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Reportaje:MÉXICO

Una paciente locura

Más de 20 millones de habitantes confluyen en el trepidante Distrito Federal y su zona metropolitana.

Hay personajes históricos que ostentan el honor de rotular con su nombre no una, ni dos, sino... 178 calles de la ciudad de México. Es el caso del presidente Venustiano Carranza. Lo contó el escritor Juan Villoro en un artículo sobre las dificultades de orientarse en esta ciudad inconmensurable: "Aquí el GPS es lo mismo que el canto de las sirenas para Ulises, una agradable tentación que lleva a la locura".

Pero no es, ni mucho menos, la única tentación a la locura. El Distrito Federal y su zona metropolitana acogen a más de 20 millones de vecinos (chispa más o menos, los mismos que Andalucía, Madrid y Cataluña juntas) y una superficie total de 7.854 kilómetros cuadrados o, lo que es lo mismo, 600 kilómetros cuadrados más que el País Vasco. Dicen que en tiempos de los aztecas existía un remolino tan fuerte en el lago de Texcoco -sobre cuyo lecho se erige parte de la ciudad actual- que engullía a las canoas que se acercaban. Para evitarlo, delimitaron la zona colocando dos banderas. Pantitlán es un vocablo náhuatl que significa "entre banderas" y es también el nombre de la mayor estación de metro de la Ciudad de México. Como si se tratase de un homenaje diario a los aztecas, a las cinco y media de la mañana, la estación de Pantitlán empieza a engullir cristianos, arrebatándoselos al amanecer. Al final de cada día, alrededor de cuatro millones de chilangos -así admite la RAE que se les llame coloquialmente a los naturales del DF- surcan la ciudad bajo tierra, a tres pesos el boleto (0,181 euros).

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¿Que como es posible vivir en una ciudad así? Con paciencia, con muchísima paciencia. La que, por ejemplo, derrocha Graciela.

Graciela trabaja de lunes a sábado, diez horas por día, a razón de 350 pesos -21 euros- la jornada. La vida le sonreiría si no fuese porque Graciela, empleada de hogar, tarda cada día dos horas y media para llegar hasta su trabajo en el centro de la ciudad, y otras dos y media -o tres- en regresar a su casa, situada en una colina escarpada y a medio urbanizar del Estado de México. Cada mañana y cada anochecer, Graciela, una mujer de 50 años, ascendiente indígena, creyente y de buen humor, tiene que pasar por los mejores barrios del Distrito Federal. Casi nunca viaja en metro, porque sus 11 líneas y sus 200 kilómetros de vías -80 kilómetros menos que el de Madrid- son claramente insuficientes. Así que cubre el trayecto en un pesero -un microbús- y luego en otro y luego en otro, muchas veces de pie, observando por la ventanilla los lujosos hoteles del paseo de la Reforma, las inalcanzables mansiones de Las Lomas o los helicópteros en los que los más poderosos de la ciudad se desplazan driblando, ellos sí, el tráfico desquiciante. Pero Graciela ni se inmuta.

A Francisco Mata, fotógrafo mexicano que lleva 20 años bajando a las tripas del metro para retratar a los viajeros, le llaman poderosamente la atención dos aspectos. El primero es la capacidad de abstracción de los habitantes de una ciudad en la que es imposible estar solo: "Hay parejas rodeadas de gente que se besan como si estuvieran en un callejón apartado. La sensación de estar solo en medio de la masa. La necesidad de abstracción". Lo otro que le llama la atención es el civismo: "Vas en el metro y vas seguro. Es un caos ordenado. No hay violencia. La bronca empieza cuando sales...".

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