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Reportaje:

La máscara de Jordan

Se supone que los asesores de Michael Jordan dedicaron mucho esfuerzo a preparar la coreografía de su reciente visita a Europa. El propósito de Jordan Europe Tour 06 era vender las zapatillas deportivas que llevan el nombre del antiguo jugador de baloncesto. Si él en persona -lo más parecido que tiene EE UU a un dios vivo- había atravesado el Atlántico junto con su séquito de 12 miembros era para impulsar la marca, para evocar una imagen más rica y atractiva en la mente de los consumidores europeos de material deportivo cada vez que entren en una tienda y vean el nombre de Jordan y el de la empresa que engloba su marca, Nike. El marketing es una herramienta poderosa, pero sutil, y para dar con la forma exacta de conquistar los corazones y las mentes de los compradores es preciso planear y pensar mucho.

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Resultado de tanto pensar fue la decisión de decorar con cinco fotos de Jordan las paredes del auditorio en el que iba a hacer su primera aparición ante la prensa de Barcelona desde 1992, año en el que su dream team obtuvo la medalla de oro de los Juegos Olímpicos. Cada foto, montada sobre un bastidor, medía tres veces más que el natural. Imágenes potentes, en plena acción, en las que Jordan aparecía jugando para el equipo que él hizo grande, el Chicago Bulls. Mientras el centenar aproximado de periodistas esperaban a que apareciera la leyenda viviente, no había gran cosa que hacer, salvo admirar las fotografías. Y leer los textos que había en cada una de ellas: "Su fuerza hablaba por él". "Su ambición hablaba por él". "Su elegancia hablaba por él". "Su corazón hablaba por él". "Su fuerza de voluntad hablaba por él".

Palabras muy apropiadas en otro contexto; pero aquí resultaban extrañas, porque creaban una especie de anticlímax por adelantado. Jordan estaba a punto de subir al estrado para dirigirse, a través de nosotros, al gran público español. Y sin embargo, el mensaje -muy deliberadamente escogido- que se nos estaba transmitiendo desde las paredes era que estábamos ante un hombre del que no podíamos esperar que dijera gran cosa, que sus acciones decían más que sus palabras. Es cierto que eso es lo que suele ocurrir con los deportistas, pero ¿no era casi maleducado hacia el mito viviente decir a los medios que, básicamente, no esperasen gran cosa de él cuando subiera al podio?

Empecé a entender -o a creer que entendía- por qué, para la entrevista que iba a mantener con él al día siguiente para EL PAÍS, me habían pedido que le enviara las preguntas con una semana de anticipación. El superhéroe necesitaba tiempo para que le ayudaran a preparar sus respuestas. Querían asegurarse de que, cuando hablase para los lectores de la mayor publicación del mundo en español, iba a expresarse de acuerdo con la imagen de marca que deseaban proyectar. La torpeza de Jordan a la hora de hablar -o, por lo menos, lo que sus agentes evidentemente percibían como torpeza- fue también seguramente la razón de que me informaran, cuatro días después de enviar las preguntas, de que sólo me iban a conceder 10 minutos para la entrevista.

Cuando Jordan entró a la rueda de prensa era imposible no dejarse impresionar por su porte imponente o la sonoridad de su voz. Podría haberse pensado que iba a sentirse incómodo, como un pez fuera del agua, después de las advertencias de las fotografías, pero durante los cinco minutos (como mucho) que dedicó a contestar preguntas fue la imagen misma del aplomo; majestuoso y seguro de sí mismo. Y eso que lo que dijo, tal como se había anunciado, no fue ni edificante, ni instructivo. El contraste entre su porte y el contenido de sus palabras hizo que su elegancia resultara todavía más impresionante. No es que pareciera tonto, aunque no le habría venido mal corregir uno o dos errores gramaticales; es que no estaba preparado. El séquito que le acompañaba en el viaje, formado por 12 personas cuya misión era proteger y mejorar la imagen de marca de Jordan, no había hecho bien sus deberes. O quizá le habían asignado parte a él, demasiado perezoso o engreído para molestarse en hacerlos. O sencillamente, la propotencia de unos y otro era tal que consideraban que el mero hecho de haber pisado suelo español sería suficiente para impresionar a los nativos, que se sentirían honrados, halagados, bendecidos. Claro, un sector del público español habrá reaccionado así. Michael Jordan fue, posiblemente, el deportista más completo de todos los tiempos. Era un genio, y además era fuerte, incansable, elegante y poseía un hambre de victoria temible. Batió casi todos los récords en la NBA, la liga norteamericana de baloncesto, en la que acabó campeón con el Chicago Bulls seis veces y fue elegido como el jugador más valioso de la temporada en cinco ocasiones.

Pero ahora se dedica a los negocios, tarea para la cual no está tan dotado, y por eso tiene un equipo a su alrededor para ayudarle. Por ejemplo, para organizar sus relaciones públicas, para anticiparse a lo que le van a preguntar los periodistas. Por eso, aunque el team Jordan no hubiera visto las preguntas que les había enviado yo una semana antes, deberían haberse imaginado que había dos temas durante su visita a Barcelona sobre los que no cabía la menor duda de que le iban a interrogar: Ronaldinho, con quien iba a celebrar una histórica cumbre a la mañana siguiente, y la selección española de baloncesto, que acababa de ganar el mundial.

¿Qué sabía de Ronaldinho?, fue la primera pregunta, y ¿qué pensaba del fútbol en general? "Sé quién es Ronaldinho", respondió Jordan, señal de que, después de todo, alguien se había molestado en prepararle un poco para la rueda de prensa. Conocía el nombre del deportista más famoso del planeta. "Me dicen", continuó el deportista más famoso del planeta Estados Unidos, "que es el Michael Jordan del fútbol, lo cual significa que es serio. Y sé que los aficionados le adoran. Conozco sus credenciales y estoy deseando conocerle". ¿Le había visto jugar? "No le he visto jugar".

Podría haber sido peor. Podría haber dicho que no había oído hablar de Ronaldinho. Claro que eso habría resultado más provechoso para los periodistas presentes, que, en su mayoría, necesitaban algo que contar esa misma noche o en los periódicos del día siguiente.

La selección española de baloncesto tenía que dar mucho más juego. Seguro que había visto, desesperado, cómo sus sucesores en el dream team, la magnífica selección estadounidense (la mejor del mundo, si se examina a cada jugador de forma individual), perdía inexplicablemente frente a Grecia. Que, a su vez, cayó aplastada por España en la final. Iba a ser fascinante saber qué tenía que decir Jordan al respecto. Alguna crítica indignada de sus compatriotas, quizá. Palabras de admiración (¡del propio dios!, se relamían ante la perspectiva los periodistas deportivos en la sala) ante la habilidad y el coraje de los españoles. Incluso algún comentario sobre las lecciones que podrían aprender los estadounidenses del baloncesto europeo.

"No les vi mucho", respondió Jordan, sin el menos atisbo de incomodidad. "No he visto mucho baloncesto este verano. Pero España venció a Estados Unidos [sic] y estoy seguro de que mereció ganar".

Y eso fue todo lo que obtuvimos los periodistas; no mucho, teniendo en cuenta que todos habíamos interrumpido nuestras comidas del domingo para estar en su augusta presencia. Nada que se pareciera mínimamente a una noticia. Salvo la absoluta falta de interés de Jordan por el Campeonato del Mundo de baloncesto. También estaba la enorme diferencia entre su aplomo y la ignorancia de sus palabras. Llamaba la atención que la maquinaria de Jordan hubiera venido hasta Europa no con el objetivo de dar espectáculo, sino para vender zapatos. Sobre todo porque detrás está una empresa estadounidense, una mina de oro que pertenece al poderoso imperio de artículos deportivos: Nike.

David Beckham, que, en cierto modo, es un fenómeno más puramente de marketing que Jordan, en el sentido de que nunca ha sido, ni mucho menos, el mejor en su deporte, está casi tan mimado como él por un equipo de cuidadores pendientes de la imagen. Sin embargo, le ponen en primera línea con más frecuencia que a Jordan, y cuando concede entrevistas no pide que le envíen las preguntas de antemano. Un ejemplo de lo bien que habían aleccionado a Beckham -o, tal vez, lo bien que se había preparado él mismo- se vio a las pocas semanas de llegar al Real Madrid, cuando declaró con simpatía que compartía la pasión nacional española, todavía más extendida que la del fútbol, por el jamón.

Aunque después de observar las respuestas de Jordan en la conferencia de prensa seguía sin entender por qué habían pedido las preguntas por adelantado, sí comprendí sin ninguna duda la imposición de que mi entrevista no sobrepasara los 10 minutos. Si en algún momento había pensado que al hablar con Jordan podía intentar captar al ser humano que se esconde tras el personaje público -o, en este caso, el hombre tras la máscara de la marca que lleva su nombre-, durante aquel espectáculo me di cuenta de que era una tarea condenada al fracaso. Precisamente porque el objetivo de la maquinaria de relaciones públicas que rodea a Jordan es asegurarse de que la máscara permanezca en su sitio. Su personalidad, sea cual sea, no puede mancillar la imagen perfectamente esculpida e impecablemente comercializada de Jordan como hombre simpático, atleta supremo, majestuoso y adorado por todos que sólo habla -o hablaba- de verdad, sólo era verdaderamente él mismo, cuando llevaba a cabo proezas sobrenaturales en la cancha. Un espectáculo bellísimo y sobrecogedor, y nada más.

Scott Bedbury, que fue director internacional de publicidad de Nike entre 1987 y 1994, escribió un libro llamado A new brand world (Un nuevo mundo de marcas) que en Estados Unidos algunos consideran la biblia del marketing. En el libro revela que Nike quería destacar la "autenticidad" de sus artículos deportivos, su carácter verdaderamente deportivo, y que, respecto a la imagen de Jordan, en la casa se pensaba que se trataba de transmitir la idea de que era "el punto de encuentro entre el máximo rendimiento físico y el arte". Si Dios jugara al baloncesto -pretendían transmitir los estrategas de Nike-, lo haría como Jordan. Bedbury explica por qué los asesores de Jordan se preocupan tanto de limitar lo que dice, por qué están tan claramente aterrorizados en las pocas ocasiones en las que no les queda más remedio que dejar que abra la boca en público. "Si una de tus marcas se apoya en una personalidad, la personalidad tiene que ser coherente con tus valores de marca", escribe Bedbury, que supervisó el nacimiento de la campaña Just do it. "No puede perjudicar ni poner en peligro otras partes cruciales del negocio". Cuando uno es el dios del deporte, lo fundamental es que, como todos los dioses buenos, despierte admiración, todos le quieran. En cuyo caso, no importa que lo que diga sea aburrido o no esté especialmente bien informado. Lo esencial es no ofender, no molestar a ninguno de sus admiradores.

Jordan y su gente lo han hecho maravillosamente en Estados Unidos, donde es quizá el único individuo, en una sociedad tremendamente polarizada, al que adoran todos por igual, sin tener en cuenta razas, religiones ni diferencias políticas. Iba a descubrir por qué cuando acudiera a mi entrevista con él, a la mañana siguiente.

Llegué un poco pronto, a tiempo de ver el final de una entrevista televisiva, cuidadosamente orquestada, que había celebrado con Ronaldinho en la sala Jordan de la sede de Nike en Barcelona. Había presentes alrededor de 50 personas, incluidos dos o tres guardaespaldas grandes y musculosos equipados con audífonos -unos terminators vestidos de traje, como los que acompañan al presidente de Estados Unidos-, que se consideraban con el derecho, incluso el deber, de abrirse paso a empujones entre la gente sin pedir perdón. Con tanta gente intentando echar un vistazo era imposible oír qué decían Michael Jordan y el Michael Jordan del fútbol, cosa que seguramente no fue una gran pérdida. Pero lo que se veía con claridad era la incómoda deferencia mostrada por Ronaldinho junto a un hombre que le trataba como un rey a un cortesano. Un rey benévolo; pero un rey que, con la relajada autoridad que rezumaba su lenguaje corporal, dejaba patente que él era el más importante de los presentes, aunque en realidad, en Barcelona, Jordan sea una mera nota histórica al lado del brasileño.

Ronaldinho -que, la verdad, nunca está del todo a gusto en estos actos de relaciones públicas- desapareció con su hermana (el mayor jugador del mayor deporte del mundo no viaja custodiado por un ejército), y en ese momento una voz chillona e imperiosa de mujer con acento estadounidense voceó mi nombre. Me dijeron que me sentara en un taburete bajo delante de Jordan, que, a pesar de ser mucho más alto que sus guardaespaldas (y que todos los demás que estaban en la sala), insistió en sentarse no en el sofá que le habían preparado, sino en el brazo del sofá, de modo que se alzaba como una torre ante mí.

Encendí mi grabadora, que tenía un reloj digital para medir la duración de la entrevista, y le pregunté cómo era posible que un deportista retirado siguiera suscitando tanto interés en todo el mundo. (Esta pregunta estaba en la lista que le había enviado, pero la mayoría de las demás que le planteé no, en un último y vano intento de arrancarle la máscara). "Es difícil responder", replicó Jordan. "Son muchas personas, muy diferentes las que han adoptado mi forma de jugar y mi personalidad. Es difícil definir por qué".

Como no iba a intentarlo, pasamos a la siguiente pregunta, relacionada con la comercialización de sus zapatillas. ¿En qué piensa la gente cuando decide comprar algo que lleva el nombre de Jordan? "Creo que la marca representa lo que soy yo: por su estilo, su creatividad, su modernidad, su calidez. Todo eso es parte de Michael Jordan, es parte de una actitud determinada. Es una de esas cosas que no pueden explicarse. Pero lo que quiero que entienda la gente es que esta marca soy yo. Yo contribuyo a la labor del equipo. Seleccionamos cosas de mi vida que representan la marca".

En respuesta a la siguiente pregunta que le había enviado, contestó que la marca iba muy bien, que acababa de tener su mejor año de ventas en EE UU -un incremento del 40% sobre el año anterior- y que el éxito de la campaña de marketing era genuino. "Nunca hemos tratado de engañar al consumidor. El consumidor nos respeta por eso".

Le pregunté (ya fuera de guión) si le gustaba su vida, y comenté que sería ridículo que no fuera así. Asintió, con una breve risa, y luego añadió de forma enigmática: "Sí, si no sería un recluso. Estaría encerrado en una habitación". Dijo que, como ejemplo, había disfrutado con este viaje a Europa. ¿Por qué? "Da la oportunidad de ver cómo tu personalidad, tu respeto…, qué influencia ha tenido uno en el mundo, no sólo en Estados Unidos", respondió en el tono de quien está contando un hecho más de su vida, sin ningún tipo de vanagloria. "Poder conocer a gente famosa, ver cómo han utilizado la pasión o las cosas que uno ha hecho en beneficio de ellos. Me resulta gratificante a la hora de poder vivir mi vida tal como la vivo".

¿Estaba refiriéndose a Ronaldinho? ¿Qué le había parecido? "Lo que he podido ver es que le gusta su vida, le gusta entretener a la gente, le gusta que la gente le respete. Estoy seguro de que hay momentos en los que preferiría poder huir de todo. Pero me da la impresión de que disfruta verdaderamente de su vida… Me dicen que es el Michael Jordan del fútbol. Eso, en mi opinión, representa una muestra de gratitud hacia mí, y me ha ayudado a entender exactamente cómo ve su profesión: salir a jugar, pasárselo bien, trabajar duro y ganarse el respeto del público".

Le hice una pregunta que, según he constatado en otras ocasiones, puede desconcertar a famosos con egos hipertrofiados. Todo el mundo le admira, ¿a quién admira usted? Jordan vaciló. "Ehhhh, mmmm… Buena pregunta, ehhh…". (En retrospectiva, puedo imaginarme a la chillona y mandona encargada de prensa -que creo que se llamaba Theresa- rechinando los dientes por la impertinencia subversiva de la pregunta). "Siento gran respeto por gente como Bill Clinton. Soy un tremendo admirador de Quincy Jones, de Jesse Jackson. Son tipos por los que siento el mayor respeto. No pude conocer a Martin Luther King ni a personajes de ese tipo. Mandela: nunca he tenido oportunidad de conocerle. Confío en poder hacerlo algún día, antes de que pase mucho tiempo".

Fue sorprendente, casi escandaloso, en medio de unas palabras tan insulsas, oírle mencionar de pronto a Bill Clinton como alguien al que admira, porque Clinton es un personaje polémico en Estados Unidos, y expresar admiración por él le coloca a uno inmediatamente y para siempre en el lado opuesto al sector de la población que ondea banderas y presume de ser temeroso de Dios, compuesto sobre todo por blancos del sur, de donde es originario Jordan. Lo cual fue seguramente la razón de que Theresa, con las alarmas disparadas, anunciara, con la voz molesta e imperiosa: "¡Una pregunta más!".

Miré el reloj de mi grabadora. Le dije: "Me habían prometido 10 minutos". "Han pasado casi 10 minutos". "¡Pero en mi grabadora dice cinco minutos y 38 segundos!". "Una pregunta más…". Jordan se rió. Probablemente no era la primera vez que había visto a la maestra de escuela que le acompaña deshacerse de periodistas pesados. Pero era una risa simpática; no provocada por la víctima de Theresa, sino por la vida en general, su vida, cómo son las cosas. Tal vez si hubiera pensado en qué poco de ese respeto del que hablaba sin cesar le mostraba su propia gente, cuánto miedo tenían de que se mostrara tal y como es, entonces es posible que la escena no le hubiera parecido tan divertida.

Ahora bien, si me quedaba una última pregunta, ¿por qué no exprimir la oportunidad y aprovechar la mano que me había tendido Jordan al hablar de Clinton, para irritar más a Theresa?

¿Expresa alguna vez opiniones políticas? "A veces. Cuando creo rotundamente en algo". ¿Tiene alguna opinión sobre la guerra de Irak? "Ninguna".

"¡OK!", chilló Theresa. "Se acabó la entrevista".

Jordan, un tipo simpático para ser un superhéroe, encogió los hombros, sacudió la cabeza y volvió a reír.

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