_
_
_
_
_

El monólogo del amor

Situaciones sin salida, catástrofes y lírica. Estructurada en tres partes, la nueva novela de Houellebecq, 'La posibilidad de una isla' (Alfaguara), de la que adelantamos dos capítulos, es una crónica de la desolación, otra vuelta de tuerca de uno de los escritores franceses más provocadores.

Daniel 1,2

Cuando uno ve el éxito de los domingos sin coches, el paseo por los muelles, se imagina muy bien la continuación…

Gérard, conductor de taxi

Ahora me resulta casi imposible recordar por qué me casé con mi primera mujer; si nos cruzáramos por la calle, creo que ni siquiera la reconocería. Olvidamos ciertas cosas, las olvidamos de verdad; nos equivocamos de medio a medio suponiendo que todo se conserva en el santuario de la memoria; algunos acontecimientos, incluso diría que la mayoría, se borran por completo, no queda la menor huella, y es exactamente como si nunca hubieran ocurrido. Volviendo a mi mujer, bueno, a mi primera mujer, probablemente vivimos juntos dos o tres años; cuando se quedó embarazada, me largué casi enseguida. Como en aquella época yo no tenía ningún éxito, consiguió una pensión alimenticia lamentable.

Más información
El guardián del misterio

El día del suicidio de mi hijo me hice unos huevos con tomate. Más vale perro vivo que león muerto, como dice sabiamente el Eclesiastés. Nunca quise a ese niño: era tan idiota como su madre y tan malo como su padre. Su desaparición estaba lejos de ser una catástrofe; podemos apañárnoslas sin seres humanos como él.

Habían pasado diez años desde mi primer espectáculo, diez años puntuados por aventuras episódicas y poco satisfactorias antes de conocer a Isabelle. Ella había cumplido treinta y siete años; yo, treinta y nueve, y en esa época ya tenía mucho éxito. Cuando gané mi primer millón de euros (quiero decir cuando lo gané de verdad, impuestos descontados, y lo metí en un fondo seguro), tomé conciencia de que no era un personaje de Balzac. Un personaje de Balzac que acabara de ganar su primer millón de euros pensaría, en la mayor parte de los casos, en conseguir el segundo; mientras que otros cuantos, poco numerosos, empezarían a soñar con el momento en que contarían los millones por docenas. Por mi parte, lo primero que me pregunté fue si podría dejar mi carrera, y concluí que no.

Durante las primeras fases de mi ascenso hacia la fama y la fortuna había saboreado de vez en cuando los placeres del consumo, en los que nuestra época se muestra tan superior a todas las precedentes. Podríamos discutir hasta el día del Juicio si los hombres eran o no más felices en los siglos pasados; podríamos comentar la desaparición de los cultos, la dificultad del sentimiento amoroso; debatir sus inconvenientes y sus ventajas; recordar la aparición de la democracia, la pérdida del sentido sagrado, el desmoronamiento del vínculo social; yo no me había privado de hablar de todo eso en muchos números, aunque en tono humorístico. Incluso podríamos poner en tela de juicio el progreso científico y tecnológico, por ejemplo, tener la impresión de que la mejora de las técnicas médicas se paga con un aumento del control social y una disminución global de la alegría de vivir. Pero el hecho es que, en el terreno del consumo, la preeminencia del siglo XX sigue siendo indiscutible: no hay nada, en ninguna otra civilización, en ninguna otra época, que pueda compararse a la perfección móvil de un centro comercial contemporáneo funcionando a pleno rendimiento. Yo había consumido alegremente, sobre todo zapatos; después, poco a poco, me cansé, y comprendí que mi vida, sin ese apoyo cotidiano de placeres elementales y renovados a la vez, ya no iba a ser simple.

En la época en la que conocí a Isabelle debía de andar por los seis millones de euros. Un personaje de Balzac, en esa fase, compra un piso suntuoso, lo llena de objetos de arte y se arruina por una bailarina. Yo vivía en un apartamento de dos habitaciones de lo más corriente, en el distrito 14, y nunca me había acostado con una top model; ni siquiera había tenido nunca ganas de hacerlo. Creo que justo una vez me tiré a una modelo de medio pelo; no guardaba un recuerdo imborrable del acontecimiento. La chica estaba bien, pechos más bien grandes, pero bueno, no más que muchas otras; mirándolo bien, yo estaba menos sobrevalorado que ella.

La entrevista tuvo lugar en mi camerino, después de un espectáculo que debería calificar de triunfal. Isabelle era entonces redactora jefa de Lolita, después de haber trabajado mucho tiempo para 20 Ans. Al principio no estaba muy entusiasmado con la idea de la entrevista. Hojeando la revista, sin embargo, me había sorprendido el nivel de pendoneo al que habían llegado las publicaciones para jovencitas: las camisetas talla diez años, los shorts blancos ceñidos, los tangas que asoman por todas partes, el uso razonado del chupa-chups; no faltaba un detalle. "Sí, pero tienen un posicionamiento raro…", había insistido la encargada de prensa. "Y además, el hecho de que venga la redactora jefa en persona me parece una señal…".

Dicen que hay gente que no cree en el flechazo; aunque no le demos a la expresión su sentido literal, es evidente que la atracción mutua es muy rápida en todos los casos; desde los primeros minutos de mi encuentro con Isabelle supe que íbamos a vivir una historia juntos, y que sería una historia larga; y supe que ella también era consciente del hecho. Tras algunas preguntas de calentamiento sobre el miedo escénico, mis métodos de preparación, etcétera, ella se quedó callada. Yo volví a hojear la revista.

-No son lolitas de verdad… -dije al final-. Tienen dieciséis o diecisiete años.

-Sí -concedió ella-. Nabokov se equivocó en cinco años. Lo que le gusta a la mayoría de los hombres no es el momento que precede a la pubertad, sino el que viene inmediatamente después. De todas formas, no era muy buen escritor…

Yo tampoco había soportado nunca a ese seudopoeta mediocre y amanerado, ese torpe imitador de Joyce que ni siquiera había tenido la suerte de poseer el ímpetu que a veces, en los libros del loco irlandés, permite hacer caso omiso de la acumulación de pesadeces. Un hojaldre mal hecho, eso me había recordado siempre el estilo de Nabokov.

-Pero el caso es que si un libro tan mal escrito -prosiguió ella-, con la desventaja añadida de un burdo error en la edad de la heroína, consigue, a pesar de todo, ser un libro buenísimo, convertirse en un mito perdurable e incluso introducirse en el lenguaje corriente, es que el autor ha dado con algo esencial.

Si íbamos a estar de acuerdo en todo, la entrevista amenazaba con resultar bastante insulsa.

-Podríamos seguir mientras cenamos… -propuso ella-. Conozco un tibetano en la Rue des Abbesses.

Naturalmente, como en todas las historias serias, nos acostamos la primera noche. Mientras se desvestía, la noté incómoda un momento, y luego orgullosa: tenía un cuerpo increíblemente firme y flexible. No me enteré hasta mucho después de que tenía treinta y siete años; aquella noche le eché, como mucho, treinta.

-¿Cómo haces para mantenerte así? -le pregunté.

-Danza clásica.

-¿Nada de stretching, aeróbic y cosas así?

-No, todo eso son gilipolleces. Puedes creerme, hace diez años que curro en revistas femeninas. Lo único que funciona de verdad es la danza clásica. Aunque es duro, hay que tener auténtica disciplina; pero a mí me va bien, soy un poco psicorrígida.

-¿Psicorrígida tú?

-Sí, sí… Ya verás.

En retrospectiva, lo que me impresiona cuando vuelvo a pensar en Isabelle es la increíble franqueza de nuestra relación desde el primer momento, incluso en temas sobre los que normalmente las mujeres prefieren conservar cierto misterio, con la errónea idea de que el misterio añade un toque de erotismo a la relación, cuando la verdad es que a la mayoría de los hombres les excita violentamente un acercamiento sexual directo. "No es muy difícil hacer que un hombre se corra…", me había dicho ella durante nuestra primera cena en el restaurante tibetano, "en cualquier caso, yo siempre lo he conseguido". No mentía. Tampoco mentía al afirmar que el secreto no tiene nada de especialmente extraordinario o extraño. "Basta con recordar", continuó ella, suspirando, "que los hombres tienen cojones. Las mujeres saben que los hombres tienen polla, lo saben demasiado bien; desde que los hombres han quedado reducidos a la condición de objeto sexual, ellas están literalmente obsesionadas con sus pollas; pero, nueve veces de cada diez, cuando hacen el amor olvidan que los cojones son una zona sensible. Ya sea para una masturbación, una penetración o una mamada, hay que llevar la mano de vez en cuando a los cojones del hombre, bien rozando, acariciando, bien presionando con más fuerza; te das cuenta según los cojones están más o menos duros. Y eso es todo".

Debían de ser las cinco de la mañana, yo acababa de correrme dentro de ella y la cosa funcionaba, funcionaba realmente bien, todo era dulce y reconfortante, y yo intuía que estaba entrando en una etapa feliz de mi vida cuando observé, sin razón concreta, la decoración de la estancia; recuerdo que en ese instante la luz de la luna iluminaba un grabado de rinocerontes, un grabado antiguo, de esos que se ven en las enciclopedias de animales del siglo XIX.

-¿Te gusta mi casa?

-Sí, tienes buen gusto.

-¿Te sorprende que tenga buen gusto, trabajando para una revista de mierda?

Estaba claro que iba a resultar muy difícil ocultarle mis pensamientos. Curiosamente, esta constatación me produjo cierta alegría; supongo que es una de las señales del amor auténtico.

-Me pagan bien… ¿sabes? Muchas veces no hay que buscar más allá.

-¿Cuánto?

-Cincuenta mil euros al mes.

-Sí, es mucho; pero en este momento yo gano más.

-Normal. Tú eres un gladiador, estás en mitad del circo. Es normal que te paguen bien: te juegas el pellejo, puedes caer en cualquier momento.

-Ah…

En eso no estaba completamente de acuerdo; sentí otra oleada de alegría. Es bueno estar perfectamente de acuerdo, entenderse bien en cualquier tema; en un primer momento es incluso indispensable; pero también es bueno tener divergencias mínimas, aunque sólo sea para acabar con ellas en una discusión fácil.

-Supongo que te habrás acostado con bastantes chicas que han ido a tus espectáculos… -continuó ella.

-Algunas, sí.

En realidad, no tantas: quizá habían sido cincuenta, cien como máximo; pero me abstuve de precisar que la noche que acabábamos de pasar era, con muchísima diferencia, la mejor; sentía que ella lo sabía. No por fanfarronada o por una exagerada vanidad: sólo por intuición, por sentido de las relaciones humanas; también por una apreciación exacta de su propio valor erótico.

-Si a las chicas les atraen sexualmente los tíos que se suben a un escenario -siguió ella- no es sólo porque vayan buscando la fama; sobre todo es porque sienten que un individuo que se sube a un escenario arriesga el pellejo, porque el público es una fiera peligrosa y en cualquier momento puede acabar con su criatura, echarla, obligarla a huir corrida y avergonzada entre las burlas del respetable. La recompensa que esas chicas pueden ofrecerle al tipo que se sube al escenario es su cuerpo; exactamente lo mismo que con un gladiador o un torero. Sería estúpido pensar que estos mecanismos primitivos han desaparecido; yo los conozco, los utilizo, me gano la vida con ellos. Conozco a la perfección el poder de atracción erótica del jugador de rugby, de la estrella de rock, del actor de teatro y del piloto de carreras: todo sigue esquemas muy antiguos, con pequeñas variaciones según la moda o la época. Una buena revista para chicas es la que sabe adelantarse, ligeramente, a las variaciones.

Yo me quedé pensando un minuto entero; tenía que hacerle comprender mi punto de vista. Era importante, o tal vez no; digamos que me apetecía.

-Tienes toda la razón… -dije-. Salvo que, en mi caso, no arriesgo nada.

-¿Por qué? -ella se incorporó en la cama y me miró con sorpresa.

-Porque, aunque al público le diera el antojo de darme la patada, no podría; no tiene a nadie a quien poner en mi lugar. Soy literalmente insustituible.

Ella frunció el ceño, me miró; ya había amanecido, veía moverse sus pezones al compás de su respiración. Me daban ganas de meterme uno en la boca, de mamar y no pensar en nada más; aun así me dije que más valía dejar que lo meditara un poco. No le llevó más de treinta segundos; era una chica inteligente de verdad.

-Sí -dijo-. Hay en ti una franqueza que no es nada normal. No sé si es por un acontecimiento particular de tu vida, o si es consecuencia de tu educación, o qué; pero no hay casi ninguna posibilidad de que el fenómeno se reproduzca en la misma generación. Es cierto, la gente te necesita más que tú a ella; por lo menos, la gente de mi edad. Dentro de unos años cambiarán las cosas. Ya conoces la revista en la que trabajo: lo que intentamos crear es una humanidad artificial, frívola, que nunca más será sensible ni a la seriedad ni al humor, que vivirá hasta su muerte buscando cada vez con más desesperación la marcha y el sexo; una generación de kids definitivos. Lo vamos a conseguir, claro, y en ese mundo ya no habrá sitio para ti. Pero supongo que no es demasiado grave, habrás tenido tiempo de ahorrar.

-Seis millones de euros -yo había contestado maquinalmente, sin pensarlo siquiera; había otro asunto que llevaba varios minutos escociéndome-. Tu revista… De hecho, es verdad que no me parezco en nada a tu público. Soy cínico, amargo, sólo le puedo interesar a la gente con cierta propensión a la duda, gente que empieza a encontrarse en un ambiente de final de partida; no es posible que la entrevista encaje en tu línea editorial.

-Pues no… -dijo ella con calma, con una calma que, en retrospectiva, me pareció sorprendente; Isabelle era tan clara, tan abierta, tan poco dotada para la mentira-. No habrá entrevista; era sólo un pretexto para conocerte.

Me miraba directamente a los ojos, y yo estaba en tal estado que esas meras palabras consiguieron ponérmela dura. Creo que a ella le emocionó esa erección profundamente sentimental, humana; se tumbó a mi lado, apoyó la cabeza en mi hombro y empezó a hacerme una paja. Se tomó su tiempo, apretándome los cojones en la palma de la mano, variando la amplitud y el vigor de los movimientos de sus dedos. Yo me relajé, abandonándome por completo a la caricia. Algo parecido a un estado de inocencia empezaba a nacer entre nosotros, y estaba claro que yo había sobreestimado la amplitud de mi cinismo. Ella vivía en el distrito 16, en los altos de Passy; a lo lejos, un metro aéreo cruzaba el Sena. El día se asentaba, empezaba a oírse el rumor de la circulación; el esperma saltó sobre sus pechos. Recogí un poco con el índice, se lo tendí para que lo chupara y luego la abracé.

-Isabelle… -le dije al oído-, me gustaría que me contaras cómo entraste en esa revista.

-En realidad, hace poco más de un año, Lolita sólo va por el número 14. Me quedé mucho tiempo en 20 Ans, pasé por casi todos los puestos; Évelyne, la redactora jefa, se apoyaba totalmente en mí. Al final, antes de que compraran la revista, me nombró redactora jefa adjunta; era lo mínimo, llevaba dos años haciendo todo el trabajo por ella. Cosa que no le impedía aborrecerme: recuerdo la mirada de odio que me echó al transmitirme la invitación de Lajoinie. ¿Sabes quién es Lajoinie, te dice algo el nombre?

-Un poco…

-Sí, el gran público no le conoce tanto… Era accionista de 20 Ans, accionista minoritario, pero fue él quien impulsó la reventa; el comprador fue un grupo italiano. A Évelyne, obviamente, la despidieron; los italianos estaban dispuestos a quedarse conmigo, pero si Lajoinie me invitaba a un brunch en su casa un domingo por la mañana es que tenía otra cosa para mí; Évelyne se lo olía, claro, y eso es lo que la volvía loca de rabia. Él vivía en el Marais, al lado de la Place des Vosges. Aun así, al llegar me quedé de piedra: estaban Karl Lagerfeld, Naomi Campbell, Tom Cruise, Jade Jagger, Björk… En fin, no era exactamente el tipo de gente que estaba acostumbrada a frecuentar.

-¿No fue él quien creó esa revista para maricas que va divinamente?

-No del todo, al principio GQ no iba dirigida a los maricas; al contrario, era más bien macho a tope: tías buenas, coches, un poco de actualidad militar; es cierto que al cabo de seis meses se dieron cuenta de que había muchísimos gays entre los compradores, pero fue una sorpresa, no creo que consiguieran definir el fenómeno con exactitud. De todas formas, Lajoinie vendió poco después, y eso es lo que impresionó profundamente en la profesión: vendió GQ en su mejor momento, cuando la gente pensaba que todavía iría a más, y lanzó 21. Y luego GQ decayó, creo que perdieron un 40% en difusión nacional, y 21 se convirtió en el primer mensual masculino; acaban de sobrepasar a Le Chasseur Français. Su receta es de lo más sencilla: estrictamente metrosexual. Ponerse en forma, consejos de belleza, tendencias. Ni una mota de cultura, ni un gramo de actualidad; ni rastro de humor. En resumen, que me preguntaba sinceramente qué me iba a proponer. Me recibió con mucha amabilidad, me presentó a todo el mundo, me sentó a la mesa frente a él. "Aprecio mucho a Évelyne…", empezó. Yo intenté no dar un respingo: nadie puede tenerle aprecio a Évelyne. Esa vieja alcohólica puede inspirar desprecio, compasión, asco, en fin, diversas cosas, pero en ningún caso aprecio. Más tarde me daría cuenta de que era su método de gestión de personal: no hablar mal de nadie, en ninguna circunstancia, jamás; al contrario, cubrir siempre a los demás de elogios, por inmerecidos que sean; pero claro, sin que eso le impida echarlos llegado el momento. Aun así, yo estaba un poco incómoda, e intenté llevar la conversación al tema de 21.

"De-be-mos…", hablaba de una forma rara, separando las sílabas, un poco como si se expresara en un idioma extranjero. "Tengo la im-pre-sión de que mis colegas están demasiado pre-o-cu-pa-dos por la prensa nor-te-a-me-ri-ca-na. Se-gui-mos siendo eu-ro-pe-os… Para nosotros, la referencia es lo que pasa en In-gla-te-rra…".

Bueno, estaba claro que 21 estaba copiada de una referencia inglesa, pero GQ también; eso no explicaba cómo había intuido que había que pasar de una revista a otra. ¿Había estudios de mercado en Inglaterra, se veía venir un vuelco del público?

"No, que yo se-pa… Es usted muy guapa…", continuó, sin ilación aparente. "Podría ser más me-diá-ti-ca…".

Yo estaba sentada justo al lado de Karl Lagerfeld, que comía sin parar: se servía salmón a toneladas, empapaba las lonchas en la salsa de nata y eneldo, se las zampaba una tras otra. De vez en cuando, Tom Cruise le echaba miradas asqueadas. Björk, por el contrario, parecía absolutamente fascinada; hay que reconocer que siempre había intentado ir de poesía de las sagas, energía islandesa, etcétera, cuando en realidad es convencional y amanerada a más no poder; encontrarse en presencia de un auténtico salvaje tenía que interesarla. De pronto me di cuenta de que habría bastado quitarle al diseñador la camisa con chorreras, la chalina, el esmoquin con forro de satén, y ponerle unas pieles de animales: habría estado perfecto en el papel de teutón primitivo. En ese momento cogió una patata cocida, la coronó generosamente de caviar y me dijo: "Hay que ser mediático, aunque sea un poquito. Yo, por ejemplo, soy muy mediático. Soy una enorme patata mediática…". Creo que acababa de dejar su segunda dieta; en cualquier caso, ya había escrito un libro sobre la primera.

Alguien puso música, la gente se movió, creo que Naomi Campbell empezó a bailar. Yo seguía mirando a Lajoinie, en espera de su propuesta. Como último recurso entablé conversación con Jade Jagger, creo que hablamos de Formentera o algo por el estilo, un tema fácil, pero ella me causó buena impresión, era una chica inteligente y sin remilgos; Lajoinie tenía los ojos entrecerrados, parecía adormilado, pero ahora creo que observaba cómo me comportaba yo con los demás; eso también formaba parte de sus métodos de gestión de personal. En un momento dado masculló algo, pero no lo oí, la música estaba demasiado alta; luego lanzó una breve ojeada de irritación a su izquierda: en un rincón de la sala, Karl Lagerfeld se había puesto a andar sobre las manos; Björk le miraba riéndose a mandíbula batiente. Luego el diseñador vino y se sentó a mi lado, me dio una fuerte palmada en la espalda y aulló: "¿Qué tal? ¿Todo bien?", antes de engullir tres anguilas sin transición. "¡Eres la mujer más guapa de la fiesta! ¡Las dejas a todas por los suelos…!", y luego atrapó la bandeja de los quesos; creo que se había encariñado conmigo de verdad. Lajoinie le miraba devorar el Livarot, incrédulo. "Sí que eres una enorme patata, Karl…", dijo en un susurro; después se volvió hacia mí y soltó: "Cincuenta mil euros". Y eso fue todo; ese día no dijo nada más.

Al día siguiente fui a su despacho y me explicó el asunto un poco mejor. La revista iba a llamarse Lolita. "Una cuestión de desfase…", dijo. Yo entendía más o menos lo que quería decir: las compradoras de 20 Ans, por ejemplo, eran sobre todo chicas de quince o dieciséis años que querían parecer liberadas en todos los terrenos, especialmente el sexual; con Lolita, Lajoinie quería que funcionara el desfase inverso. "Nuestro público empieza a los diez años…", dijo. "Salvo que no hay límite superior". Su apuesta era que las madres tendían cada vez más a copiar a sus hijas. Claro, es un poco ridículo que una mujer de treinta años compre una revista que se llama Lolita; pero no más que el hecho de comprarse un top ceñido o unos minishorts. Su apuesta era que el sentido del ridículo, que había sido tan fuerte entre las mujeres, y especialmente las francesas, iba a desaparecer poco a poco en provecho de la pura fascinación por una juventud sin límites.

Lo menos que se puede decir es que ha ganado la apuesta. La edad media de nuestras lectoras es de veintiocho años, y aumenta un poco todos los meses. Para los responsables de publicidad, nos estamos convirtiendo en la revista femenina de referencia; te lo cuento como me lo han dicho, pero me cuesta un poco creerlo. Llevo el volante, intento llevarlo, o más bien hago como si lo llevara, pero en el fondo ya no entiendo nada. Es verdad que soy una buena profesional, ya te he dicho que soy un poco psicorrígida, de ahí viene: en la revista nunca hay erratas, las fotos están bien maquetadas, siempre salimos en fecha; pero el contenido… Es normal que a la gente le dé miedo envejecer, sobre todo a las mujeres, siempre ha sido así, pero esto… supera todo lo imaginable; creo que todas se han vuelto completamente locas.

Daniel 1,4

Ya que somos hombres, convendría no reírse de las desgracias de la humanidad, sino lamentarlas.

Demócrito de Abdera

Isabelle flaqueaba. Estaba claro que, para una mujer ya herida en sus carnes, no era fácil trabajar para una revista como Lolita, a la que todos los meses llegaban pendonas cada vez más jóvenes, más sexys, más arrogantes. Recuerdo que fui yo el primero en abordar el tema. Caminábamos por la cima de los acantilados de Carboneras, que se precipitaban, negros, en las aguas de un azul radiante. Ella no buscó escapatorias ni evasivas: sí, sí, en su trabajo había que mantener cierta atmósfera de conflicto, de competencia narcisista, cosa de la que se sentía cada día más incapaz. Vivir degrada, escribía Henri de Régnier; vivir, sobre todo, desgasta; sin duda, en algunos queda un núcleo no degradado, un núcleo de ser; pero ¿qué pesa ese residuo frente al desgaste general del cuerpo?

-Voy a tener que negociar la indemnización por despido… -dijo-. No sé cómo me las voy a arreglar. La revista va cada vez mejor, además; no veo qué pretexto puedo poner para irme.

-Le pides una cita a Lajoinie y se lo explicas. Simplemente se lo dices, como me lo has dicho a mí. Ya es viejo, creo que lo podrá entender. Sé que es un hombre con dinero y con poder, y ésas son pasiones que tardan en extinguirse; pero por todo lo que me has contado, creo que puede ser sensible al desgaste.

Hizo lo que le propuse, y aceptaron sus condiciones sin rechistar; hay que reconocer que la revista se lo debía casi todo. Por mi parte, yo todavía no podía retirarme; no del todo. Mi último espectáculo, con el extravagante título ¡Adelante, Milou! ¡En marcha hacia Adén!, tenía por subtítulo 100% desde el odio; el lema, un grafismo a lo Eminem, cruzaba el cartel, y no era para nada una hipérbole. Desde el principio abordaba el tema del conflicto de Oriente Próximo -que ya me había valido algunos jugosos éxitos mediáticos- de forma, como escribía el periodista de Le Monde, "especialmente corrosiva". El primer número, titulado El combate de los seres minúsculos, incluía árabes -rebautizados "parásitos de Alá"-, judíos -calificados de "piojos circuncisos"- e incluso cristianos libaneses, con el gracioso sobrenombre de "ladillas del coño de María". En resumen, como decía el crítico de Le Point, yo "descalificaba en bloque" a las religiones del Libro, por lo menos en ese número; la continuación del espectáculo incluía un sainete desternillante llamado Los palestinos son ridículos, en el que desarrollaba una gran variedad de alusiones burlescas y salaces sobre los cartuchos de dinamita que los militantes de Hamás se ataban en torno a la cintura para hacer gachas judías. Después ampliaba el tema hasta convertirlo en un ataque en toda regla contra cualquier forma de rebelión, lucha nacionalista o revolucionaria; en realidad, contra la mismísima acción política. Por supuesto, a lo largo del espectáculo desarrollaba una vena anarquista de derechas, del tipo "un combatiente fuera de combate es un gilipollas menos que ya no tendrá ocasión de pelear", que, de Céline a Audiard, había proporcionado los mejores momentos de la comedia francesa; pero aún iba más lejos, actualizando la enseñanza de san Pablo según la cual toda autoridad proviene de Dios, y me elevaba a veces hasta una sombría meditación que en cierto modo recordaba la apologética cristiana. Desde luego, lo hacía eliminando cualquier noción teológica para desarrollar una argumentación estructural y, en esencia, casi matemática, que se apoyaba sobre todo en el concepto de "buen orden". En fin, que este espectáculo era un clásico, y como tal fue recibido desde el primer momento: fue también, sin la menor duda, mi mayor éxito crítico. Según la opinión general, mi talento cómico nunca había volado tan alto; o nunca había caído tan bajo, según otra variante, pero que venía a decir más o menos lo mismo; solían compararme con Chamfort, incluso con La Roche Foucauld.

En cuanto al éxito de público, el arranque fue un poco más lento, hasta que Bernard Kouchner se declaró "personalmente asqueado" por el espectáculo, lo que me permitió terminar la temporada con el cartel de "no hay entradas". Siguiendo el consejo de Isabelle, me permití una breve réplica en Libération, que titulé Gracias, Bernard. En fin, las cosas iban bien, las cosas iban realmente bien, lo cual me ponía de un humor tanto más curioso cuanto que en realidad estaba hasta las narices y me faltaba un pelo para dejarlo; si las cosas hubieran ido mal, creo que habría salido pitando sin más preámbulos. Está claro que mi atracción por el medio cinematográfico -es decir, por un medio muerto, opuesto a lo que en aquella época llamaban pomposamente espectáculo en vivo y en directo- había sido la primera señal de desinterés y hasta de asco por el público, y sin duda por la humanidad en general. En aquella época ensayaba mis números con una pequeña cámara de vídeo, fijada sobre un trípode y conectada a un monitor que me permitía controlar en tiempo real las entonaciones, los gestos, la mímica. Siempre había tenido una regla sencilla: si en un momento dado me echaba a reír, es que ese momento tenía buenas posibilidades de hacer reír también al público. Poco a poco, repasando las cintas, me di cuenta de que me invadía un malestar cada vez más intenso, que a veces llegaba hasta la náusea. Dos semanas antes del estreno vi claramente la razón del malestar: lo que cada vez me resultaba más insoportable no era siquiera mi cara, ni el carácter repetitivo y convencional de cierta mímica clásica que a veces no tenía más remedio que emplear: lo que ya no conseguía soportar era la risa, la risa en sí, esa súbita y violenta distorsión de los rasgos que deforma el rostro humano, que lo despoja en un instante de toda dignidad. Si el hombre ríe, si es el único, en el reino animal, que muestra esa atroz deformación facial, es también porque, superando el egoísmo de la naturaleza animal, es el único que ha alcanzado la fase infernal y suprema de la crueldad.

Las tres semanas de representación fueron un calvario permanente: por primera vez sentí de verdad esa famosa, esa terrible tristeza de los cómicos; por primera vez comprendía realmente a la humanidad. Había desmontado los mecanismos de la máquina y podía hacerlos funcionar a voluntad. Cada noche, antes de salir al escenario, me tomaba medio blíster de Xanax. Cada vez que el público se reía (y podía preverlo de antemano, sabía dosificar mis efectos, era un probado profesional), me veía obligado a apartar la mirada para no ver aquellas fauces, aquellos centenares de fauces estremecidas, agitadas por el odio.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_