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Reportaje:ESCALERA INTERIOR

Los ojos de Miguel

Almudena Grandes

La escritora esperaba a un anciano, y no lo encontraba.

En el barullo de gente conocida y desconocida que se arremolinaba ante la puerta de la sala, ella buscaba con los ojos a un hombre de setenta y siete años, previsiblemente arruinado, encorvado, de paso lento y piernas frágiles. El estereotipo no era el único origen de su confusión. Pesaba, además, la historia en sus dos versiones, la implacable mayúscula de los acontecimientos recogidos en los libros de texto, y la aún más implacable, íntima minúscula de una historia personal, la crónica de una tragedia que había permanecido en secreto hasta hacía muy poco tiempo.

Un hombre de setenta y siete años que no había cumplido los cuatro cuando fusilaron a su madre, y tres días después, a su padre y a su hermano mayor. Un hombre de setenta y siete años, el más pequeño de seis hermanos supervivientes, huérfanos por completo, para siempre, porque el cura de su pueblo, Guillena, en la provincia de Sevilla, había vivido siempre como una afrenta personal e imperdonable la boda civil de sus padres, que vivieron juntos negándose, una y otra vez, durante todo el tiempo en el que llegaron a criar a sus siete hijos, a que su matrimonio pasara por las puertas de una iglesia. Ese fue el origen de la denuncia que otros decidieron completar ejecutando, en primer lugar, a la mujer en un paraje aún desconocido. Con ella murieron, y con ella permanecen ocultas, hasta diecisiete mujeres más, a las que sus familias buscan desde entonces. Así, un hombre de setenta y siete años fue condenado a la orfandad, cuando solo tenía tres, por un motivo que ahora parece increíble, imposible, inverosímil. Una realidad que parecería una pura exageración interesada, partidista, si no fuera porque la historia de Miguel, de su familia, es escrupulosamente cierta.

"Un hombre fue condenado a la orfandad por un motivo que ahora parece increíble"

Solo por eso, porque conoce el peso abrumador de su sufrimiento, la escritora esperaba a un anciano, y no a este hombre alto, tieso, de pelo blanco y gesto enérgico, a quien nadie atribuiría de entrada su verdadera edad. Y sin poder explicar por qué, esperaba también que viniera solo, y no acompañado por gente joven, aquella chica que le tocó en un brazo cuando ya creía que Miguel no acudiría a la cita que habían concertado sin demasiada precisión, a través de amigos y conocidos. A medida que pasaban los minutos, llegó a temer que nunca se conocerían. Y sin embargo, allí estaba, tan diferente del anciano al que ella esperaba.

Era la primera vez que estaban juntos, frente a frente, pero un lazo profundo, misterioso, les vinculaba desde hace algún tiempo. Cuando aceptó participar en una serie de spots documentales en apoyo de las víctimas del franquismo, ella jamás pensó en esta clase de consecuencias. Tampoco escogió el papel que le había tocado representar, un caso seleccionado por su valor tipológico, representativo de un "modelo" de asesinato político que se repitió con frecuencia en la retaguardia del ejército rebelde, en aquellas zonas donde la posguerra comenzó en el verano de 1936. Le ofrecieron esa historia y ella la aceptó, la interiorizó, se familiarizó con el horror que implicaba, la recitó delante de una cámara. Pero cuando dijo la primera frase, Me llamo Granada Garzón de la Hera, no fue consciente en ningún momento de que, en el mismo pueblo de Sevilla donde su personaje había vivido siempre, seguía viviendo su hijo menor, un hombre de setenta y siete años que nunca, jamás, en toda su vida, había tenido la oportunidad de escuchar esas palabras simples, corrientes, inofensivas, de los labios de su madre, la verdadera Granada Garzón de la Hera, a la que no llegó a conocer.

Esa verdad temblaba en los ojos de Miguel cuando se encontró con la escritora en un vestíbulo abarrotado de gente. Esa verdad la abrumó, la paralizó, le abrió un agujero en el centro del cuerpo, y de la conciencia. Los ojos de Miguel temblaban, y ella los miraba, y leía en ellos una emoción tan propia, tan semejante a la que sentía, que no encontró las palabras justas para expresarla, una buena manera de decir lo que le estaba pasando en aquel lugar que de pronto parecía vacío, aquel ruido que de pronto se convirtió en silencio, aquel silencio que Miguel rompió con palabras menos elocuentes que el brillo de sus ojos.

Fue un momento tan intenso, tan especial, tan diferente a ningún otro que hubiera vivido antes, que la escritora, sometida a la presión del reloj, las miradas curiosas de algunas personas que les miraban sabiendo que allí estaba pasando algo, aun sin saber muy bien qué estaba pasando, lamentó después haber estado torpe, quizá inexpresiva, muy por debajo, en cualquier caso, de los ojos de Miguel.

Habrá otros días, un tiempo más tranquilo, más lento, la ocasión de comer en una casa de Guillena, de hablar largo y tendido sobre aquellos días lejanos y estos más recientes. Pero, al despedirse de él, lo más importante para ella fue saber que nunca podrá olvidar este momento. 

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.
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