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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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El mono artístico

Manuel Rodríguez Rivero

Afirma Henry de Lumley (La gran aventura de los primeros hombres europeos, Tusquets) que la adquisición de la simetría, primer indicio del sentido ("humano") de la armonía, tuvo lugar hace 1,5 millones de años, en el territorio que se extiende entre el sur de la actual Etiopía y el norte de Kenia. El protagonista de ese acontecimiento fue Homo erectus que, a diferencia de su coetáneo Australopitecus robustus, comía carne y fabricaba útiles para proveérsela y manipularla: el bifaz, esa herramienta cortante característica de las culturas achelenses, fue el primer producto de esa sensibilidad "artística" de nuestros más lejanos parientes. Lumley sostiene que algunas de las características de esos bifaces (el color de las piedras elegidas, la intencionada simetría del tallado) no hacían que la herramienta fuera más funcional, sino que servían para proporcionar el primer latido de lo que podríamos llamar satisfacción estética. Por su parte, Denis Dutton, un psicólogo evolucionista partidario de una concepción del arte "naturalista y transcultural", argumenta en su muy polémico (y legible) El instinto del arte (Paidós) que el surgimiento y desarrollo de las artes son resultado de un conjunto de adaptaciones evolutivas que se iniciaron hace miles de años, y que tanto nuestro amor a la belleza -el "instinto artístico"- como nuestros gustos y preferencias serían innatos y universales, y no resultado de construcciones sociales o culturales. Dutton llega a afirmar que si a miembros de diferentes culturas les atraen por igual las representaciones de paisajes abiertos con imágenes de agua y de árboles en la lejanía es porque, de alguna manera, les "evocan" la sabana de la que, como especie, procedemos. Y propone un itinerario darwinista para ilustrar cómo llegamos a convertirnos en "una especie obsesionada por la creación de experiencias artísticas", insistiendo (a través de diversos ejemplos) en que la comprensión de los procesos adaptativos que dieron lugar al instinto artístico puede contribuir a "realzar nuestro disfrute estético". Su libro supone un paso más en el muy contemporáneo maridaje de la filosofía del arte y el neodarwinismo. Y, desde luego, un intencionado torpedo dirigido a la línea de flotación de las interpretaciones suministradas desde la antropología y los estudios culturales.

'Freakonomics'

Cuando, finalmente, me enganché (creía que después de The Sopranos nunca volvería a ocurrirme) a la serie televisiva The Wire -quizás la ficcionalización más despiadada que conozco de las tensiones que subyacen a la vida social de las grandes ciudades norteamericanas- ya sabía (me lo había enseñado Baltasar Gracián en su siempre necesario Oráculo manual) que sólo "en lo más poblado están las fieras verdaderas". Vista desde nuestro tiempo de precariedad medioambiental, la jungla -el ámbito en que antaño los animales depredadores imponían su ley- pierde espacio en la naturaleza y gana fuerza metafórica en la ciudad, que es donde habita la fiera más feroz. En uno de los mejores capítulos de Freakonomics (ediciones B, 2006), el best seller cuatro veces millonario de Steven Levitt y Stephen Dubner, se nos explicaba por qué la mayoría de los pequeños traficantes de droga vivían en casa de su madre. La razón es muy sencilla: para que sus jefes se ganen muy bien la vida, los camellos deben vivir con salarios miserables. Lo aceptan porque su aspiración no es simplemente prosperar, vivir mejor, sino convertirse un día en jefes de la banda. Ser el Califa en vez del Califa, como quería el envidioso visir Iznogud de la célebre historieta de Goscinny y Tabary. En la sociedad de los narcotraficantes -todo eso se aprecia muy bien en The Wire- también rige un star system muy semejante al de los políticos corruptos: al final todos quieren ser el jefe o, al menos, vivir como suponen que debería vivir el (corrupto) jefe al que le hacen los trabajos más pringados. Para alguien que no está particularmente interesado en la economía (como yo, si me permiten la autobiografía), el mayor atractivo de Freakonomics y de su segunda parte, Superfreakonomics (que acaba de publicar Debate) es que tratan los más variados aspectos de la vida social (y también de su lado oscuro) desde un casi exclusivo enfoque económico, pero forzando la paradoja y buscando la sorpresa del lector. No pretenden explicar la mecánica de la inflación o el curso de la recuperación económica, pero sí, por ejemplo, por qué ha caído en picado la cotización de las felaciones realizadas por prostitutas, o las razones por las que a los terroristas suicidas les convendría hacerse un seguro de vida. Y esas razones participan de la lógica de la economía, lo que arroja una luz distinta sobre asuntos que no suelen estar en su punto de mira. Levitt y Dubner utilizan el ojo económico para observar el mundo. Y lo hacen sin perder la distancia, pero tratando el resultado con ironía y cierta guasa. Tengo que reconocer que comencé a leer Superfreakonomics en diagonal y terminó enganchándome. No al modo de The Wire, claro. Pero con la que está cayendo, que un libro de economía te haga sonreír de vez en cuando (según la vieja fórmula de enseñar deleitando) es casi un don del cielo.

Proscrito

Una de las cosas que más me sorprenden de la (en general) discreta vida literaria británica es la enorme cantidad y vitalidad de sociedades formadas por admiradores de escritores. A veces he llegado a pensar que cada escritor reseñado en alguno de los numerosos Companions o guías de literatura inglesa tiene su club de seguidores, con su domicilio social, sus reuniones, sus liturgias y sus fobias y filias de grupo. Para una cultura literaria tan displicente como la nuestra, en la que se considera de mal tono que un autor manifieste entusiasmo por la obra de un colega (especialmente si está vivo) resulta sorprendente comprobar que entre los miembros de esas asociaciones de fans abundan los escritores en ejercicio. Una de las que más simpáticas me resultan es la consagrada a uno de mis personajes literarios favoritos, una criatura memorable que ha terminado resultando mucho más real que su creadora. Me refiero a Guillermo Brown, el célebre "proscrito" imaginado por Richmal Crompton en 1917 y cuyos relatos (reunidos en libros) se publicaron a lo largo de medio siglo. Para dos o tres generaciones de adolescentes españoles Guillermo fue algo más que una válvula de escape: un ídolo, un modelo en el que inspirarse. Por eso me gustaría encontrarme hoy (24 de abril) en el meeting anual de la Just William Society (www.justwilliamsociety.co.uk), que se está celebrando en un hotel de Stretton under Fasse, en las proximidades de Rugby. Por 27 libras me habría podido inscribir y participar en el almuerzo colectivo y en las conferencias (una de ellas, Guillermo y lo paranormal, promete). Y, quién sabe, quizás, entre los asistentes, pudiera reconocer el ceceo de pija de Violeta Elizabeth (quizás ya muy ajada y en las últimas), la odiosa niña rica por la que mi héroe manifestaba cierta disculpable debilidad.

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