El libro del consuelo
Lo recibí hace semanas, lo encontré en una de las mesas de mi estudio y me dije: "Cómo apetece". Pero yo volvía de pasar un mes en El Cairo, y ya saben lo que es un viaje así, más que cualquier otro viaje: comporta traerse libros que sólo allí se encuentran, papeles, tarjetas, guías... El libro quedó sepultado, olvidado, bajo el aluvión egipcio.
Pero los libros necesarios se manifiestan. Y ayer, después de que más o menos pusiera orden en mi mesa, el libro compareció: Tinta. Su autor, Fernando Trías de Bes, curioso personaje de imaginación desbordante, que ha escrito mucho y a su modo, con premios y todo eso. Es un libro pequeño, pero no se fíen nunca de una afirmación así. Los tamaños son engañosos.
Sus personajes viven en círculo su pasión por el motivo de la vida y de la muerte"
Nada más tenerlo -de nuevo- entre las manos, supe que había llegado el día. O la noche. Era el atardecer, lo que los mallorquines llaman hora baixa, cuando el día, que todavía no ha transcurrido del todo, se dispone a convertirse en la víspera del que llegará. Había estado escribiendo durante horas, estaba cansada, necesitaba un cambio -leer- y me preparé concienzudamente para disfrutar de la prolongación de mi encuentro con las palabras. Tinta. Prometedor, ¿verdad? Decir tinta es como decir vida. No importa que las tecnologías se la lleven por delante. Tinta, sangre, vida.
Decía que me preparé. Me lavé los pies como un apóstol autosuficiente, los sequé con minucia y, tendida en mi sofá predilecto -de los dos que tengo: tampoco vayan a creer que vivo en un burdel de estilo modernista-, uno que ahora no podría pagar pero que me acompañará hasta el fin de mis días, me embutí un par de calcetines relajantes, empapados en una loción de aloe. Previamente había calentado en el microondas la bolsa de semillas de trigo y hojas de lavanda que, en Gijón, me regaló Paz Felgueroso, exalcaldesa y entendida en vértebras. Con los pies felices y el cuello agradecido, mi perro cerca y una copa de cava -a ver: en mi casa es Navidad desde hace días- al alcance de la mano, empecé a leer.
No es casual que Tinta transcurra en Maguncia en donde Gutenberg inventó la imprenta, y en donde cada año, por San Juan, se bautiza a los nuevos impresores. Tampoco lo es el periodo -principios del siglo XX- en el que se sitúa la aventurera acción de fabricar un libro que explique el motivo de la sinrazón, es decir, el motivo de la vida y de la muerte. Eran tiempos en que la tinta y el papel y los tipos de letra y las palabras importaban tanto como hoy lo hacen esos artilugios de cuyo teclado apenas separamos el pulgar. La intriga es brillante, dinámica, emocionante y se sustenta sobre algo que muchos tenemos todavía en común: el amor al libro, y aún más, la identificación de los misterios de la literatura con los de la vida.
En vísperas de ese solsticio en cuyo transcurso serán bautizados los nuevos impresores, los personajes heridos de esta novela buscan y se encuentran. El librero, el autor, el impresor, el corrector, el editor: y una ella. Viven en círculo su pasión por el motivo de la sinrazón. Y ninguno de ellos es lo que parece, ni hace lo que debería hacer. Esa es su grandeza.
El placer de leer este libro se halla en la trama y en las palabras, en su repetición intencionada. Y, sobre todo, en la descripción detallada del oficio de impresor, de sus útiles, de sus herramientas.
Te queda, al finalizar la lectura de Tinta, una perdurable sensación de compañía. Como si esos impresores de Maguncia recibieran su bautizo anual, ya para siempre, aquí en este sofá, aquí en este salón, en esta casa. Y te levantas y miras tus libros en sus estanterías, y sabes que ellos lo entienden, entienden a ese editor que no lee y a ese matemático obsesionado con las frases de libros ajenos, y a ese impresor que cree haber descubierto la tinta efímera, y a ese corrector que piensa que las palabras están vacías. Sí, entienden a todos aquellos que, heridos, necesitan tan desesperadamente el libro que les consuele.
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