Los pelos de punta
He aquí un uniforme al que no le falta detalle, un completo, que dirían en el burdel: camisa blanca, corbata negra, cordones trenzados, hombreras con chorreras (o chorradas, ahora no caigo), galones a tutiplén, chatarrería al por mayor, banda de colorines, botones bruñidos y, dentro de él, un gilipollas clásico. Se nos olvidaba mencionar, perdón, la gorra de dos pisos (los dos vacíos pese a encontrarse a la altura del cerebro) y dotada de una superficie plana con capacidad para un helipuerto. Como complemento a toda esa parafernalia (qué rayos significará parafernalia), las gafas de sol gansteriles y la varita fálica de dar órdenes con el pene, o sea, por cojones. A los poderes absolutos (incluso a gran parte de los relativos) les encantan los uniformes. Se trata de una filia perversa (como la pedofilia, la coprofilia o la necrofilia) que tapa carencias imposibles de ocultar por medios menos aparatosos. Cuanto más absolutos son esos poderes, cuanto menos pensamiento contienen, cuanto más se acercan a la simplicidad del paramecio, mayores son sus galas y sus ceremoniales. De ahí la afición de quienes se arrogan la representación de Dios o de los dioses a los zapatos rojos, por ejemplo, a las casullas bordadas con hilo de oro, a los sombreros excéntricos, a los báculos acojonantes y a los vestidos talares, que dan mucho juego. Una gilipollez, de acuerdo, pero una gilipollez con la que el idiota de la fotografía ha gobernado durante 40 años, los mismos más o menos que Franco, otro que cuando se vestía de domingo ponía los pelos de punta al más templado.