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Reportaje:

De orígenes y contagios

Juan Gabriel Vásquez

A Fernando Vallejo le preocupa el español. Me lo encontré hace pocos días y tuve la curiosidad de preguntarle cómo veía el asunto, ahora que una serie de nuevas normas ortográficas había puesto sobre la mesa el tema de los varios españoles, sus usos e idiosincrasias, sus identidades y sus manías. La autoridad de Vallejo, como quizás saben ustedes, no viene sólo (o solo) de haber escrito algunas de las novelas más interesantes de la literatura colombiana reciente -La virgen de los sicarios o El desbarrancadero-, sino también de un libro que no se suele contar en su bibliografía: Logoi. Una gramática del lenguaje literario, cuya edición por el Fondo de Cultura Económica se ha convertido en un animal raro que se avista con poca frecuencia. Pues bien, Vallejo está contento con lo que simbólicamente significa el remezón ortográfico, un memorando de que España es sólo (o solo) una de las provincias del idioma, y no el idioma. En cuanto a cosas más particulares, Vallejo cree que quitarle el acento a tal o cual pronombre está bien, que quitárselo a truhán está mal, que no importa decirle ye a la i griega pero que decirle uve a la v corta, en cambio, es un monumental despropósito. "Tú me dictas el nombre de este banco por teléfono y yo, que no conozco el banco, escribo: BBUBA. Y se arma un lío horrible".

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Pero lo que más preocupa a Vallejo es la lengua que las nuevas generaciones -y por nuevas generaciones él entiende todos los menores de cincuenta años, más o menos- hemos recibido, la que nos ha tocado en suerte. "Una lengua sin gracia, sin expresividad", me dice Vallejo. "Una lengua llena de anglicismos". Y bueno, es verdad que el español latinoamericano se ha dejado contagiar, a veces de manera grave, de traducciones equivocadas o simplemente mediocres; y es verdad que muchos de nuestros novelistas, recientes y no tanto, parecen haber hecho un voto de pobreza, una voluntaria reducción de su caja de herramientas. Pero yo, por lo menos, nunca he logrado compartir ese miedo a la contaminación, a los riesgos que pueda correr mi lengua cuando se abre a las influencias de las otras. Parte del malentendido, como ya escribí en otra ocasión, es pensar que el español literario se comporta igual que el español de la calle, el español del mundo que podríamos llamar no escrito. No es así. Y Vallejo lo sabe mejor que nadie: acusado de oralidad en sus escritos, ha tenido que recordarles a sus críticos que cualquier lengua literaria es una creación, una invención del autor, aun la más "oral" de ellas, aun la de apariencia más callejera, o más mundana, o más vulgar. En Logoi lo dice mejor: "La prosa es como una lengua extranjera opuesta a la lengua cotidiana". Y así resulta que América no sólo (o no solo) contiene veinte versiones posibles del español (inlcuido el de Estados Unidos), sino que cada una de ellas se convierte en otra cosa cuando con ella se hace o se trata de hacer literatura.

Por supuesto que el español latinoamericano es confuso desde sus orígenes. Tenía que serlo: contar el mundo nuevo no estaba al alcance de la lengua peninsular, que se había adaptado a su terreno y no podía imaginarse lo que le iba a tocar enseguida. Yo no sé si el mundo crea la lengua o es más bien al revés, pero puedo imaginarme que es en las crónicas de Indias, como lo sabe todo el que conozca el discurso de García Márquez al recibir el Premio Nobel, donde nace la lengua literaria latinoamericana. No sé quién habló por primera vez de Nuevo Mundo, pero sí sé quién escribió la expresión: fue Pedro Mártir de Anglería, que en 1493 y en Barcelona escribió a Juan de Borromeo una carta que decía: "Ha vuelto de las Antípodas Occidentales cierto Cristóbal Colón, de la Liguria, que apenas consiguió de mis reyes tres naves para ese viaje, porque juzgaban fabulosas las cosas que decía". El Nuevo Mundo empezó a ser contado allí, con las cosas fabulosas que decía Colón, y seguiría contándose y por lo tanto naciendo, después de las primeras crónicas, en las memorias de Bernal Díaz del Castillo (que escribía desde Guatemala), en los versos pareados de Juan de Castellanos (que escribía desde Tunja), y luego en la primera novela sin ficción de la lengua: El carnero, de Juan Rodríguez Freyle (que escribía desde Bogotá). En la entrevista que le concedió a mediados de los años setenta, Carlos Barral le explica a Joaquín Soler Serrano su teoría sobre aquel fenómeno, todavía reciente, que él mismo ayudó a forjar y que se conocería como Boom latinoamericano. Palabras más, palabras menos, lo que Barral viene a dar como razón de la preeminencia de la novela latinoamericana es el cruce casual y afortunado de dos elementos: un mundo que narrar y una lengua con que narrarlo. Los escritores alemanes, por decir algo, tienen la lengua, la lengua de Goethe y de Schiller, pero no tienen el mundo, o su mundo ya ha se ha agotado; los escritores de ciertas lenguas africanas, en cambio, tienen el mundo pero no tienen la lengua, no tienen una tradición en que apoyarse. Perdonémosle a Barral este momento de incorrección política y vayamos al fondo de lo que dice. El español es una lengua literaria secularmente probada; ahora se ha encontrado con el mundo primigenio de Latinoamérica, con ese mundo mítico y original que nunca ha sido contado como lo estaban contando entonces, y el resultado es esto que estamos viendo: la generación que escribe Cien años de soledad o La casa verde, y antes de ellas Los pasos perdidos, Pedro Páramo o Terra nostra.

Pero lo que no dice Barral es que había por entonces -como hay ahora- otra Latinoamérica cuyo español transitaba por otros espacios, inventaba otros espacios. La lengua de Cabrera Infante es hija de Cervantes, pero también de su roce y su contagio con el inglés norteamericano; la lengua de Borges, tan clásica, es profundamente revolucionaria en su voluntaria contaminación anglófila, en su deseo de ir siempre más allá de las fronteras castellanas. Y algo similar sucede con Lezama o Manuel Puig, aunque por razones distintas. Así, enredándose y chocando con otras lenguas y sus impurezas, nace poco a poco la lengua que llamamos nuestra. Todo lo había previsto Borges en esos versos que otras veces he recordado:

Mi destino es la lengua castellana,

El bronce de Francisco de Quevedo.

Pero en la lenta noche caminada

Me exaltan otras músicas más íntimas.

Yo espero que a nosotros también nos suceda.

Imagen de la biblioteca de la Universidad de Salamanca.
Imagen de la biblioteca de la Universidad de Salamanca.Navia

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