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GRANDES REPORTAJES

La nueva ambición rubia

Icono estético, tenista excepcional y, ante todo, una chica decidida a perseguir sus sueños. Éste es el viaje de Maria Sharapova. De la hija de una familia humilde en Bielorrusia a la última reina de las pistas con tirón en los medios

Diego Torres

La cuadrilla de Antón Cortés forma un círculo en el vestíbulo del hotel Palace. El banderillero cruza miradas impacientes con el picador. En Las Ventas esperan los toros de Cartelilla acompañados del característico olor acre, mezcla de orinas secas, estiércol, exudaciones y barro fresco. Pero en ese momento las narices de los toreros se hinchan ante una suave brisa de aromas de hojas de granada, magnolia, jazmín, una puntita de rosa inglesa y otra de césped de Wimbledon.

Maria Yurievna Sharapova, que ha mezclado las esencias de su propio perfume, pasa junto al grupo como si no los viera. Libera olores extraños y de sus orejas cuelgan un par de joyas que ella misma ha diseñado siguiendo tres principios. Los pendientes, dice, deben ser "largos", "bamboleantes" y "relucientes".

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Los toreros, gente habituada a la naturaleza, permanecen brillantes, con las miradas perdidas. Se palpan el traje de luces, se giran, exhiben gestos de impaciencia. No se sorprenden ni se alarman. La indiferencia es total y recíproca. Ella pasa, y ellos huelen la rosa inglesa sin ver nada porque en su mente sólo hay sitio para los toros de Cartelilla.

Pero Sharapova no es invisible. Posee un cuerpo opaco y notable. De la punta de sus tacones a la cresta iliaca mide algo menos de metro y medio. En total, 1,88. La cuadrilla debería levantar la cabeza para ver ese rostro. Un óvalo pequeño y vagamente conocido. Una cara universalmente familiar que recuerda al rastro de imágenes acumuladas en el inconsciente occidental: agentes del KGB rompiendo el hielo con James Bond, la esposa del Doctor Zhivago, o la corte absolutista de San Petersburgo.

"No me planteo elegir marido en este momento", dice Sharapova, justificando la indiferencia de los toreros. "No he venido a Madrid para eso".

La tenista estuvo en Madrid para seleccionar al grupo de hombres que le recogerán las pelotas. Cada chico junto al otro, todos ellos aspirantes a servirle durante el próximo Sony Ericsson Championships (torneo que cierra la temporada de la WTA y que reunirá en Madrid, entre el 7 y el 12 de noviembre, a las mejores tenistas de la clasificación mundial). Allí coincidió con los toreros en las primeras tardes de San Isidro. Pero no fue a Las Ventas porque debió asistir al casting. Los chicos, un grupo de modelos de Hugo Boss, se formaron para someterse a sus preguntas inquisitivas. El trámite, presidido por la propia Sharapova, registró indagaciones a adolescentes musculosos.

"Los recogepelotas deben", dice Sharapova, "coger la bola en el lugar adecuado y no mirar lo que hay bajo las faldas. Esto último es lo principal".

"Normalmente, yo no juzgo a la gente por lo que aparenta", avisa. "Me gusta la gente graciosa porque me gusta reírme mucho. Pero mirar tipos guapos no hace daño, así es que yo miro". La tenista suelta una risa estridente. Semejante al chillido de un pájaro. Se le ha ocurrido otro requisito para ser aceptado entre sus recogepelotas: "Deben entenderte cuando les dices: 'Cariño, ve y acércame la toalla".

Los aires aristocráticos le confieren una dignidad imperiosa. Pero Maria Sharapova no desciende de los boyardos rusos. Hasta hace diez años, su padre, Yuri, fue un obrero de la construcción, y su madre, Yelena, trabajó como secretaria. Hace una década, sin embargo, Yuri consideró que su hija tenía algo especial. Algo que se revelaba en su obcecación por coger una raqueta y darle a la pelota contra las paredes. Desde el principio, Yuri acompañó a su hija hasta la pista. Fue su primer compañero de juego. Allí detectó ese talento y decidió apostar. Apostó por ella y por un cambio radical en su propio modo de vida. En 1998, Yuri cogió todo el dinero que tenía ahorrado, unos 700 dólares, y llevó a su hija de siete años desde la ciudad del mar Negro donde residían hasta la localidad de Bradenton, en Florida, junto al golfo de México. Allí inscribió a Maria en la célebre escuela de Nick Bollettieri. Propiedad de la gigantesca compañía estadounidense de gestión de deportistas IMG, la escuela consiste en una especie de mundo feliz para tenistas. Un internado que produce jugadores con métodos que se aproximan a la cadena de montaje industrial. La hija de Yuri no tardó en responder a las exigencias. Ocho años después se convirtió en la deportista con más ingresos del planeta. El pasado mes de abril, la revista Forbes cifró sus ganancias anuales en más de 18 millones de dólares. Nunca una mujer ganó más dinero anualmente con su carrera deportiva.

Como los políticos y los artistas modernos, las grandes estrellas del deporte son ante todo figuras del entretenimiento. En 2004, las grandes compañías estaban a la pesca de una imagen femenina capaz de atraer la atención del mundo. Con Marion Jones enredada en un escándalo de dopaje y Madonna rondando los cincuenta, las mujeres más famosas del planeta eran rostros poco identificables con un futuro luminoso. Isabel II de Inglaterra y Condoleezza Rice no alentaban esperanzas. Hacía falta un cambio. Entonces apareció esa adolescente ingenua y energética con un torbellino de gestos y sonidos. Tenía una edad indeterminada y, al golpear la pelota en el fondo de la pista, hipnotizaba a los espectadores con una sucesión de gemidos roncos, ahogados. Un concierto gutural en el límite de la agonía y el éxtasis sexual que ya forma parte de sus señas distintivas. Los ruidos orgásmicos de Sharapova se han hecho famosos. En España, todos los sábados y todos los domingos, los oyentes de la cadena SER pueden escucharlos sampleados en las cuñas publicitarias de Zumosol de Pascual que vocean los animadores de Carrusel deportivo. Además de agitar la imaginación de los espectadores, la joven que irrumpió en Wimbledon hizo algo que las multinacionales no le habrían exigido para ofrecerle un contrato: ganar el torneo.

Desde 2004, Sharapova se ha convertido en la imagen de las campañas de raquetas Speedminton, teléfonos Motorola, perfumes Parlux, cámaras Canon, relojes TAG Heuer, vehículos Honda, productos de higiene Colgate-Palmolive, ropa deportiva Nike, raquetas Prince y todoterrenos Land Rover. Es discutible que estas empresas hayan invertido en Sharapova por la velocidad de su saque antes que por su cuerpo. Ella parece convivir en armonía con su propia imagen. No se siente abrumada por la idea de constituir una marca en el mercado fugaz de las apariencias. No tiene preocupaciones de orden metafísico porque para eso necesitaría tiempo libre, y nunca ha contado con eso.

"No me preocupa", dice, reclinada en un sillón del Palace, "porque además de ser una marca soy una persona. A diferencia de Canon o Nike, yo no soy un producto. He aprendido que es difícil controlar lo que otros piensan de ti. Sólo puedo concentrarme en pegarle a la pelota de tenis y hacerlo muy bien. Ésa es mi preocupación número uno. Siempre que ésa sea mi preocupación, yo estaré bien".

"Todas las mujeres están satisfechas de tener los cuerpos que tienen, y yo no soy una excepción", medita. "Es un problema femenino. En cualquier caso, siento que yo y mi familia hemos conseguido muchas cosas gracias a muchos sacrificios. No tiene tanto que ver con la pinta que tienes como con el trabajo duro".

Sharapova ha hecho un alto en su jornada de compromisos institucionales de presentación del torneo Sony Ericsson de Madrid. Acaba de salir del Salón de Cristales del Ayuntamiento. Allí la recibió el alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, que a su lado parecía un niño en el amanecer de la Epifanía. Los contemplaron las imágenes de Juan Bautista de Toledo, Tirso de Molina, Quevedo y Calderón. Aprovechando el escenario, la tenista insistió en su cruzada por la igualdad de premios económicos para hombres y mujeres en los torneos del circuito. Lo hizo con un discurso firme, un punto airado. "Si seguimos presionando y nos mantenemos fuertes, tarde o temprano cederán", avisó. "El torneo femenino tiene un componente de belleza y moda que lo hace más entretenido. Si los hombres pudieran llevar una falda y presumir de su salud, también lo harían".

En un intervalo de su jornada de compromisos con políticos y empresarios, Sharapova se detiene para hablar de sí misma. Lo hace convencida del valor de la industria que regenta. Su percepción de la vida tiene un profundo marchamo económico. "Somos un negocio familiar", explica. "El principal trabajo de mi padre es ser mi padre, y el principal trabajo de mi madre es ser mi madre".

Yelena se ocupa de las finanzas de su hija. Yuri maneja la faceta deportiva. Han invertido mucho tiempo y muchos planes en ella. Cuando Yelena se quedó embarazada, el matrimonio vivía en Gomel, en Bielorrusia. Fue poco después del accidente de la central nuclear de Chernóbil. Temerosos de que la radiactividad pudiese afectar al feto, decidieron trasladarse a 2.000 kilómetros al este, a un pueblo de Siberia llamado Nyagan, donde nació Maria. La familia permaneció más de dos años en Siberia antes de mudarse al balneario de Sochi, a 2.000 kilómetros al suroeste, en la costa oriental del mar Negro.

En Sochi fue donde sus padres la hicieron jugar al tenis poniendo sobre sus hombros todas sus esperanzas de prosperidad. "Mi objetivo siempre fue practicar tenis. Criarme con el tenis", recuerda. "Nunca tuve la oportunidad de plantearme dónde estaba viviendo y en qué condiciones. Si era bueno o malo, o si podía beber o comer lo que me gustaba".

Fue durante sus primeros años en Rusia cuando Maria captó la atención de Martina Navratilova. La checa nacionalizada estadounidense, que ganó nueve veces Wimbledon, dirigía un curso de tenis en Moscú cuando vio a la jovencita. Habló con los padres y les recomendó que se mudaran: "Llévenla a Estados Unidos".

El consejo de Navratilova tenía una lógica profunda. Ella, originaria de un país del ex bloque soviético, lo sabía bien. Lo esencial de Estados Unidos no eran sus infraestructuras, sus innumerables pistas, sino su civilización. Con su sentido activista de la vida, propio de los círculos puritanos capitalistas, tanto en Florida como en California, los jóvenes extranjeros se sumergen de inmediato en un ambiente social cuya ética obliga al individuo a competir por aumentar su capital. Así lo sancionó Benjamin Franklin y así lo practica Bollettieri.

Atraído por la larga lista de tenistas de éxito que había producido, Yuri viajó con su hija a Florida para inscribirla en la academia Bollettieri. Como dice su fundador, Nick Bollettieri, en su alocución publicitaria: "No sólo producimos jugadores, construimos gente". Queda patente la ética industrial. La escuela opera con mecanismos de factoría. La avalan los resultados. Jugadores como Andre Agassi, Boris Becker, Bjon Borg, Pete Sampras, Monica Seles o las hermanas Williams fueron adiestrados en sus lujosas instalaciones.

"Me pasé dos años sin ver a mi madre, viviendo con mi padre en un mundo distinto", dice Maria, evocando sus primeros años en Estados Unidos. "Es sorprendente, pero cada vez que pensaba en que hacía un sacrificio recordaba que en África hay lugares donde la esperanza de vida es de siete años. Si ahora me dicen que me tengo que instalar en Japón, sería como si me dijeran que debo vivir cabeza abajo. Pero si tuviera seis años sería sencillo".

"Nadie me dijo que debía ser dura, que debía ser una luchadora", dice. "Pero no tenía más que mirar a mis padres. Trabajaron por cada cosa que tuvieron".

La rutina de una fábrica de tenistas dirigida con la lógica del libre mercado puede ser tan monótona como extenuante. Rige el principio de la supervivencia del naturalmente más apto. Y lo natural no suele ser lo menos traumático. Los niños deben estar hechos de una pasta especial para no descuadrarse ante el examen cotidiano de sus fuerzas y habilidades. Sharapova no se impuso por ser más hábil ni más fuerte que la media. Lo hizo por su carácter. Durante su estancia en Florida, cuando la suerte de su familia estaba en sus manos, la niña se comportó con la fiereza de los supervivientes. Igual que su mentora, Navratilova.

Navratilova solía decir que ella no estaba simplemente implicada en el deporte. "Estoy comprometida", matizaba. "¿Sabes la diferencia entre implicarse y comprometerse? Suponiendo unos huevos fritos con jamón, la gallina está implicada. El cerdo está comprometido".

Quizá porque no tuvo más remedio, desde que cogió la raqueta se comprometió. Lo hizo sin analizar las consecuencias. "Hasta los 13 años fui como un palo. Muy flaca", recuerda. "Jugaba torneos contra chicas más fuertes y más grandes, de 16 años, y las ganaba. Pero no recuerdo haberme considerado buena por hacerlo. No sentí que mi vida fuera en ello".

La progresión de Sharapova transcurrió como transcurre la vida de los adolescentes. Sin hacer balances. Como si no tuviera más alternativa. El 22 de agosto de 2005 se convirtió en la número uno del ranking de la WTA. Ese día, su carrera cerró un círculo. La tenista ya no dependía del tenis para asegurarse un porvenir. Comenzó una época de diversificación económica y autogestión. Buscó otros horizontes. Pasó del estado de necesidad al de libre albedrío. Cambió casi todo excepto su ambición congénita. "Ahora no necesito ganar más torneos", dice. "No es cuestión de necesidad. Es cuestión de desear más. Quiero tener más de lo que tengo. Quiero conseguir más".

Sharapova, como muchos de sus compatriotas, asimiló los artículos de fe del pueblo yanqui. Quiere dinero, títulos, proyectos y zapatos. Esto es una confesión: "Soy adicta a los zapatos. Los amo. Es bueno para los ojos. Cuando abres tu vestidor y ves una bonita colección de zapatos… Me hacen sentir orgullosa. Marc Jacobs, Chloé, Manolo Blahnik y Jimmy Choo son mis diseñadores favoritos. Pero sólo uso tacones por la noche. De lo contrario sobrecargo demasiado la espalda".

Consagrada con la ensaladera de Wimbledon empezó a pensar en fijar una residencia para ella y su zapatería. Cogió el globo terráqueo y puso el dedo en California. Imaginó una casa estilo Mies van der Rohe, con grandes cristaleras asomándose al Pacífico. "Acabo de construirme una casa en Manhattan Beach, junto a Hermosa Beach", señala. "Es una casa moderna junto al océano. ¡Soy una chica de playa!".

Quizá por primera vez en su vida, Maria experimentó ciertos placeres hasta entonces vedados. Se apasionó con las canciones de Robbie Williams y Damien Rice, y supo de algo completamente nuevo. Algo prohibido que la estremeció: el aburrimiento. Sobre la relación entre el medio ambiente y el aburrimiento deja una frase para la historia: "Amo la naturaleza, incluso cuando es aburrida". "Prefiero el aburrimiento", discurre, "a vivir en Hollywood o Beverly Hills. Allí la gente no vive en el mundo real. Es un mundo un poquito ji-ji-ja-ja. No necesito ser parte de eso. Manhattan Beach es superfamiliar".

Cuando dice "ji-ji-ja-ja", frunciendo los labios y mostrando los dientes, se acentúa el rictus permanente de fiereza que hay en sus ojos. Queda patente que para ella, como para Benjamin Franklin, el aburrimiento es una bacteria peligrosa que se activa con el ocio. Cuando no juega, Maria lo combate con su atracción antiséptica por lo que llama "grandes ejecutivos". Piensa en gente como Debra Epstein, la vicepresidenta de Canon-USA, o el voluminoso Dee Dutta, vicepresidente de marketing de Sony Ericsson. "Adoro cada minuto que paso con gente que ha hecho tanto en el mundo de los negocios", asegura.

Al hablar de las grandes corporaciones adopta una expresión más grave de la que suele. Más "profesional". Se muestra entusiasmada ante la idea de que sus patrocinadores aceptan sus consejos para incrementar las ventas de cámaras fotográficas y relojes: "No me siento confortable cuando veo que no soy influyente". "Quiero explorar nuevos negocios", continúa. "Adoro la moda. Sé que es un negocio muy difícil y un poco extraño, pero me gusta la ropa y estudio la posibilidad de abrir mis propias boutiques donde sacaría al mercado diseños míos. El diseño es mi hobby. Actualmente tengo una línea de bolsos y joyería para la marca japonesa Samantha Thavasa". A pesar de haber labrado parte de su celebridad gracias a su físico, no se siente atraída por la idea de ser modelo. "No es un trabajo creativo. No supone un riesgo estimulante. No es competitivo. Girar la cabeza a derecha o izquierda no es algo que me suponga un desafío".

"Me gusta el diseño porque si creas un bolso, por ejemplo, te expones a que a la gente no le guste", explica. "Afrontas la verdad. Vivir sin acción me parece aburrido. ¡Soy una aries! No puedo parar. Si estoy con muchas ocupaciones en la cabeza, las cosas me van mejor".

La deidad del tenis entendido como una guerra lucrativa y gimiente concluye su autorretrato diciendo que no piensa hacer comentarios sobre su vida afectiva, si tiene o no tiene novio. Se acomoda su espumosa falda negra de Marc Jacobs y estira sus tres metros de piernas para dirigirlas hacia el salón del casting como alma que huye del aburrimiento. Allí la esperan la industria, la fila de aspirantes a recogepelotas, su intervención resolutiva y unas cuantas cámaras de televisión para llevar el producto hasta los consumidores.

La armada rusa

Sharapova encabeza una invasión de tenistas surgidas del frío. Éstas son seis de sus más destacadas compatriotas. Por Manel Serras.

Dinara Safina

Con 20 años, Dinara Safina es un valor más en auge de la última generación rusa. Hermana de Marat Safin, ex número uno del mundo en el circuito masculino, esta espigada jugadora se está abriendo camino en la élite (es decimotercera del mundo). Este año explotó definitivamente en Roma (perdió en la final ante Martina Hingis). Habla correctamente español, porque se formó en Valencia.

Anastasia Myskina

En 2003 alcanzó la segunda posición. Aquel año fue el de su explosión. Ganó en Roland Garros sin que nadie lo esperara. Entonces, Myskina, envuelta en un halo de misticismo, de rostro impenetrable y mirada en el infinito, desbarató los pronósticos: fue la primera rusa campeona del Grand Slam. Poco después, Sharapova ganó en Wimbledon. Es un producto de la clásica escuela rusa.

Elena Vesnina

Como la mayoría de las rusas, viaja con su padre, Sergei Vesnin, que guía su carrera. Tiene 20 años y ocupa la posición 45ª en la clasificación mundial. No es una gran jugadora y puede que nunca llegue a serlo. Su tenis queda lejos todavía del de Elena Dementieva, quinta del mundo, o Svetlana Kuznetsova (séptima), campeona del Open de EE UU en 2004 y finalista este año en Roland Garros. Aún debe crecer.

Nadia Petrova

Que esta jugadora nacida en Moscú se formara en Egipto tiene explicación. Su padre, Víktor Petrov, y su madre, Nadejda Ilina, entrenaron durante años allí al equipo nacional de atletismo. Su formación física es excelente. Campeona júnior de Roland Garros en 1998, Petrova, de 24 años, ocupa la sexta posición en la clasificación. Este año ha conquistado cinco títulos.

Vera Zvonareva

Odia a los que carecen de sentido del humor y a los embusteros, y da la sensación de que ésas son premisas fundamentales en su vida. A sus 22 años (posición 34ª), ha inscrito su nombre en cinco torneos del circuito. Nacida y residente en Moscú, juega desde el fondo con dos potentes golpes, 'drive' y revés, y le da lo mismo tierra batida, hierba o superficies rápidas. Su estilo de juego es limitado, pero efectivo.

Anna Chakvetadze

De 19 años y en la posición número 24, es una de las últimas exportaciones rusas. Su madre, Natalia, fue la culpable de que empezara a jugar a los ocho años en Moscú, donde nació. Aunque hasta ahora no ha ganado ningún torneo, responde a los parámetros de las últimas generaciones de jugadoras rusas: un físico portentoso que le permite golpear con potencia desde el fondo de la pista.

Prisas por ganar.

Por Manel Serras

¿Su tenis? Sí, eso también interesa. Pero más que su tenis, lo que la gente busca de Maria Sharapova es su imagen. Viaja por el mundo rodeada por una aureola que no se corresponde en absoluto a la forma en que a ella le gustaría vivir. Sharapova quiere ser ante todo una tenista, nada más que eso. Pero el Sony Ericsson WTA Tour y sus agentes de IMG, la empresa que representa sus intereses, se han empeñado en que además tiene que ser una estrella, una modelo, y quién sabe si algún día también una artista de cine.

Ésa es la contradicción en que está atrapada. Cuando llegó a Bradenton (Florida, Estados Unidos), procedente de Sochi (Rusia) no se había planteado nada de eso. Se puso en manos del famoso entrenador Nick Bollettieri, creador de fenómenos como Andre Agassi, Pete Sampras o Jim Courier, porque la legendaria Martina Navratilova la había visto jugar a los siete años en un torneo en Moscú y les aconsejó a sus padres que la llevaran a Estados Unidos en busca de un entrenador de alto nivel. Aquel consejo no cayó en saco roto. Su padre, Yuri, pidió un préstamo y con 700 dólares en el bolsillo se fue a realizar el sueño americano.

Una historia parecida a tantas otras, pero que esta vez acabó en éxito. "Cuando llegaron", recuerda Nick Bollettieri, "no tenían ni idea de inglés y sus recursos eran escasos. Maria parecía una chica bastante dotada para el tenis, pero quedaba mucho trabajo por hacer. Cualquier previsión era una gran incógnita. Pero tenía un gran valor: trabajaba hasta conseguir la perfección en cada golpe, en cada desplazamiento. En todo, porque en menos de cuatro meses hablaba un inglés bastante correcto". Sí, en aquellos años su padre trabajaba de cualquier cosa y en la ilegalidad, pero ella mejoraba constantemente su tenis.

Quemó etapas a toda velocidad. Había necesidades que cubrir. Y Sharapova no aceptaba el fracaso. A los 14 años se convirtió ya en profesional y firmó sus primeros contratos importantes con Nike, con la agencia de modelos de IMG, con raquetas Prince. Todos ellos fueron suculentos. Los publicistas comenzaban a vislumbrar no sólo a una buena jugadora de tenis, sino también una cara bonita, una figura esbelta, una preciosa melena rubia. En definitiva, empezaban a configurar la sucesión de su compatriota Ana Kurnikova, perdida ya definitivamente para el tenis de tan integrada como estaba en su nuevo entorno social de la moda, la publicidad y la imagen.

En 2002, su tenis comenzaba ya a hacer estragos en la categoría júnior. Sus progresos quedaron confirmados cuando alcanzó la final del Open de Australia, luchando con jugadoras que la superaban hasta por tres años. Allí comenzó a emerger la gran Sharapova, aquella chica que sólo un año más tarde sería ya capaz de ganar los torneos de Tokio y Quebec y ascender meteóricamente en la clasificación mundial hasta situarse entre las 30 mejores del circuito. Entonces no era nadie todavía. Pero su cara había aparecido ya en las revistas W, YM, People; le habían hecho reportajes en USA Today y apareció en el show de Craig Kilbom en la cadena de televisión CBS. Cuando concluyó su paso por su primer Wimbledon, en el que llegó ya a octavos de final, el WTA Tour la cogió de la mano y la paseó por la sala de prensa para que se fuera familiarizando con los periodistas.

Y entonces se produjo su gran explosión. Llegó en un año complicado para el circuito femenino. El interés estaba descendiendo por la caída de las hermanas Williams, por la baja forma de Monica Seles y Jennifer Capriati, por el poco carisma de las dos jugadoras belgas Kim Clijsters y Justine Henin. Hacía falta una gran jugadora capaz de despertar pasiones, una nueva Kurnikova. Y cuando Maria Sharapova ganó a Serena Williams en la final del torneo de Wimbledon en 2004, los dirigentes del circuito y de algunas otras empresas relacionadas con el tenis femenino respiraron tranquilos.

Es difícil afirmar que la calidad de su tenis merecía un triunfo tan importante. Algunas jugadoras creen que no. Pero Sharapova supo estar ahí, preparada, jugando un gran tenis, con golpes profundos y potentes, y con mucho sacrificio. Y obtuvo el mejor premio: ser la única rusa campeona de Wimbledon. Una hazaña que cambió su vida, la cubrió de oro -sus ganancias se calculan en 20 millones de dólares anuales- y la situó a un nivel mediático similar al de su compatriota Ana Kurnikova, a la que nunca quiere compararse. Pero, a pesar de sus triunfos -posee 12 títulos-, de su final en el Open de Australia, de moverse entre las cuatro mejores del mundo, siempre seguirá siendo la segunda rusa, siempre irá siguiendo la estela de la bella Ana, a pesar de que ésta nunca logró ganar un torneo de tenis. Aunque no lo acepte ni le guste, ésa será su cadena perpetua.

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Sobre la firma

Diego Torres
Es licenciado en Derecho, máster en Periodismo por la UAM, especializado en información de Deportes desde que comenzó a trabajar para El País en el verano de 1997. Ha cubierto cinco Juegos Olímpicos, cinco Mundiales de Fútbol y seis Eurocopas.

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