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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Contra letargos

Cuando el periodismo haya desaparecido y los periodistas nos hayamos reciclado -o mutado- en viajantes de comercio, vendedores ambulantes que, sin deambular más que por el ciberespacio, ofrezcamos a una amodorrada y obsesiva clientela el paquete, cada vez a mejor precio, de los sobresaltos -an¬¬taño, noticias- recogidos gracias a una red de confidentes o de subrrastreadores o de jóvenes genios de la informática carentes de escrúpulos. Cuando el número de pantallas -de pared, de mesa, de bolsillo, de pecho, o proyectadas en nuestros párpados a través de un chip implantado en nuestros cerebros- se haya multiplicado hasta el infinito, y en la abarrotada superficie del planeta nadie necesite hablar con su vecino, pues dispondrá de la información que le apetezca, asequible a buen precio, quizá gratis -son los aparatos, estúpido, dirán entonces, lo que se convirtió en el negocio-, quizá también acerca de su vecino… Cuando eso ocurra y se levanten las voces que convoquen el ayer, las voces moralistas -quizá crean ustedes que la mía lo es; no, en absoluto- que entonen cánticos por los buenos diarios de antaño y sus supuestas verdades de papel… Entonces convendrá que sea recordado de nuevo el viejo adagio: el medio no es el mensaje, y si el medio se ha convertido en el mensaje es que el lector, antes, se ha convertido en cliente de las corporaciones, de los fabricantes de chismes. Y deberemos recordar también que la inocencia o la malicia se encuentran en los ojos del que mira, en la billetera del que paga. La demanda es cómplice, si no instigadora de la perversión de la oferta. Y la multiplicación del forraje -por interesada que resulte- no sobreviviría sin el estulto silencio de los corderos.

Pero la grande y perdurable belleza -en el sentido de justicia: tardía, bella justicia- del medio, de la información servida a través del ciberespacio, de los aparaticos y aparatuquis es su infinitud… Se ha dicho una y otra vez que a Internet nadie le puede poner límites -salvo cortar los brazos del internauta, encarcelarle: se hace; es el viejo estilo, eso nunca muere; pero se sabe, se extiende la noticia, el susto, como nunca ocurrió antes-, y ahí están los blogs de los amordazados, que se conectan como pueden desde países sumidos en realidades más impresentables que la nuestra.

Hay más. La memoria. El apetito voraz de sustos, de entretenimiento bárbaro -no forzosamente vano, a menudo en compañía de una real necesidad de conocer, de comprender-, obliga a la oferta a dar cabida a todo cuanto puede, gracias a los cielos, y en ello se incluye el pe¬¬sado fardo del ayer, del tiempo pasado, el re¬¬cuento de males que, puestos al día, son también susceptibles de convertirse en novedad, en espectáculo. Qué importa. Los internautas, infinitos y enfermos ante la vastedad del vacío que deben rellenar a diario so pena de dejar de existir, hallarán en el archivo de las banalidades del mal, mucho más denso y agitado que el mal mismo, espejos que le obligarán a afrontar el mundo de su ahora.

Un muchacho saca de su bolsillo el último mo¬¬delo de reproductor y re¬¬ceptor de imágenes, textos, información:

-¡Qué barbaridad! -se comunica telepáticamente con su mejor amigo.

En verdad no se encuentran muy lejos. Uno de ellos atraviesa una avenida de Manhattan, el otro está sentado en un pivote, en un puerto mediterráneo, cualquier puerto en el que todavía pueda verse el mar entre los centros comerciales ganados al mar, perdedores todos. Están lejos, y sin embargo:

-¡Atento a lo que te mando! -ordena el otro.

Segundos después, el amigo ha dejado de contemplar el agua y se mete, por ejemplo, en Guatemala, en décadas atrás, en crímenes que aún se arrastran, sin castigo, y que allanaron el camino a los delitos de ahora, no por menos ensordecedores más livianos.

-¿Quién es Efraías Montt? ¿Qué masacres?

Un día tras otro, los nuevos lectores reciben y transmiten la memoria, aumentan el conocimiento.

Cualquiera que sea el soporte, persistirá la antigua necesidad de romper el forzado letargo del paraíso.

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