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IDA Y VUELTA
Columna
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Tantas palabras

Antonio Muñoz Molina

Creo que cuanto mayor me hago me vuelvo menos indulgente con la palabrería. No sólo la de los otros: también la mía propia. En una librería algo desastrada de mi barrio de Nueva York, que cerró hace unos meses, como van cerrando tantas, veía siempre que entraba una frase de Hemingway escrita en grandes letras encima de una puerta. Un escritor debía poseer, dice Hemingway, a built-in bullshit detector: un detector innato de palabrería. Yo leía esa frase cada vez que entraba a la librería claramente destinada a la ruina y me preguntaba no sin aprensión si ese detector innato estaba entre las herramientas con las que hago mi trabajo, o si funciona siempre, o si algunas veces, aunque salte la alarma indicando la palabrería o la tontería, no habré dejado de escucharla. Uno encuentra tantos motivos para no estar alerta, o para permitirse una flaqueza con la esperanza de que el lector no la advertirá, o no le dará importancia. Miraba al librero y comprendía que su capacidad para admitir cualquier clase de bullshit menguaba a cada hora, cada día en que los clientes eran menos escasos y en el que se le amontonarían las deudas del alquiler y de la luz. En Nueva York la vida real es demasiado cruda para que la endulcen las palabras. Por esa acera de la parte alta de Broadway, cerca de la universidad de Columbia, pasaban los estudiantes en riadas, pero no se paraban casi nunca delante de la librería, ni siquiera hojeaban los libros de saldos dispuestos en cajones como una pobre tentación delante del escaparate, ni siquiera los robaban. Me acordé con remordimiento, casi con nostalgia, de cuando lo propio de los estudiantes era robar libros, muchas veces con el argumento oportuno de que la propiedad es un robo. Pero los estudiantes que pasaban por delante de la Morningside Bookstore ni siquiera apartaban los ojos de los iPods y los iPhones para mirar un momento aquellas antiguallas, en muchos casos con las cubiertas cuarteadas por la larga exposición al sol y a la intemperie.

Un escritor ha de poseer un detector innato de palabrería. De boludeces, dice una traducción argentina de bullshit; de pendejadas, dice una traducción mexicana, que sugiere de paso la variante española: gilipolleces. A Hemingway no es que le funcionara perfectamente su detector, o que le funcionara siempre. Los desmayos poéticos de El viejo y el mar están a un paso de Paolo Coelho, y en Las nieves del Kilimanjaro o en París era una fiesta es embarazoso asistir a tanta novelería narcisista y masculina, la autenticidad del gran machote cazador y bebedor que deja en ridícula evidencia a los que no le llegan a su altura, especialmente al pobre Scott Fitzgerald, que no sólo estaba fascinado por los ricos, como un papanatas, sino que además la tenía muy pequeña.

Pero uno quiere creer que los anglosajones son menos propensos a esa gran enfermedad hispánica, la vaguedad palabrera, la sobreabundancia, la concepción acústica del estilo, como decía Borges, que la atribuía sobre todo a los españoles. El inglés es una lengua más seca, mucho más monosilábica, un instrumento práctico adecuado para el comercio, la ciencia, la técnica, los manuales de instrucciones. Los traductores del español al inglés se quejan siempre de la longitud de nuestras frases. A muchos escritores españoles y latinoamericanos nos deslumbraron las parrafadas interminables de William Faulkner, su proliferación selvática de adjetivos y de frases subordinadas. Las imitamos sin darnos mucha cuenta, y para nuestra sorpresa esta misma desmesura nos vuelve exóticos para quienes leen y hablan en el mismo idioma que Faulkner manejó. Pero es que Faulkner, además, no es ese monarca de la literatura americana que nosotros imaginábamos, sino una figura más bien lateral, demasiado marcada por su aislamiento de las corrientes principales de la novela y por su pertenencia al mundo, culturalmente tan lejano, del Sur. Faulkner, tengo la impresión, sobrevive más como lectura en los departamentos universitarios de inglés que como ejemplo vivo para los escritores. Y a los americanos siempre les extraña que nosotros, los europeos, los latinoamericanos, nos interesemos tanto por un novelista tan marcadamente regional.

Quizás nos ha perjudicado el barroco. El barroco es el vendaval de palabrerías y formas desatadas de la Contrarreforma, el mareo de ángeles y nubes y santos con los ojos vueltos y dioses en el interior de las cúpulas de las iglesias romanas, el contoneo decorativo de las columnas salomónicas, la metástasis de los retablos con recovecos de dorados y de polvo, la gesticulación de los predicadores apostólicos proclamando saberes tan exclusivamente acústicos y palabreros como el misterio de la Santísima Trinidad. En el siglo XVII el inglés y el holandés eran usados para describir por primera vez el interior de una célula mirada a través del microscopio o para redactar severos contratos comerciales. El español se hinchaba prodigiosamente con el aire recalentado de la oratoria sagrada, de las fantasmagorías verbales de los leguleyos y los burócratas que intentaban regular minuciosamente, desde una covachuela del alcázar de Madrid, las geografías de continentes y océanos, la vida en las Indias, la navegación entre Acapulco y las Filipinas. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos es un documento circunspecto que tiene algo de manual de instrucciones para poner en práctica el funcionamiento de un país. La historia constitucional de España y de América Latina es una torrentera de palabrerías que no ha cesado en dos siglos, una biblioteca de legislaciones fantásticas que pasaron a toda velocidad del pergamino al papel mojado. Los mandatarios han sido tan fértiles en la invención de bandas, condecoraciones, charreteras y uniformes como en el fragor de los discursos. En nuestros países, con acentos distintos, la política consiste sobre todo en levantar y derribar grandes edificios, catedrales barrocas de palabras.

La política y cualquier clase de solemnidad. Según los índices internacionales España es un país de productividad económica muy baja, pero si hubiera índices de productividad de discursos -su cantidad, su duración, el número de palabras per cápita- quizás estaríamos muy cerca de la cabecera del mundo. La generación del 27 se enamoró de Góngora y produjo una prosa tan vacua de palabrería que aún hay eruditos que pierden el juicio intentando descifrarla, o abarcarla. Cada momento del día, en cada lugar de España, en cada país de América, hay un alcalde, consejero, viceconcejal, caudillo, presidente vitalicio, académico, preboste, pronunciando un discurso, más o menos florido, más tosco o más recamado. Hasta un tirano tan desabrido como el general Franco segregaba discursos suficientes como para llenar una hilera de volúmenes en la biblioteca pública a la que yo iba de niño. El cantante Antonio Molina me contó hace muchos años que asistió al primer discurso de Fidel Castro en un teatro de La Habana, y que duró tanto y estaba el público tan apretado que se meó tres veces sin moverse del sitio.

Así que al escritor en español le cuesta mucho poner a punto su detector de palabrería. Debería uno palidecer cada vez que un lector bien intencionado lo elogia por escribir muy bien. Escribir bien es pedirle a la inteligencia el nombre exacto de las cosas. Pero ni siquiera el gran Juan Ramón Jiménez fue siempre inmune a la palabrería.

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