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Entrevista:Soledad Puértolas | ENTREVISTA

"No es que nos discriminen, es que las mujeres parecemos invisibles"

Será la quinta mujer en la Real Academia Española, sólo la quinta. La escritora, que acaba de publicar 'Compañeras de viaje', habla de la importancia de los maestros, las ideas, el agua.

Javier Rodríguez Marcos

Soledad Puértolas guarda en la cocina los trofeos de los premios literarios que ha ganado. Los más reconocibles de un vistazo son el Planeta, que recibió en 1989 por Queda la noche, y el Anagrama de ensayo, que obtuvo cuatro años más tarde por La vida oculta. El primero le permitió dejar un trabajo fijo y empezar a escribir por las mañanas. El segundo, reflexionar sobre una vocación que ha llevado a la escritora zaragozana a escribir 15 novelas -desde El bandido doblemente armado hasta Cielo nocturno-, cinco libros de cuentos y dos volúmenes autobiográficos, entre ellos Con mi madre, uno de los grandes títulos de la reciente literatura memorialística española y la prueba de que Flaubert se equivoca en una frase que a ella le gusta citar: "Cuanto menos se siente una cosa, más apto se es para expresarla exactamente".

"Nunca me han arrastrado las consignas, por eso no me siento desencantada"

El marido de Soledad Puértolas ha salido a pasear a sus dos perros por las calles de Pozuelo de Alarcón (Madrid), "un pueblo atrapado en una gran ciudad", y el teléfono da una tregua después de que a la novelista le llovieran durante días las felicitaciones por su reciente elección como nueva académica de la lengua. Todo aquello le pilló a punto de terminar una novela, así que tuvo que aparcarla para escribir el primer borrador de su discurso de ingreso en la Real Academia Española (RAE). "No tengo prisa", explica, "lo que quiero es volver a la novela". El tema del discurso son los personajes secundarios de El Quijote, y esa especie de dueños de la segunda fila son también los protagonistas del último libro de Puértolas, Compañeras de viaje (Anagrama), una colección de cuentos escrita por alguien a quien no le gusta viajar, pero que ha vivido en Noruega y EE UU y ha recorrido medio mundo. En muchos de los hoteles que pueblan estos nuevos relatos hay una piscina. No en vano, junto a la literatura, la otra gran vocación de la escritora, de 63 años, es la natación. "Hago cada día 40 largos. Mis hijos me preguntan riéndose si me estoy preparando para los Juegos Olímpicos. Y con la misma risa yo respondo: ¿quién sabe?". Que se sepa, en la RAE no hay piscina. Por ahora.

¿En quién pensó cuando supo que la habían elegido académica? En mis padres, que están los dos muertos. Mi madre siempre fue muy austera y de poco conceder importancia a los méritos. Aunque le hubiera hecho ilusión, habría dicho: "Bueno, hija…". Y habría pasado a otra cosa. Mi padre habría estado como loco, orgullosísimo. Mi madre también, pero más seca. Y yo la entiendo. Le horrorizaba que pareciera que no valoraba a los demás. De niña era igual. En el colegio, mis dos hermanas y yo éramos aplicadas y buenas, y ella no le daba la mínima importancia. Ni a los éxitos ni a los fracasos. A lo que daba importancia era al hecho de que sus hijas tuvieran una carrera y capacidad de ganarse la vida, pero el brillo social no le interesaba.

¿Y qué le habría dicho aquel profesor de lingüística que tuvo en California en los años setenta y que le recomendó que abandonara las consonantes fricativas y se dedicara a la novela? ¿Arturo Serrano-Plaja? Me habría dicho: "¿Ve cómo yo tenía razón?". Y acto seguido: "Pero esto no es lo importante. Lo importante es que escriba bien y que siga tratando de no hacer anacolutos". Era un tímido enfermizo, pero de una inteligencia y una sensibilidad como poca gente he conocido. Para él, decirme eso fue un trauma. No tenía ninguna confianza con los alumnos. Jamás te hacía una confidencia.

José Luis Aranguren, al que también tuvo como profesor allí, era muy distinto, ¿no? Era lo contrario: muy sociable y cariñoso. Le gustaba tener amigos jóvenes. Para mí son algo más que profesores. Son todo un regalo.

Aranguren había tenido que dejar la universidad española por problemas con el régimen franquista. ¿Hablaban mucho de la situación aquí? La verdad es que no tanto. Lo que hicimos todos fue fundamentalmente desconectar de España. Claro que pasaron muchas cosas -cuando ejecutaron a Salvador Puig Antich salimos todos en manifestación-, pero España no era un tema de conversación primordial. Nos interesaba, pero nos encantaba estar en un lugar tan distinto.

Usted, sin embargo, había sido muy activa en la universidad. Sí. Salí del colegio de monjas y al momento estaba en la lucha estudiantil. Empecé Políticas y en tres meses estaba en la FUDE [la organización antifranquista Federación Universitaria Democrática Española]. Y ahí me quedé. Ni siquiera se molestaron en hacer mucho proselitismo porque vieron que yo no era de partidos políticos. Como era y soy muy temerosa, me daban mucho miedo las manifestaciones. Pero fui delegada de curso, me metí mucho.

Y le cayó un expediente. Y cuando me levantaron el expediente ya me había matriculado en Económicas. Cuando me fui a Estados Unidos, en 1971, me dediqué a estudiar literatura, que era lo que tenía que haber hecho desde el principio. Pero tengo una extraña rebeldía interior que me ha empujado siempre a hacer cosas de las que no acabo de estar convencida.

Antes se marchó a Londres. Un verano. Dije a mis padres que iba a casa de una amiga -una amiga rica, para que se quedaran tranquilos- y me fui a trabajar de au pair. Era el momento de irse a cualquier sitio. Y tenías que mentir. En aquel tiempo todos mentimos a nuestros padres. Ahora tal vez nuestros hijos no nos lo digan todo, pero entonces nuestros padres ignoraban absolutamente lo que hacíamos.

En 'Con mi madre' cuenta que ella se llevaba muy bien con sus amigos. Sí, como estaba expedientada, los compañeros me traían los apuntes. Se oía el timbre y mi madre los retenía en la mesa camilla. Y yo me los encontraba allí, tan contentos. Le interesaba mucho la gente.

¿Y su padre? Siempre fue muy radical en sus ideas políticas, muy de derechas. Y el mal genio que tenía era tremendo. Yo prefería ser prudente. Por miedo. Miedo puro. Sí, le tenía miedo a mi padre.

¿No concebía que una hija suya pudiera trabajar de 'au pair'? Ni siquiera eso, es que no se me pasaba por la cabeza decirles nada a mis padres. Había tal grado de diferencia entre ellos y yo, que nunca se me ocurrió comentarles lo que iba a hacer. Tal vez lo hubieran aceptado, pero es que no tenía conversación. La barrera era total. Yo sé que condenaban la lucha política en la que andaba metida. Tenía que haber sido una chica formal.

Sin embargo, se casó joven. Jovencísima. Un disparate. Pero era por eso. Creo que tanta gente se casó joven en esa época por romper esa situación incómoda. ¿Cómo vas a convivir con unas personas a las que tienes miedo? Tuve la suerte de encontrar una persona de la que me enamoré y me quise casar. Pero en otras circunstancias, a los 21 años no te casas.

¿Ve distintos a los jóvenes de ahora? Siempre se les critica la falta de compromiso político. Culpar a la juventud en general no tiene sentido. ¿Cómo voy a pedir a mis hijos que hagan lo mismo que yo hice? Además de que tampoco lo mío lo veo ejemplar. Y la juventud es durísima, aunque la tenemos muy mitificada. Yo no volvería ni loca. ¿Cómo van a tener compromiso los jóvenes si no tienen las mismas circunstancias? ¿Con qué queremos que se comprometan? Ahora hay centros de poder en todas partes. Es una red. ¿Qué queremos, que sean más clarividentes que nosotros, que no sabemos contra quién luchar cuando estamos descontentos? Las dictaduras tienen eso, que son muy claras. Son catastróficas y no le recomiendo a nadie vivir en una, pero te aclaran las cosas. A veces mal, porque ves que lo que te han aclarado es peor. Te metes en un lado de la lucha y ahí también hay de todo. Y comprender eso cuesta mucho.

¿A usted le costó? El peligro de las dictaduras es que te hacen creer que los dos bandos son muy distintos, que está el bien por un lado y el mal por otro. Tú crees que has escogido el bien, y no. Desde el punto de vista de los ideales, tu elección es buena, pero en la realidad encuentras de todo. Y admitir eso nos ha costado mucho a los de mi generación: ver que las ideas no hacen a las personas, sino que a veces es al revés.

¿La revolución puede volverse más injusta que las leyes? Pues sí. Sobre todo, ¿qué revolución era la nuestra? Había mil grupúsculos. Y había verdaderos dictadores, gente muy desagradable. Eso ha sido una lacra de los que hemos vivido esa etapa. ¿Voy a decir yo que eso es bueno para mis hijos?

Habla de la oposición antifranquista. Sí. Al otro bando no lo conozco, ya vi que ahí no quería estar.

¿Qué sociedad querían? Lo que se sabía era lo que no se quería. ¿Lo que sí? Democracia y libertad, que eran los lemas de las manifestaciones. No se quería la dictadura de no poder hablar en casa de nada más que de lo que tu padre dijera. No sabes lo que quieres, pero eso no.

¿Qué sintió cuando su generación llegó al poder? ¿La victoria del PSOE en 1982? Era una oportunidad de ver qué era aquello de democracia y libertad. Creo que por eso salió tanta gente a la calle. Se había borrado la enorme división entre los franquistas y los demás. Y eso se consiguió.

Luego ustedes acuñaron un término que hizo época: desencanto. Es que yo nunca fui una persona particularmente encantada. No estaba en ningún partido político, no tenía un modelo que aplicar. Lo que tenía eran pegas que poner a lo que había. Nunca me han arrastrado las consignas. Por eso no me siento desencantada. Finalmente, no participé en política. Mi vida no fue por ahí.

Pero trabajó en el Ministerio de Cultura con Javier Solana. En el área de español. Tampoco era algo muy político. Estuvimos preparando lo que hoy es el Instituto Cervantes, que no existía. Se pensó en cuidar la imagen internacional de España y en la potencialidad del castellano. Había ese hueco y ahí caí yo. Tengo muy buen recuerdo. Lo dejé porque pensé: o me comprometo y me quedo más o me voy a escribir. Como necesitaba un trabajo, entré en la editorial Destino. Pensé que me iba acercando a lo mío, a la literatura. Aquello duró hasta que me presenté al Planeta y ya no volví a trabajar de una forma fija.

¿El premio Planeta marcó un antes y un después? Desde el punto de vista del trabajo, sí. Hasta entonces recuerdo que mi obsesión era siempre buscar trabajo.

¿En España, un escritor puede vivir de lo que escribe? Muy pocos pueden. Como no puedes vivir de escribir, tienes que vivir comentando lo que has escrito. De las conferencias, de colaboraciones en prensa, de los jurados, viajando, cosa que no hubiera imaginado jamás.

Hasta el Planeta, usted trabajaba y además tenía dos hijos. ¿Cuándo escribía? Como pude hacerlo todo, ahora lo recuerdo como algo fácil, pero seguro que fue difícil. Tampoco fue imposible. Estoy acostumbrada al jaleo. Había que hacer la compra y la comida y estar pendiente de los niños. Yo he sido mucho de estar en casa. Igual lo he hecho todo mal, pero pude. Tampoco me veo como una persona heroica. Mis hijos se asimilaron mucho a mí. Gustavo, el pequeño, apretaba las teclas, iba escribiendo conmigo. Pude porque soy tan cabezona. Con ruidos, con gritos, con todo. Cuando se fueron mis hijos, me dije: ¿qué voy a hacer yo en esta casa tan vacía, con todo este silencio?

¿Ha tenido la sensación de haber renunciado a algo? Al revés. No he renunciado a nada. No soy yo una persona de renunciar. Lo que quiero hacer, lo hago. Eso sí, hay cosas que no me han interesado. Y personas que no me han interesado. Incluso he de decir que a veces he usado como excusa a mis hijos o mi situación para no ir a sitios a los que no quería ir.

Trabajaba por la mañana, escribía por la tarde. ¿Cuándo nadaba? Es que soy una nadadora tardía. Con los hijos no he nadado. Empecé cuando ellos eran ya mayores. Las cosas tardías son las mejores. Te dices: qué maravilla, por fin descubro algo por mi cuenta. De pequeña me daba miedo el agua.

¿Y qué tiene el agua…? Pues que te bendice. Tiene eso de flotar y de abrirte camino, de olvidarte de todo, de estar en un medio suave, que no pesa nada. No te notas la piel. No tienes sensación de límite. Eso es lo que tiene el agua: la disolución. La famosa identidad ya te da igual. Es una lata. Y me gusta el ambiente de las piscinas. Tengo muchas amigas en los vestuarios. Esa familiaridad que se establece allí no tiene precio. Las cosas que se cuentan en la desnudez… Es algo tan íntimo que haces confidencias que no harías ni a tu mejor amiga.

¿Se le ha ocurrido alguna novela mientras nadaba? Alguna, pero en lo que de verdad piensas es en mejorar tu estilo.

¿El literario? No, no, el del crol: los pies, los brazos… La novela siempre está ahí, pero yo desconecto. Aunque me gusta estar sola. La soledad es la oportunidad que tú les das a las ideas para que vengan.

¿Así empezó a escribir? Empecé porque otros habían escrito antes. Lo que te asombra es que descubres que a través de las palabras puedes inventar historias. Mi primer acercamiento a la literatura fue un cuento que me leían mis padres con tres años, cuando estaba enferma de tifus. Me lo aprendí de memoria. Luego reconocí aquellas palabras en el libro y así aprendí a leer. Primero es una intuición y luego un razonamiento: a través de ese lenguaje que tiene todo el mundo puedes construir tus historias.

En su discurso de ingreso en la Academia hablará de los secundarios. Y de ellos habla también en 'Compañeras de viaje'. ¿Por qué le interesan tanto? A veces pones la mirada en algo y descubres que lo interesante no estaba allí, sino al lado. Y quieres ir al sitio interesante. O al personaje interesante. Los escritores de cuentos son, en el fondo, escritores de secundarios, porque todo personaje de cuento está sin desarrollar, es un secundario. El principal es el de la novela, aunque alguien como Madame Bovary empieza también siendo secundario. La verdad es que se podría hacer una historia de la literatura a partir de ellos. Son siempre los personajes más ligados a la vida los que dan realidad al protagonista. Son una tentación. También en la vida: yo tenía un novio y quería al hermano del novio, que era más interesante. Es pura curiosidad, y la curiosidad es el motor de la vida.

Cuando se le ocurre un argumento, ¿cómo sabe si será una novela o cuento? Porque a veces una historia conserva su chispa de humor como cuento, pero se convierte en drama si tratas de transformarla en novela. Cuanto más desarrollas un personaje, más te acercas a su cara trágica. El cuento es la perfección, y la novela, la imperfección. Y eso es lo bueno de la novela. En un cuento, todo debe estar medido y compensado. La novela es un saco roto, te lo permite todo. El cuento es más tajante.

Usted se estrenó como escritora cuando en los años ochenta empezaba a hablarse de nueva narrativa española. ¿Queda algo de aquello? Lo que hubo fue una cierta euforia editorial. No sé si euforia; digamos ilusión. Y tal vez más ilusión que realidad. Es cierto que hasta entonces los lectores españoles preferían literatura traducida y latinoamericana. Lo de la nueva narrativa funcionó un poco comercialmente, pero ahora el mercado está tomado por los best sellers. En los ochenta salíamos de un mundo en el que la literatura era algo de culto, muy reverenciado y con pocos lectores, pero que sabían lo que querían. Ahora estamos en un sistema brutal con cientos de novedades. Aquello no era bueno; esto, tampoco. Al menos para la literatura. ¿Que la literatura es un reducto? Pues sí, esa es la conclusión.

Otro de los elementos de aquella nueva narrativa fue la incorporación de las escritoras a la historia reciente de la literatura. ¿Cuál es la gran asignatura pendiente de la igualdad? La mentalidad. Las cosas van cambiando, pero no entiendo por qué tan despacio. No es que nos discriminen, es que las mujeres parecemos invisibles. O no te ven o destacan sobre todo que eres mujer. Como si eso fuera tu rasgo más importante como escritora. Eso no pasa con los hombres.

¿Cree que una mujer debe hacer más méritos que un hombre para conseguir lo mismo? El problema es que a una mujer, tenga la profesión que tenga, no se la ve porque sólo se la ve como mujer. Parece algo ancestral, como si el hecho de que haga algo más que tener hijos fuera una novedad. Pero no creo que se le exija más.

Pero sólo hay, contándola a usted, cinco mujeres en la Academia. Eso está cambiando, aunque sea lentamente. Pensemos que se trata de una institución fundada en el siglo XVIII, cuando las mujeres ni salían de casa.

¿Qué sensación le produce formar parte de una institución así? Lo que me hace gracia es que pase en un momento en el que la gente de mi edad se va retirando. Yo no sólo no me jubilo, sino que ahora voy a tener un lugar en el que trabajar. Eso me da nueva vida. Es lo más importante.

Aunque no tenga piscina. Es lo que no entiendo [risas]. Pero todo se andará. P

La escritora Soledad Puértolas.
La escritora Soledad Puértolas.JORDI SOCÍAS

Una mujer poliédrica

"Una dama de Chéjov", así la definió hace 20 años el escritor Álvaro Pombo. También la llamó una "mujer poliédrica".

Ella misma, que ha publicado novelas, cuentos, memorias y ensayos, dice estar sorprendida de todo lo que ha escrito desde que en 1979 se estrenó con El bandido doblemente armado. Diez años más tarde llegaría el Premio Planeta por Queda la noche. Luego vendrían obras como Si al atardecer llegara el mensajero o Una vida inesperada. Hace dos años publicó Cielo nocturno, pero tiene casi lista otra que interrumpió para escribir su discurso de ingreso en la RAE.

Nació en Zaragoza en 1947, se trasladó a Madrid con 14 años. Se casó con 21 y pasó el mítico 68 en Noruega sobreviviendo con la "beca misérrima" que tenía su marido. Luego se instaló en California durante tres años. Tiene dos hijos y un nieto. Y dos perros.

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Javier Rodríguez Marcos
Es subdirector de Opinión. Fue jefe de sección de 'Babelia', suplemento cultural de EL PAÍS. Antes trabajó en 'ABC'. Licenciado en Filología, es autor de la crónica 'Un torpe en un terremoto' y premio Ojo Crítico de Poesía por el libro 'Frágil'. También comisarió para el Museo Reina Sofía la exposición 'Minimalismos: un signo de los tiempos'.

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