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Reportaje:NUEVA YORK

Esto sí que es una musa

1. En la vida de las ciudades hay siempre un momento en el que irrumpe con fuerza la figura de un gran escritor que logra encerrar entre las páginas de un libro la idiosincrasia del lugar y de sus gentes. Es el caso de James Joyce con Dublín, Alfred Döblin con Berlín, José Saramago con Lisboa, Orhan Pamuk con Estambul, Naguib Mahfouz con El Cairo, Salman Rushdie con Bombay. Otro tanto han hecho en el pasado León Tolstói y Fiodor Dostoievski con San Petersburgo y Moscú, Charles Dickens con Londres o Marcel Proust con París. Los grandes frisos narrativos de estos autores han dejado grabada de manera indeleble en la memoria colectiva el espíritu de las ciudades acerca de las que escribieron. Aunque cabe echar en falta algún nombre (¿Tokio, Sidney, Roma, Shanghái?), los aquí enunciados son lo bastante representativos como para poder afirmar que constituyen una suerte de mapa simbólico del mundo... con una excepción. Simbólico o no, ningún mapa del presente se puede considerar completo si no figura en él Nueva York. Metrópolis por antonomasia de nuestro tiempo, como lo fueron en otras épocas Roma o París, Nueva York es en cierto modo suma y resumen de las demás ciudades. ¿A qué obedece, entonces, su exclusión por mi parte? No es que no haya tenido su cronista. Su problema, si acaso, es el contrario: ha tenido demasiados. Sobre ninguna otra ciudad se han escrito tantos libros como sobre Nueva York, y sin embargo, ninguno ha conseguido por sí solo atrapar con suficiente precisión la esencia del lugar. Como símbolo, Nueva York plantea un reto extraordinariamente complejo. La ciudad encierra en sí un misterio que no resulta fácil desvelar. Tal enigma ha ejercido desde siempre una irresistible fascinación sobre miríadas de escritores. Según datos de la industria editorial, es raro que pase un día sin que vea la luz un nuevo título que tiene por objeto la ciudad.

Sobre ninguna otra ciudad se han escrito tantos libros, pero ninguno ha conseguido por sí solo atrapar con precisión su esencia
Entre los millares de perfiles escritos, destacan dos: 'Esto es Nueva York', de E. B. White, y 'Una casa en Brooklyn Heights', de Capote
Los autores de algunas de las páginas más inolvidables no nacieron aquí, como es el caso de García Lorca y su 'Poeta en Nueva York'
La literatura norteamericana está en deuda con Nueva York por haber nacido en ella Herman Melville, autor de 'Moby Dick', y Walt Whitman

2. Se ha dicho muchas veces, y es verdad, que, más que un lugar, Nueva York es un estado de ánimo. La idea puede servir de punto de partida para intentar atrapar algún aspecto oculto de su personalidad. Conscientes del misterio en que está envuelta, los literatos neoyorquinos se vieron obligados a forjar una forma de escritura capaz de horadar el caparazón de la ciudad, extrayendo del fondo de la misma su más recóndita esencia. El género inventado se sitúa en algún lugar entre la literatura y el periodismo. Corría el año 1925 cuando se dio a conocer su primera cristalización. Fue entonces cuando salió a la luz The New Yorker, publicación para la que no hay equivalente en ningún otro lugar del mundo y sin la cual no es posible entender el espíritu de Nueva York y sus gentes. En las páginas de la recién nacida revista se gestó un género literario cuyo fin era ayudar a los neoyorquinos a entender y dar adecuada expresión a su entorno. Son muchas las singularidades que hacen irrepetible esta publicación: las viñetas, la inclusión de cuentos y poemas inéditos, una forma especial de entender casi cada aspecto, tanto del periodismo como de la literatura, y, por encima de todo, una forma de reportaje que ha pasado a ser conocido como perfil. El perfil es un retrato en profundidad de la forma de ser de un individuo o un lugar. La fórmula secreta que permite llegar a lo más hondo del asunto a tratar es un aspecto del estilo que hace de él un arma de una sutileza rayana en lo invisible. Los mejores escritores americanos, sin excepción, han velado sus armas escribiendo perfiles para The New Yorker, por cuyas páginas han desfilado y siguen haciéndolo hoy las mejores firmas de la literatura universal.

De entre los millares de perfiles escritos durante las décadas que han transcurrido desde la fundación de la revista hay dos, firmados por E. B. White y Truman Capote, que estuvieron a punto de alcanzar lo imposible: atrapar en unas decenas de páginas la esencia de lo que es Nueva York, o por lo menos, una mitad de la ciudad. El de White se titula simplemente Esto es Nueva York, y es cierto que logra fijar de manera indeleble lo que de permanente hay en algunos de los lugares más emblemáticos de Manhattan. A su vez, en Una casa en Brooklyn Heights, Capote aporta lo que le falta al medio Nueva York de White: el espacio que se abre al otro lado del Puente de Brooklyn. Compuestas con total independencia una de otra, las semblanzas neoyorquinas de estos dos autores trascienden las señas de identidad de la época en que fueron escritas, logrando entre las dos atrapar lo que hace a Nueva York acreedor del título que tuvo en su tiempo Roma: ser una ciudad eterna. El perfil de White es de 1948 y se publicó en forma de libro un año después. Muy distinta fue la suerte de Una casa en Brooklyn Heights, texto que permaneció sepultado entre los manuscritos que el autor de A sangre fría dejó inéditos tras su muerte y no llegaría a la imprenta hasta 2001. La unidad que constituyen estos dos reportajes es tal, que en las librerías neoyorquinas se suelen ofrecer conjuntamente al lector, cuidadosamente publicados por la misma editorial.

3. Cuenta Washington Irving en las páginas iniciales de su exquisita Historia de Nueva York, libro publicado en 1809, que, con anterioridad a la llegada de los primeros europeos, había en la punta meridional de la pequeña isla de Manhadoes un poblado indio cuyos habitantes se dedicaban al pacífico oficio de la pesca. Situada en la confluencia de dos ríos que desembocaban en una amplia bahía, en 1524 arribó a sus orillas el explorador italiano Giovanni da Verrazano, que andaba a la sazón buscando un paso que le permitiera proseguir viaje en dirección Noroeste. En 1609 llegó al mismo enclave el navegante inglés Henry Hudson, quien bautizó al río que bañaba la costa occidental de Manhadoes con su apellido. Un año después, los holandeses le compraron el poblado a los indios algonquinos por una cantidad irrisoria. La colonia se denominó Nueva Orange y Nuevo Ámsterdam antes de adquirir el nombre definitivo de Nueva York. Irving, de 26 años de edad, pone estas y otras historias en boca de Diedrich Knickerbocker, el idiosincrático narrador de la obra. El libro llegó a ser un best seller de proporciones extraordinarias y convirtió el apellido de Knickerbocker en sinónimo de neoyorquino. Al escribir la historia de los primeros tiempos de su ciudad natal, centrándose en el periodo neerlandés, Washington Irving se interesa exactamente por lo contrario que, andando el tiempo, procurarían captar Truman Capote y E. B. White, es decir, no lo que aspira a la condición de eterno, sino lo efímero. Son innumerables los libros que buscan dejar constancia de la grandeza perdida de la ciudad, y no solo arquitectónicamente. Irving publica su crónica del Nueva York perdido cuando la ciudad cumplió sus primeros dos siglos de existencia. Resulta conmovedor constatar que desde el primer momento Nueva York encerraba en su totalidad el germen de su futuro ser. Dice Knickerboker que en torno al año 1640, con una población que no llegaba al millar de habitantes, la inmensa mayoría de los cuales no habían nacido allí, se hablaban en la colonia 18 idiomas.

4. Acercarse a Nueva York a través de su literatura exige dejar en suspenso los prejuicios estéticos que podamos tener y adoptar una actitud abiertamente democrática. No en vano, el autor neoyorquino más emblemático es Walt Whitman, cuya proeza consistió en saber hacer llegar su formidable corpus poético a toda suerte de lectores. Es importante señalarlo: Cuando Nueva York recibe el homenaje de sus hijos se niega a distinguir entre alta y baja literatura. Si se quiere entender de manera cabal lo que sucede en sus calles y rincones, es imperativo aceptar por igual a los autores supuestamente cultos y a quienes viven de satisfacer el apetito de las masas. Los intelectuales podrán o no dar la espalda a los best sellers, es su problema, pero la ciudad en sí acepta con idéntica alegría libros como Sexo en Nueva York (1997) o El diablo viste de Prada (2003), así como novelas de la altura literaria de Great Jones Street (1973), de Don DeLillo. Entre unos y otros hay toda una zona intermedia que, según quién se pronuncie, puede o no ser literatura de verdad. En este grupo figuran títulos que, juicios de valor aparte, resultan imprescindibles si de lo que se trata es de hacerse con las claves de la ciudad. Entre ellos figuran Luces de Neón (1984), de Jay McInerney; Esclavos de Nueva York (1986), de Tama Janowitz; American Psycho (1991), de Bret Easton Ellis, y La hoguera de las vanidades (1987), de Tom Wolfe. Las cosas como son: por más dudas literarias que suscite, el best seller del populista Wolfe dice mucho más acerca de la ciudad que Cosmópolis (2003) o El hombre del salto (2007), dos novelas no del todo logradas de Don DeLillo.

El problema no es exactamente nuevo. Para algunos de sus contemporáneos, las historias de O. Henry (1862-1910) pecaban de sentimentalismo. Lo maravillosamente irónico de su caso es que un siglo después de la muerte de este autor, mientras que sus críticos han caído en el olvido, sus cuentos neoyorquinos siguen siendo tan deliciosos de leer hoy como lo fueron en su día. El gran O. Henry no estaba solo. Conforme a una ley comprobable, pero difícil de explicar, los mejores cronistas de la ciudad suelen tener un alma gemela en otro vértice del tiempo. Así como Capote lo fue de E. B. White, quien mejor complementa el retrato neoyorquino que nos ofrecen los cuentos de O. Henry es uno de los grandes colaboradores de The New Yorker. Se trata de Joseph Mitchell, el genial creador de Joe Gould, un vagabundo del Village que quiso registrar una historia oral del mundo que cupiera entre los límites de Nueva York. No lo consiguió, por supuesto, ni siquiera logró reducir a la ciudad en sí. Se le resistió, como a todos. Así las cosas, lo mejor es abandonarse a una lectura perfectamente desordenada, desde el punto de vista cronológico. Las disquisiciones de los detectives metafísicos de Paul Auster no están reñidas con las novelas de costumbres urbanas escritas por E. L. Doctorow, Isaac Bashevis Singer o Henry Roth, los tres grandes de la literatura judeo-neoyorquina. Una de las novelas más deliciosas que tienen como escenario Nueva York es Desayuno en Tiffany's (1958), de Truman Capote. Y nadie ha conseguido aún llegar a las alturas alcanzadas por J. D. Salinger en El guardián entre el centeno (1951) o Francis Scott Fitzgerald en las escenas neoyorquinas de El Gran Gatsby (1925).

5. Si el tiempo no importa, menos aún el lugar. Uno de los rasgos más llamativos de la historia literaria de Nueva York es que los autores de algunas de sus páginas más inolvidables no nacieron aquí. Uno de los poemarios más sobrecogedores jamás escritos sobre la ciudad es Poeta en Nueva York (1929-30), de Federico García Lorca. En su recorrido, Lorca recoge los símbolos esenciales del paisaje urbano: Broadway, Harlem, Wall Street y, por supuesto, el Puente de Brooklyn, sobre el que convergen con avidez las miradas de innumerables poetas, uno de ellos, alguien tan inesperado como Vladímir Maiakovski. En algún caso, vinieron a morir aquí, como ocurrió con el galés Dylan Thomas, una de las víctimas más legendarias del legendario Hotel Chelsea. Y hablando de escritores malditos, casi nadie tiene presente las páginas que dedicó el francés Ferdinand Céline a Manhattan en su estremecedor Viaje al fin de la noche (1932), como tampoco es apenas conocido el impacto que tuvo la ciudad en Máximo Gorki, cuya ideología se tambaleó ante la grandeza inclasificable de Nueva York. Una de las más logradas semblanzas de la ciudad la llevó a cabo el poeta y diplomático francés Paul Morand en Nueva York (1929). Tanto por la profundidad de su visión como por la extraordinaria calidad de su prosa, hasta hoy, nadie que se exprese en español ha superado las crónicas neoyorquinas que escribió en nuestro idioma el héroe de la independencia cubana, José Martí, durante los años que vivió en la Gran Manzana a finales del siglo XIX.

6. Nueva York no olvida a los suyos, por supuesto, y los exhibe con orgullo. En cuanto a los escritores oriundos de la ciudad, la literatura norteamericana está en deuda con Nueva York por haber nacido en ella Herman Melville y Walt Whitman, autores, respectivamente, de la mejor novela (Moby Dick, 1851) y el mejor libro de poemas (Hojas de hierba, 1855-1892) de toda la historia de la literatura norteamericana. El primer capítulo de Moby Dick transcurre en Manhattan, pero es otra la obra de Melville que captó la alienación y el misterio de su ciudad natal, Bartleville el escribiente (1853), retrato sobrecogedor de la soledad existencial de un empleado de Wall Street. Natural de Long Island, la isla larga en cuya punta meridional se encuentra ubicado el condado de Brooklyn, Walt Whitman engloba a la raza humana con todas sus pasiones en un poemario que encierra en sus páginas la totalidad de lo real. Cantor de las multitudes que atestan las aceras de Manhattan, Whitman encarna los dos grandes valores asociados con el nacimiento de la joven nación americana: la democracia y la libertad, a los que hay que unir, de lo contrario la imagen quedaría desvirtuada, la fe en un capitalismo sin bridas, algo esencial en la concepción de la realidad neoyorquina y norteamericana.

7. ¿Cómo abarcar la ciudad con una sola mirada? Nueva York es la suma de cinco condados: Manhattan, Brooklyn, Queens, el Bronx, Staten Island. Dentro de cada uno de estos barrios infinitamente cambiantes hay un sinfín de enclaves urbanos, todos con una fuerte personalidad: Harlem, Wall Street, Washington Heights, Williamsburg, Forest Hills, Coney Island... Además de carácter, todos tienen su propia historia literaria, imposible de resumir. Los negros, los hispanos, los judíos, los polacos, los italianos, los irlandeses y los asiáticos, entre otros, tienen una larga nómina de autores que enriquecen de manera incesante la literatura que tiene por objeto la ciudad. Es fácil olvidar no ya lo importante, sino lo esencial. ¿Dónde está John dos Passos, autor de una portentosa cartografía móvil de Manhattan? ¿Dónde Brendan Behan, trágico prosista y bebedor, de estirpe irlandesa, autor de una estampa caóticamente fascinante de la ciudad? ¿Y los numerosos autores negros del Renacimiento de Harlem, como Zora Neal Hurston o Langston Hughes, que junto a muchos otros escribieron una de las páginas más brillantes de la historia literaria de Nueva York...?

8. Dando un salto brusco al presente: en medio de tan delirante melting pot, ¿a quién singularizar? Hay demasiados escritores, y sobre ellos aún no ha intervenido el filtro saludable del tiempo. Solo en Brooklyn son millares los autores en activo que han adquirido cierto relieve. En tanto el viento del olvido inicia su labor y pone las cosas en su sitio, me quedo con dos nombres: Colson Whitehead, novelista de origen africano autor de El coloso de Nueva York (2004), honda meditación literaria sobre el momento actual de la ciudad, y el irlandés Colum McCann, cuya última novela, Que el vasto mundo siga girando (2009), ganadora del Premio Pulitzer, lanza una mirada sobre Manhattan desde la cuerda que tendió entre las Torres Gemelas en 1974 el funámbulo francés Philippe Petit. La lectura de McCann nos permite, entre otras cosas, constatar que las cosas no han cambiado demasiado desde los tiempos de Washington Irving.

NUEVA YORK EN 25 TÍTULOS

1809 Washington Irving: Historia de Nueva York. Una mirada sobre el pasado holandés de la ciudad cuando esta cumple 200 años.

1853 Herman Melville: Bartleby el escribiente. El autor de Moby Dick disecciona el lado oscuro del sueño americano.

1855 Walt Whitman: Hojas de hierba. El gran poeta invoca a la ciudad en momentos clave de su obra.

1881 Henry James: Washington Square. Obra maestra del realismo decimonónico neoyorquino por un grande del género.

1920 Edith Wharton: La edad de la inocencia. Crónica de la clase alta neoyorquina que supuso la concesión del Premio Pulitzer a una mujer por primera vez.

1925 John dos Passos: Manhattan Transfer. Es un collage de la ciudad durante los felices años de la era del jazz.

1925 Francis Scott Fitzgerald. El Gran Gatsby. Grandiosa historia de amor, poder y riqueza.

1934 Henry Roth: Llámalo sueño. Visión de la ciudad a través de los ojos del hijo de una familia de inmigrantes judíos.

1943 Betty Smith: Un árbol crece en Brooklyn. Una adolescente descubre el mundo desde un rincón de Brooklyn.

1945 Los mejores relatos de O. Henry (1862-1910). Antología de cuentos que resume la vida de cuatro millones de neoyorquinos.

1948 E. B. White: Esto es Nueva York. Perfil de la ciudad realizado por uno de los grandes cronistas de The New Yorker.

1951 J. D. Salinger: El guardián entre el centeno. El misterio de la adolescencia con la ciudad como trasfondo.

1952 Ralph Ellison: El hombre invisible. Un novelista afroamericano obliga a la sociedad a mirar a un sector ignorado.

1984 Jay McInerney: Luces de neón. Drogas, sexo, dinero, parties y glamour en los despreocupados ochenta.

1985 E. L. Doctorow: La feria del mundo. La Feria Universal sitúa a la ciudad en el centro del mundo.

1985-1986 Paul Auster: Trilogía de Nueva York. Arranque narrativo de una obra dedicada a la poética del azar

1987 Tom Wolfe: La hoguera de las vanidades. El maestro del nuevo periodismo vela sus armas en la novela.

1989 Oscar Hijuelos: Los reyes del mambo tocan canciones de amor. Primer Pulitzer otorgado a un escritor hispano por su retrato musical de los años cincuenta.

1991 Bret Easton Ellis: American Psycho. Un psicópata de Wall Street se embarca en una orgía criminal sin fin.

1992 Joseph Mitchell: El secreto de Joe Gould y otras semblanzas del New Yorker (1938-1992). Recopilación de los perfiles de uno de los grandes cronistas de The New Yorker.

1992 Toni Morrison: Jazz. Novela sobre Harlem por la primera afroamericana galardonada con el Premio Nobel.

1997 Don DeLillo: Submundo. La obra maestra de uno de los mejores novelistas neoyorquinos, nacido en El Bronx.

2002 Truman Capote: Una Casa en Brooklyn Heights (póstumo). Inolvidable perfil sobre el barrio que se alza frente a la línea del cielo de Manhattan.

2008 Richard Price: La vida fácil. Retrato implacable del Lower East Side neoyorquino.

2009 Colum McCan: Que el vasto mundo siga girando. Cómo Nueva York sigue incólume tras los atentados del 11 de septiembre.

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