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Entrevista:MANUEL BORJA-VILLEL | ENTREVISTA

"Los museos han pasado a ser como centros comerciales"

Jesús Ruiz Mantilla

Nadie como Manuel Borja-Villel sabe lo que pueden llegar a engañar las apariencias. La máxima le ha quedado muy clara al nuevo director del Museo Reina Sofía desde que los grises repartían cera en las manifestaciones y a él no le tocaban un pelo. "No sé por qué, pero a mí nunca me pegaron un porrazo". Lo atribuye a que siempre ha tenido pinta de no romper un plato -"como de monaguillo", comenta-, pero lo cierto es que con los años ha ido construyendo un espíritu agitador que, de haberlo imaginado la policía, le hubiese costado caro.

Agitó en su época de estudiante y el destino le ha enseñado después que puede seguir agitando desde dentro del sistema. Porque eso y no otra cosa es lo que debe ser un gestor cultural hoy día: "Ni más ni menos que un intelectual, y que me perdonen por decir esto, con una vocación utópica", comenta tan sonriente. Para demostrarlo, ahí está su labor al frente del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (Macba), el lugar, en pleno barrio del Raval barcelonés, que aglutinaba en sus paredes obras de las últimas tendencias y al tiempo daba cobijo a los movimientos antiglobalización.

Aunque a su lado radical e incendiario le inquiete ahora desde las vistas de su despacho en el museo una curiosidad de vigilante, un síndrome de James Stewart en La ventana indiscreta, no piensa despistarse. El lugar estratégico elegido por el arquitecto Jean Nouvel en su ampliación para colocar el despacho del director parece diseñado aposta: "Desde aquí puedo ver lo que hacen todos. La primera reacción de muchos fue bajar las cortinas, pero ya las han subido", cuenta mientras señala uno por uno los departamentos. Es imposible que le den el pego.

Si algo necesita, es compromiso férreo entre los suyos para un proyecto ambicioso. El que le ha llevado a un puesto más que codiciado mediante un método nuevo, el del código de buenas prácticas. Ha sido el primer director de una institución pública seleccionado tras un concurso internacional, con arreglo a esta nueva norma, y le gusta presumir de ello. "A mí nadie me ha nombrado, me han elegido", dice. ¿Para qué? Presumiblemente para colocar el Centro de Arte Reina Sofía en la esfera del siglo XXI y convertir un museo que había entrado en estado casi catatónico en un referente de lo que Borja-Villel llama el sur: "Un lugar estratégico que puede impulsar muchas cosas, que está por desarrollar porque carecemos de instituciones consolidadas y que es lo opuesto al norte. No es que seamos peores. Sencillamente, somos distintos".

Son teorías que ha ido comprobando sobre el terreno, a lo largo de su experiencia, entre conversaciones con artistas y colegas como Vicente Todolí, director hoy de la Tate Modern de Londres y compañero suyo en la Universidad de Valencia. Desde antes también, cuando fue consciente de que debía estudiar y ser algo en la vida después de que su padre, "que era paleta; albañil, vamos", dejaba cada día lo que estuviera haciendo en Burriana (Castellón) para tomarle la lección y asegurarse de que llegaría a ser maestro. Lo intentó. "Quise enseñar, dedicarme a ello y a investigar en la universidad cuando estuve en Estados Unidos".

Pero fue entonces cuando un nombre se le cruzó en el camino y cambió su vida: Antoni Tàpies. Borja-Villel hacía su tesis sobre él y en uno de esos viajes de ida y vuelta le liaron para volver a Barcelona: "Me convenció. Quiso que dirigiera su fundación y acepté. Además, mi padre también estaba empeñado en que regresara. Ahí fue donde descubrí que tenía una vocación para los museos", comenta pese a que no había entrado jamás en uno hasta después de ingresar en la facultad. Fue una vocación oculta, camuflada, que le hervía dentro desde el bachillerato, "gracias a un profesor que nos ponía diapositivas, algo deslumbrante", recuerda.

Llega a darle la vuelta al Reina Sofía. En lo que pueda, pondrá remedio. Empezará por reorganizar las salas del Guernica y acabará por cambiar la concepción actual del museo. Lo cuenta mientras paseamos alrededor del cuadro de Picasso. "Es un símbolo, pero debe perder ese carácter de fetiche".

Me dicen que su salida de Barcelona, donde dirigía el Macba, y su fichaje por Madrid para ocuparse del Reina Sofía, algunos se la han tomado como lo de Figo cuando salió del Barça. Sí, bueno, de hecho me enviaron un SMS. Decía Manolo = Figo. Me gustó porque lo peor de todo es la indiferencia. Quiere decir que algo ha calado, a pesar de que muchos me achacaban que lo que hacía era elitista. Pero la despedida me la he tomado como una muestra de cariño.

Sí, aunque hay cosas que duelen. En Barcelona, desde que se supo que me iba hasta que salí, aparecieron muchos artículos en prensa sobre el hecho de que notan que pierden fuelle, que todo se va a Madrid. Algunos me echaban en cara que me cambiara al Reina con lo crítico que yo era con este museo.

¿Por qué? Por el centralismo y demás. Pero precisamente ésa es la razón por la que me decido a venir. Porque si esto estuviera muy bien, no lo habría hecho.

O sea, que viene a predicar con el ejemplo. Eso, para empezar. También porque éste es un museo del Estado, y si alguien tiene sensibilidad por la periferia, ése soy yo, que llevo 20 años en Barcelona y siempre he estado convencido de que es necesario trabajar en redes. Y tercero, porque me niego a ver el mundo del arte como algo…

¿De lujo? Sí…

¿Pijo? Exactamente. Me niego a eso. Aunque por ideología o por el tipo de trabajo que a mí me gusta desarrollar, algunos pueden pensar que yo debería estar en un lugar más pequeño, como la Fundación Tàpies, donde empecé. No es por ansia de poder, ni por ego, que lo tengo muy solucionado en mi casa, sino porque creo que hay un espacio nuevo en el mundo del arte que se ha convertido en un referente central en la cultura.

¿Tanto? Sí, sí. No es que lo diga yo, lo han analizado los expertos. Hemos pasado de una época de producción a una de consumo. En la de consumo, todo lo que no es productivo, lo que es meramente cognitivo, de intercambio de experiencias, es central. El máximo ejemplo de intercambio es el arte. De hecho, todos los que creen que ya nadie va a los museos están equivocados. La gente viene más que nunca. La Tate Modern debe ampliar no porque no tenga espacio para sus obras, amplía porque no cabe la gente.

¡Quién lo iba a decir! ¡Con tanto apocalíptico suelto! Ya, pero volviendo a lo de antes. Desde las posiciones progresistas, el mundo del arte se ha dado por perdido. Lo de los grandes museos se contempla como una enfermedad, y de hecho lo es. Pero precisamente por eso es un espacio al que no podemos renunciar.

¿Necesitamos más que nunca la experiencia de la contemplación? No, tampoco. Es por la experiencia cognitiva, y perdona la palabreja, que a lo mejor no la entiende ni Dios, pero es el concepto.

A ver. Que en este mundo cognitivo, donde prima el intercambio de experiencias frente a la producción de cosas, la educación es muy importante. Hay dos formas de educación: la curricular, que es represiva, en la que a los niños se les quiere hacer pequeños adultos, sin elementos de igualdad. Frente a ésta hay otra, la del arte, que es más compleja, más ambigua, más frágil. Así que me niego a que se imponga la otra.

¿Cómo se logra esa conquista? Los museos han pasado de ser templos y lugares de las musas a algo que se asemeja a los centros comerciales. Lo de la Tate es un síntoma. Aquí ya tenemos el espacio, y Jean Nouvel, puede que sin ser consciente de eso, lo ha ampliado de una manera que nos viene bien. Porque no sólo ha hecho espacio expositivo, que favorece el consumo, sino que ha creado foros de debate, lugares de performance, biblioteca, sitios en los que en esta nueva sociedad podemos intercambiar experiencia viva, conocimiento, de forma activa, para ser más libres. Por eso me he venido. También porque, a diferencia de los grandes museos europeos ya consolidados, el Reina está por hacer…

¿Qué pasa? ¿Que lo ve hecho un Cristo? Está desarticulado. Lo cual es una ventaja porque se puede empezar de cero.

¿Viene usted a agitar? Ah, sí, sí. Si no, no vendría, vaya. Siempre lo he tenido muy claro: si te tienen que echar, que sea por hacer algo. Si te echan por no hacer nada, eso ya sí que es triste. Se trata de recuperar espacios que nos permitan entender el mundo. Los americanos lo tienen clarísimo. Cuando ganaron la Segunda Guerra Mundial y vieron que eran los dueños del mundo, una de las cosas que hicieron fue reforzar Hollywood e inventar el MOMA. Los triunfadores han hecho esas cosas, pero los perdedores no. En el mundo global de hoy, teniendo en cuenta que el Reina es por escala uno de los grandes, pero que está en el sur, puede explicar la historia desde otro punto de vista. No con óptica de perdedores, pero sí con la óptica del sur. Dar voz a grupos alternativos que aquí tienen cabida.

¿Una dialéctica norte-sur se entendería bien cuando la dinámica impuesta aquí es la de Oriente-Occidente? Los latinoamericanos la tienen. Que haya un centro que funcione en red, con relaciones con los museos de la periferia y de allí, es fundamental. A todos los niveles. Trabajamos en red, es más democrático, más enriquecedor. Establecer puentes de diálogo de ida y vuelta. Latinoamérica es muy importante para mí, pero también Europa del Este y el Mediterráneo.

En su esquema, ¿todo eso es el sur? ¿Nosotros somos el sur? Totalmente. El sur empieza en París. Es la división Reforma y Contrarreforma. Lo anglosajón y lo latino. El mensaje ha sido invasivo. Hace años, en Latinoamérica era muy difícil ver una exposición donde los artistas no fueran del norte; ahora es al revés. Son lugares vírgenes, por colonizar. Pero si trabajamos en red, más que ir a comprar arte latinoamericano, que eso sería muy fácil, más con la pasta que tenemos ahora, me interesa crear puentes.

¿Qué más cosas nos diferencian al norte y al sur? El norte es continente; el sur, archipiélago. Todo es más líquido, más permeable, más flexible, porque es más frágil. El norte es más icónico, la visualidad es importante, se ha privilegiado el ojo sobre el cuerpo. En el sur, sobre todo en el Mediterráneo, hay una cultura de oralidad, del movimiento del cuerpo. ¿Cómo lo metes en un museo? Es difícil, nuestras herramientas son mercancías, propias del mundo capitalista, pero puedes intercambiar una conversación con un debate, otros eventos.

Hacer palpable eso como elemento de un museo es difícil. Nosotros somos custodios, no propietarios. Las meninas no son del Prado, son patrimonio de la humanidad. Como el Guernica o las pirámides de Egipto. Si pensamos así, si empezamos a ver que todo es intercambiable, que no todo tienen que ser objetos, que las experiencias pueden ser eventos y los museos lugares vivos donde se hacen experimentan, crearemos una herramienta muy poderosa.

¿Toda esta filosofía la incluyó en su proyecto para el código de buenas prácticas? No, fueron cosas más concretas. La gracia de todo esto es que en el pasado me habían ofrecido venir con Carmen Calvo y no quise, no tocaba, estaba en pleno desarrollo de mi proyecto en el Macba. Ahora sí porque ya terminé lo que quería hacer, y si sigues mucho tiempo en una institución, la matas, se anquilosa. Ahora no he sido nombrado, he sido elegido.

¿El mundo del arte está muy infectado por falta de ética? No sólo el español, el del sur en general. Estamos muy desarticulados. Aunque el gran paso a dar en este sentido es dejar de ser propietarios y convertirnos en custodios.

Pero el público sí tiene claro eso, ¿no cree? Cierto, el público sí. Como un lector hace suyo un libro. Son los directivos y responsables de museos quienes no lo admiten todavía. Después de Internet, esto es así.

Esa barrera la romperá con más facilidad el sur que el norte. Como no posee nada… Exactamente. Esto lo propongo en Estados Unidos y me matan. Empezando por los museos y siguiendo por muchos artistas. Porque los artistas hoy apenas hacen nada. Diseñan sus obras, pero las ejecutan otros. Dan las dimensiones y las hacen otros. Así que se podrían duplicar en muchos sitios.

¿Qué tal anda el 'Guernica' de salud? De viajar, ni hablamos… Está bien. Es una obra que ha sufrido bastante, por su historia, pero está bien. De viajar, nada. Técnicamente, técnicamente, podría hacerlo, como todo, pero no es recomendable, menos si hablamos de un icono. Es una obra frágil. Tiene que estar aquí; si la sacas, destrozas el discurso de una colección, sería como arrancar un capítulo crucial de una novela.

¿En la colección también habrá cambios profundos? Está planteada de manera muy lineal. Con el referente de un discurso clásico. No creo que debamos hacerlo así, como si tuviéramos que demostrar que podemos tener algo tan bueno como lo de un museo de Nueva York. No es que seamos tan buenos, es que somos distintos. Aquí predominan los nombres propios, como pequeñas capillas, necesitamos dar énfasis a las lecturas, las fisuras. Da la impresión así de ser un museo de provincias.

Proviene de una familia muy humilde, ¿cómo fue aterrizando en un mundo tan sofisticado? Mi familia era realmente muy pobre. En mi casa, el primer libro lo compré yo.

¿Nada de cuadros tampoco? Nada… Estampas de María Auxiliadora era la única imagen que teníamos. Había ruido siempre, estaba la radio encendida y todos por ahí, en una habitación. Mi padre era paleta, trabajaba en la construcción. Fumaba tres paquetes al día de Celtas Cortos. Se obsesionó con que yo tenía que estudiar y lograr un trabajo fijo. Cura no podía ser porque él era sindicalista; entonces quedaba convertirse en maestro. Tuve becas, yo era bastante empollón. Y mi padre dejaba su trabajo cada día para tomarme la lección. Me quería mucho.

¿Fue el único de la familia que estudió? Sí. Tengo una hermana, pero mis padres estaban obsesionados con que solamente yo estudiara. Decían que ella acabaría casándose y a la pobre no le dieron oportunidad. Había que elegir…

Y eligieron al niño. Sí, bueno, ella siempre se cabrea por esto. Mi padre escribía todo en un diario. También que no se confesó cuando me dieron la primera comunión, era muy orgulloso para ciertas cosas. Es curioso porque provengo de una familia muy humilde, pero he tenido una vida privilegiada. Era el rey de la casa.

Aun así, sería consciente de las carencias. No había casi nada. Recuerdo que con 50 años cerraron una obra en la que trabajaba y le costó tiempo conseguir trabajo. Luego hubo otro episodio con el que se les cruzaron los cables. Habían pensado siempre que yo sería maestro, pero decidí irme a Estados Unidos para seguir estudiando. No lo entendían, y la verdad es que a mí se me había ido la idea de ser maestro hacia quinto de bachillerato y cuando empecé la carrera ya pensaba en ser investigador, estar en la universidad, pero tenía un problema: que hablaba muy rápido. Tampoco tenía ni idea de inglés. Y además con mi pronunciación no iba a poder dedicarme a eso. Vicente Todolí hacía antes los exámenes y luego me decía qué había que poner. En cuanto se dieron cuenta me mandaron a un curso acelerado.

O sea, que los museos fueron una vocación tardía. ¿Cuándo entró por primera vez en uno? En Burriana no había. No sé la primera vez que entré en un museo. A ver… Estaba en la carrera ya, en Valencia, el San Pío V, el de cerámica y el cementerio de Valencia, uno de los grandes museos de escultura del siglo XIX que hay en España.

Pues acabar en el Reina Sofía es un camino curioso. ¿No lo soñaba? Soñar… No. Como sueño, quizá, tenía el dedicarme a la escritura. Aunque en mi escalera se sorprendieron de que escogiera letras: "¿Cómo has hecho eso, con lo mal que hablas?", decían los vecinos. Pero a mí me gustaba escribir.

Tàpies también ha sido crucial en su vida. Le dediqué mi tesis y nos hicimos muy amigos. De hecho, desde que murió mi padre, su familia se convirtió un poco en la mía. Por él volví a España. Me ofreció trabajar en su fundación.

Él es un misterio para mucha gente. Como persona, es cultísimo. Tiene una educación humanista enorme. Sabe de todo, de arte oriental, de prehistoria, de cine, muy, muy culto. No es que sea raro, es que está metido en su obra. Ha decidido estar solo en eso porque el sistema, si no, te canibaliza con compromisos y tonterías. Llega un momento en que sólo te interesa tu obra. Pero está encantado ahora porque apenas oye ni ve, pero ha conseguido trabajar y acabar 17 obras. Las cuenta. Ha vencido las barreras, y eso para alguien que necesita trabajar es muy importante.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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