta al que quería fraternalmente. Recuerdo una de ellas. Blas de Otero y él coincidieron en un bar con un camarero aficionado a la poesía. Desconocía quiénes eran, y empezó a hablarles de su secreta afición. Muy pronto, los tres se turnaban en el recitado de los poetas clásicos, San Juan, Lope de Vega, Garcilaso, Quevedo... Pero, de pronto, el camarero interrumpió el flujo de los versos para decirles que en su opinión el único poeta actual que se les podía comparar era Blas de Otero. Y se puso a recitarles varios de sus poemas, que se conocía de memoria. Claudio Rodríguez, entusiasmado, iba a decirle que su admirado poeta estaba enfrente de él, pero Blas de Otero se lo impidió. Aún más, pagó la cuenta a toda prisa y le arrastró sin darle tiempo a protestar fuera del bar. "No he conocido a un poeta más vergonzoso que él", concluyó con una sonrisa triste.

Nos contó otra historia de un famoso jugador de pelota, ya mayor, que participaba en el que iba a ser su último partido contra la estrella ascendente del momento. Nadie dudaba que fuera a perder, y así fue, aunque lograra hacer algo que valía más que el partido ganado. Su rival le envió una pelota fatídica y, cuando todos la daban por perdida, el viejo jugador no sólo logró devolvérsela, sino hacerlo de una forma única, pues la pelota pareció desvanecerse al tocar el suelo sin dar opción a ser recuperada por nadie. Y Claudio Rodríguez añadió: "Como si fuera una lágrima". Ésa fue su expresión. Y recuerdo que, al repetirla, nosotros veíamos a su conjuro el vuelo de la pelota y cómo al caer se confundía con una lágrima que contenía a la vez el dolor de la despedida y el gozo del inexplicable acierto. Fue lo que Claudio Rodríguez buscó siempre al escribir sus poemas. Esas palabras que de pronto se ensimisman y ofrecen su sentido porque se van a lo más hondo. Eso era la poesía para él: una lágrima que naciendo del dolor es también el lugar misterioso del encuentro con el mundo y la vida. El vuelo de una celebración.

El poemario Alianza y condena, publicado por Claudio Rodríguez (Zamora, 1934-Madrid, 1999) en 1965, acaba de ser reeditado (con prólogo de Luis García Jambrina. Cálamo. Palencia, 2009. 112 páginas 11 euros) con motivo del décimo aniversario de la muerte del escritor, que se cumplió el pasado mes de julio. Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) ha publicado recientemente la novela La carta cerrada (Lumen. Barcelona, 2009. 269 páginas. 20,90 euros).

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