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Reportaje:OPINIÓN

La literatura y los que la leen

Un texto redactado con voluntad literaria constituye un acto de comunicación con aditivos. Uno expresa algo de cierta manera que aspira a ser tenida en cuenta como tal manera. El escritor que favorezca lo primero, lo que tradicionalmente ha venido llamándose el contenido, adoptará un tipo de escritura escueto, sobrio, de baja densidad ornamental. El que, por el contrario, resalte las propiedades estéticas preferirá las estructuras complejas y los modos expresivos alejados de la lengua estándar.

Entre ambos extremos se alarga una variada gradación de estilos, todos matizables, ninguno ilegítimo. Cualquier novedad que se incorpore a los usos literarios orienta el texto en la dirección de la sencillez o de la dificultad. La sencillez no tiene por qué dar forzosamente frutos populares. La dificultad nunca es popular.

No es insólito (ni apenas beneficioso para el progreso de la cultura) que algunos escritores menosprecien a otros en voz alta por ocupar una posición distante de la suya en la escala general de las tendencias literarias. Por lo visto ignoran que el estilo por sí solo es un criterio insuficiente para determinar la calidad de una obra. Un escritor no ejerce mal su oficio porque nos disguste su manera de escribir. Sería absurdo criticar a un cocinero experto en platos chinos por la simple razón de que nuestro paladar deteste el arroz. El escritor no flojea porque practique el realismo, la poesía barroca o la escritura vanguardista, sino porque, dentro de su tendencia particular, carece de unas cualidades determinadas.

De poco sirve ejercitar dichas cualidades, cualesquiera que sean si los lectores no disponen de antenas intelectuales para captarlas, en cuyo caso el escritor deberá resignarse a la suerte del pianista que pulsa las teclas de su instrumento ante un público sordo. Una situación de este tipo es por desgracia frecuente en España, nación donde el plebeyismo y la zafiedad en sus sucesivas variantes (pensemos, a modo de ejemplo, en los programas actuales de televisión de mayor audiencia) han encontrado, incluso en las capas cultas de la sociedad, terreno propicio desde hace varios siglos. El ambiente populachero, de vulgaridad asumida, perjudica no menos el arraigo social de las formas artísticas de alto rumbo que a las personas privadas de conocerlas y disfrutarlas. Vocablos como intelectual, estilista, lírica, retórica, bellas letras, se han impregnado en la lengua española de nuestros días de connotaciones peyorativas. Se dijera, en conclusión, que un tío que escribe inspira más confianza que un literato.

Raro será que a una obra rica en pensamientos complejos, en datos históricos, en aciertos formales y hondura humana no la preceda un sostenido esfuerzo que fácilmente pudo prolongarse por espacio de varios años. Se comprende que al autor, durante el largo y a menudo penoso proceso de creación, lo haya animado la esperanza de ser algún día entendido, de dejar acaso una impronta positiva en esta y aquella conciencia y, si las cosas vienen bien dadas, de merecer aplauso, cuestión en absoluto desdeñable puesto que puede dar de comer.

La expectativa de una recompensa a la labor llevada a término es propia del hombre libre. El esclavo, pobrecillo, ¿qué va a esperar? Existen desde luego recompensas de muchas clases. Se cuenta que en 1928 Bertolt Brecht recibió un automóvil a cambio de un poema. La remuneración en dinero o en especie no significa que el escritor haya despachado la tarea con mérito ni que dicho mérito, de haber existido, sea cuantificable, aunque no falten en el gremio literario quienes crean que valen lo que se les paga. En rigor, no hay recompensa más digna que la de comprobar que no se ha trabajado en vano, que lo que uno hizo con perseverancia y esmero en su soledad laboriosa resulta útil, significativo, quizá deleitoso, para los demás.

Esta expectativa no tiene por qué estar morbosamente ligada a la vanidad, reproche común allí donde los gustos populares, elevados a norma, toleran a regañadientes la excelencia. Al profano le sale más fácil admirar a quien emplea para fines estéticos instrumentos o materiales costosos cuyo manejo requiere, por añadidura, un arduo aprendizaje. Pienso en el caballete y los trebejos de pintar, en los mármoles del escultor, en el arpa, en la cámara cinematográfica. Sin embargo, ni el lector más cerrado de mollera duda en juzgar, tasar y aun corregir las obras de quienes se propusieron hacer arte con esa cosa vulgar, cotidiana y sin dueño que hasta los niños llevan a la boca: la palabra.

Por unas monedas pueden adquirirse hoy día ediciones de bolsillo del Quijote, de la Ilíada, de Poeta en Nueva York. No piden más en una librería por la suma de hojas impresas que denominamos libro. Uno paga el papel, la tinta, el transporte, la distribución, esas cosas. Los logros verbales, en cambio, son a tal punto irreductibles a un precio que los afortunados que nos instruimos y complacemos con ellos propendemos a considerarlos dones de la naturaleza, a la manera de los tigres, las amapolas o los atardeceres.

¿Cómo agradecer a los autores lo que hicieron por nosotros, aunque hayan muerto, aunque jamás nos crucemos con ellos por la calle? En el fondo, sin necesidad de proponérnoslo, les estamos mostrando nuestro reconocimiento y, de paso, la gratitud que nadie nos exige, que surge acaso de una emoción personal, de un incidente privado, de una simple reacción subjetiva, cuando nos adentramos en sus escritos con aplicación. Y no por nada, sino que la literatura presupone la participación de inteligencias curiosas y sensibles sobre las que ella pueda ejercer sus efectos innumerables, de la misma manera que la música logra su consumación, no en el aire que atraviesa, sino en los oídos que la escuchan. Ni siquiera quien está persuadido de escribir sólo para sí está exento de esta ley de la comunicación. Quien escribe para sí se dirige por fuerza a la sombra del lector que va a su lado. Serán uno y otro la misma persona, pero en modo alguno la misma perspectiva.

El autor cocina, el lector degusta. Si aquel no evitó que se le quemara la comida, si se propasó con la sal, si retiró la cazuela demasiado pronto del fuego, habrá fallado. No menos inútil habrá sido su empeño si el comensal destinado a deleitarse con la maravilla culinaria tiene un paladar de granito. De autores con talento y de lectores avezados se hace la literatura digna de tal nombre. De lectores exigentes con aquello que se les ofrece, pero también consigo mismos. Lo cual implica disposición por su parte a afinar el gusto, a superar dificultades de lectura, a enfrentarse con textos cuyos secretos no se dejan desentrañar así como así, antes bien con ayuda de una carga notable de dedicación y paciencia.

Hoy día abundan los escritores que aprovechan cualquier oportunidad para cubrir de requiebros a los aficionados a los libros. Obviamente los adulan llevados de la certera intuición de que sin ellos no son nada. Por lo mismo podrían injuriarlos a fin de golpear su atención. Buscan público sin distinción de intereses y calidades, al modo de una flor que saliera volando en pos de cuantos insectos pululan por la zona, sean polinizadores o no.

Abandonan entonces su lugar natural, el escritorio; emprenden campañas de promoción que con frecuencia los obligan a ir de ciudad en ciudad convertidos en viajantes de comercio de sus propios libros, procurando generar noticia y diseminar su retrato y su nombre en los medios de comunicación. Alguna escritora incluso ha salido despojada de ropa en las revistas. Otros justifican su participación en competiciones literarias, de dudosa honradez en ocasiones, con el socorrido argumento de que desean incrementar el número de sus lectores, si bien no termina de quedar claro, cuando así se expresan, si buscan personas que dediquen atención a sus libros o se conforman con que simplemente los adquieran.

Parece inverosímil que alguien lea un libro llevado por un gesto de caridad hacia el escritor. Uno lee un libro en provecho propio, deseoso de distracción, de consuelo, de aprendizaje, cuando no apretado por obligaciones pedagógicas o profesionales. En un país civilizado, los ciudadanos están en su derecho de leer o no leer, y, si lo hacen, de elegir lo que leen y leer de acuerdo con estímulos o expectativas de su exclusiva incumbencia. Esta circunstancia no obsta para que existan lectores inhábiles, igual que existen comensales sin gusto, movidos tan sólo por el impulso de matar a toda prisa el hambre.

No se puede endosar a los lectores la responsabilidad de sostener la literatura. Libro en mano, corresponde a cada uno de ellos la decisión de valerse de la actividad lectora para pasar un buen rato, soltar unas carcajadas u olvidar las penalidades de la jornada. Por la misma regla de tres, la literatura de calidad no es ni tarea ni placer para todo el mundo, y el hecho de que se distribuya dentro de libros, electrónicos o de papel, no significa que merezca la misma consideración que otros libros de similar formato cuya finalidad se aparta de la expresión escrita con intención estética. Y esto es así por cuanto la literatura exige de sus receptores un grado no pequeño de formación cultural, además de una serie de cualidades que no todo el mundo por desgracia posee, como la sensibilidad para determinados registros y temas, la paciencia para el libro voluminoso, para el que frecuenta zonas de vocabulario inusual, para el que abunda en innovaciones estilísticas; en fin, para el que no se deja leer con un ojo mientras se mira con el otro a otra parte.

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959) ha publicado este año el libro de relatos El vigilante del fiordo (Tusquets. Barcelona, 2011. 192 páginas. 16 euros).

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