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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Son pláticas de familia

Marcos Ordóñez

Quizás Ritter, Dene, Voss (1984) sea -mano a mano con Minetti- la mejor pieza dramática de Bernhard. La menos reiterativa, la más musical, la mejor estructurada. El rigor estructural reconcentra el hervor y le pone límites, modula el aullido. Tal vez un poco más de concentración la haría fulminante, pero a costa de la sensación de asfixia. Empleo el título original porque el de la función estrenada en el Romea, Almuerzo en casa de los Wittgenstein (posiblemente tomado de la versión francesa), me parece equívoco. Ritter, Dene, Voss no es un retrato de Ludwig Wittgenstein y de su familia. El personaje central es una invención, una mixtura entre Ludwig, el filósofo, y su sobrino loco, Paul, gran amigo de Bernhard, y protagonista del que para mí también es su mejor libro, El sobrino de Wittgenstein: ferozmente alegre. Sólo se puede ser feroz desde la alegría, o lo escrito se convierte en un latazo pomposo. El filósofo, desde luego, no era un loco. Las hermanas no sé cómo serían, pero está claro que Bernhard deforma, exagera, esperpentiza. Aquí son dos actrices del Josefstadt; actrices "protegidas", que actúan cuando les apetece: la familia posee el 51% de las acciones del teatro. En el texto no se llaman Wittgenstein sino Worringer, tal vez para evitar un pleito, o para tener más libertad de invención. Ritter, Dene y Ludwig Worringer. El título original es un homenaje a los actores que la estrenaron -Ilse Ritter, Kirsten Dene, Gerd Voss- por los que Bernhard sentía un inusual aprecio. Es la primera vez, que yo sepa, que Ritter, Dene, Voss se da en castellano. En los noventa, Calixto Bieito la presentó en catalán: El dinar. Y hará tres años, Krystian Lupa ofreció una puesta extraordinaria, alucinante, en el María Guerrero.

Humor concentrado en los crescendos exasperados, en la muda coreografía de las hermanas mostrando sus retratos como niñas pilladas en falta... Carmen Machi está fantástica: su forma de llenar de vida el texto, su rostro de verdadero horror ante las embestidas del hermano, su naturalidad

La obra, dirigida por Josep Maria Mestres, comienza con la noticia de que Ludwig (Mingo Ràfols), que acaba de salir del manicomio vienés de Stenhof, vuelve a la casa familiar, reclamado por Dene (Carmen Machi), la hermana mayor. La vida de las dos hermanas es un vals negro de rencores, cuentas pendientes, reproches concéntricos. El malestar se ha repartido: la pequeña Ritter se quedó el asco, la abulia, el sarcasmo continuo; Dene, la pulsión ordenancista bajo la máscara del nunca pasa nada. Para Ritter, todos sus males son fruto de una herencia insoportable. "Somos de Henry James y no de nuestros padres", le responde Ludwig, con su lucidez aforística. Dene, que se desvive por su hermano, intenta ser para él, sin suerte, una segunda madre. Ritter, la que presuntamente nunca tuvo talento, está harta de todo y quiere desmontar la ficción del feliz reencuentro. Cada una luchará por llevar al monstruo a su terreno. El salón-comedor de la mansión, diseñado por el escenógrafo Pep Durán, es de un realismo absoluto: un lugar inmaculadamente opresivo, con viejos retratos familiares, puertas macizas y muebles estilo Remordimiento. El humor es la mejor baza del espectáculo de Mestres. Humor concentrado en los crescendos exasperados (las formidables escenas de los pasteles y del armario roto, que Mestres monta casi como entradas de clowns), en la muda coreografía de las hermanas mostrando sus retratos como niñas pilladas en falta, o en la interpretación de Machi (a veces un poco obvio en la gestualidad obsesiva: alisar manteles, alinear cubiertos). Carmen Machi está fantástica: su forma de llenar de vida el texto, de modular tonos, ritmos e inflexiones; su rostro de verdadero horror ante las embestidas del hermano; su naturalidad. Le da al personaje una ligereza muy a lo Amparo Rivelles, como si la obra sucediera en un ático del barrio de Salamanca o en la casa astorgana de los Panero, esperando a Leopoldo María. A Àngels Bassas, excelente actriz, le sobra retórica declamatoria y le falta incandescencia neurótica. Quizás el humor anide en el perfil que le han marcado de mujer fatal a lo Veronika Lake (melena, cigarrillo, poses), como si su personaje se hubiera quedado aprisionado en una película de la RKO o en una representación pomposa de Extraño interludio. Entendería mejor ese juego si ella fuera más mayor y tuviera un punto Baby Jane. Es una composición seria y esforzada, pero creo que su primer acto ganaría mucho si diera el texto más casual, más veloz, sin pesar tanto las frases ni lanzarlas al tendido como sentencias. En el tercero, en cambio, cuando escucha a Ludwig y le habla desde una fatigada neblina alcohólica, cada vez más divertida y cómplice porque ve en su hermano al saboteador que va a hacer saltar todo por los aires, está estupenda y en su punto.

Mingo Ràfols también va de menos a más. Al principio sentimentaliza a Ludwig, al que convierte en un fatigoso cruce entre Rain Man y Peliche: demasiados tics, demasiadas miradas al vacío con ojos de cordero degollado. Diría que no es eso: el hermano loco parece un tipo enredado en su pensamiento como en un invisible alambre de espino. Ràfols lleva a cabo un trabajo extenuante, con un texto endiablado (de hecho, los tres intérpretes han de bregar con un quintal de palabras), pero no comienza a pisar firme hasta que la furia se convierte en su motor: despega en el momento de su rotunda negativa a ser tratado por el ominoso doctor Frege. A partir de ahí ya no hay quién le pare, y el referente circense domina todo el tercer acto, con las líneas de tensión claramente establecidas: Ràfols es el augusto enloquecido, Machi es el clown que recibe las bofetadas y Bassas el contraugusto que disfruta sádicamente (y también se lleva algún que otro tortazo). Hablando de humor, si bien se mira, la obra podría leerse como una versión envenenada de El hombre que vino a cenar, de Kauffman y Hart: un tipo insoportable llega para demoler un orden cerrado. El doble final es una de las muestras del talento compositivo de Bernhard: en lugar de acabar con la conclusión "cantada" (la Heroica a todo trapo mientras Ludwig vuelve del revés los cuadros familiares), es decir, con el estallido liberador, opta por un lúcido anticlímax: la familia, eternamente reconstituida, se sienta de nuevo a la mesa y todo vuelve a empezar. Que no se me olvide: un aplauso para la vivísima traducción de Miguel Sáenz, la "voz española" de Bernhard tanto en novelas como piezas dramáticas.

Almuerzo en casa de los Wittgenstein (Ritter, Dene, Voss), de Thomas Bernhard. Traducción de Miguel Sáenz. Dirección de Josep Maria Mestres. Hasta el 15 de agosto. Teatro Romea. Barcelona. www.teatreromea.com.

Àngels Bassas y Carmen Machi, en una escena<b> de</b><i> Almuerzo en casa de los Wittgenstein (Ritter, Dene, Voss),</i> de Thomas Bernhard, dirigida por Josep Maria Mestres.
Àngels Bassas y Carmen Machi, en una escena de Almuerzo en casa de los Wittgenstein (Ritter, Dene, Voss), de Thomas Bernhard, dirigida por Josep Maria Mestres.DAVID RUANO

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