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IDA Y VUELTA

Los malos sueños de Otto Dix

Antonio Muñoz Molina

Qué raro caer en la cuenta de que Otto Dix vivió hasta 1969; que fue contemporáneo nuestro, aproximadamente del mismo mundo que nosotros habitamos. Porque para nosotros él pertenece a otra época que imaginamos tranquilizadoramente confinada a los museos y a los libros de historia, la Alemania de Weimar, las trincheras de la I Guerra Mundial, los augurios del nazismo. Ni siquiera podemos recordar obras suyas que no pertenezcan a aquel tiempo, como nos sucede con George Grosz, otro superviviente improbable, aunque murió veinte años antes que Dix. Grosz, Dix, Christian Schad, Max Beckman, tuvieron vidas mucho más largas que sus carreras de pintores. Maduraron como artistas todavía jóvenes en una época que desató al máximo el talento de cada uno de ellos, y se entregaron a retratarla con una determinación tal de fidelidad a lo real que ahora nosotros no sabemos imaginarla sino a través de sus miradas. Pero a la vez parece que se hubieran quedado atrapados en ella, prisioneros de la fantasmagoría que ellos mismos habían contribuido a inventar, de modo que cuando la República de Weimar terminó con el triunfo de Hitler en 1933 los pintores perdieron la inspiración al mismo tiempo que la libertad. En 1920, en 1930, Otto Dix es un cronista de lo que está sucediendo delante de sus ojos y en sus pesadillas. En 1939 pinta un San Cristóbal llevando sobre el hombro a un niño Jesús, con una estética como de estampa religiosa mediocre del siglo XIX. Qué raro que no intentara irse de Alemania, que aceptara el destierro interior, la pérdida de su puesto de profesor, la casi imposibilidad de pintar. Algunas de sus obras los nazis las quemaron en público.

Otto Dix es un misterio. Sus grabados sobre la guerra aspiran a medirse con los de Goya en la representación del horror, pero él se había alistado fervorosamente en el ejército en 1914, y en sus fotos de uniforme tiene un aspecto de plena convicción militar, incluso un punto de dandismo. Se pasó casi toda la guerra en el frente, al mando de un pelotón de ametralladoras, y fue condecorado con la Cruz de Hierro. Decía que necesitaba siempre experimentar las cosas lo más cerca que pudiera y que por eso eligió ser destinado a la línea de fuego. Y en sus grabados, tan llenos de espanto, también se nota a veces una complacencia macabra, el humor de patíbulo de quienes se han habituado no ya a la cercanía abstracta de la muerte, sino al espectáculo obsceno de la mutilación y de los cuerpos despedazados, de los cadáveres que se pudren día tras día en el barro o ensartados en una maraña de alambre espinoso, de los gusanos y las ratas. Goya nunca fue tan lejos. Pero es que Goya, en el tiempo de la guerra española de la independencia, era un hombre ya viejo que no pudo ver con sus propios ojos muchas de las escenas que representó en los Desastres. En los Fusilamientos, en algunos grabados, Goya intuyó las posibilidades de destrucción de la tecnología moderna -esos fusiles de último modelo que apuntan los soldados franceses-, y también la vulnerabilidad de lo que tardaría mucho en llamarse las poblaciones civiles. Sólo un siglo más tarde, la guerra de Otto Dix era el triunfo apocalíptico del desarrollo industrial puesto al servicio de la matanza. En sus grabados los cadáveres forman llanuras que se pierden en el horizonte, laderas por las que se despeñan y en las que se hunden los batallones de los soldados vivos. Una patrulla avanza con caretas como de calaveras medievales que son máscaras de gas. Un paisaje de cráteres que se perfilan en la negrura parece la superficie de la Luna y es la tierra de nadie horadada por los impactos de las bombas. Un centinela recostado contra una pared lleva puesto el casco y sostiene el fusil pero es ya el esqueleto de alguien que murió instantáneamente y sin moverse cuando lo alcanzó el disparo de un francotirador. Un soldado come avariciosamente inclinándose como un animal feliz sobre el cazo del rancho y junto a él hay un cadáver en descomposición. En la cama de un hospital la mitad de la cara de un herido es un ojo que mira con serenidad o estupor y una mejilla joven sin mucha barba todavía y la otra mitad es un amasijo atravesado por costurones de bárbara cirugía. Una mujer con un niño en brazos huye por una calle llena de cadáveres sobre la que se aproxima un aeroplano y su figura es al mismo tiempo un recuerdo literal de Goya y una premonición de la mujer con el niño muerto en brazos que vuelve los ojos hacia el cielo de pizarra y de metralla del Guernica. Los soldados fuera de servicio se emborrachan hasta caerse y vomitan en el suelo de la cantina, o bien deambulan como sonámbulos hacia las calles en las que rondan las prostitutas, que también tienen algo de máscaras y vaticinios de la muerte.

Hay que cruzar un cortinaje negro para entrar en la sala de la Neue Galerie de Nueva York en la que se muestra la serie completa de los grabados de la guerra de Otto Dix. La luz atenuada para proteger el papel contribuye a la sensación de agobio. Es casi como entrar a una barraca antigua de feria buscando la emoción barata de esqueletos, fantasmas y vampiros crudamente pintados. Pero en este caso lo que agrava la obscenidad es la solvencia exquisita con que se representa lo que uno hubiera preferido no ver. Justo a la entrada, antes de la monotonía en blanco y negro de los grabados, hay unas cuantas acuarelas ejecutadas con exacto detallismo: un hombre con la cara atravesada por una cicatriz diagonal tan profunda que parece una carcajada monstruosa; unos intestinos humanos derramados; un cerebro.

El nihilismo en el arte o en la literatura se me vuelve siempre sospechoso cuando está acompañado por una suprema maestría técnica, expresado por ella. Después de una hora entre los grabados y las pinturas de Otto Dix empiezo a sentir un desagrado semejante al que me provoca la prosa de Céline, que aspira a contar un grado de exasperación semejante. Demasiado resplandor de estilo para tan poca compasión. En sus cuadros de los veinte, junto a prostitutas grotescas y mujeres asesinadas y veteranos sin brazos o sin piernas que piden limosna, Otto Dix se retrata a sí mismo con la lejanía rígida de un maniquí, tan erguido como en sus fotos de oficial, como si fuera un inspector escrupuloso pero indiferente de la miseria humana. Contaba que después de la guerra tenía siempre la misma pesadilla: que se arrastraba como un topo cavando túneles bajo las ruinas y sentía que le faltaba el aire y no encontraba la salida. Qué raro pensar que hasta no hace muchos años aún quedaban hombres que seguían soñando con las trincheras de la I Guerra Mundial. Porque Otto Dix los dibujó los espectros de entonces no se han borrado del mundo. Lo que no se nos permitirá ver nunca desde tan cerca son los desastres de las guerras de ahora.

Otto Dix. Neue Galerie. Nueva York. Hasta el 30 de agosto. www.neuegalerie.org

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