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Reportaje:PERSONAJE

La premonición del mito Senna

Pedro Zuazua

Aquellos besos fueron proféticamente macabros. En diciembre de 1988, la televisión brasileña emitía un programa navideño especial de la actriz Xuxa. El invitado era el piloto de fórmula 1 Ayrton Senna, con el que mantenía una relación sentimental. Tras presentarle, y después de compartir confidencias y deseos al oído en prime time, Xuxa le deseó una Feliz Navidad y un próspero año nuevo. Con la emoción, la presentadora le llenó la cara de carmín. A razón de un beso por año: "Feliz 1990, feliz 1991, feliz 1992, feliz 1993...". Y ahí se detuvo.

Ayrton Senna falleció el 1 de mayo de 1994, en un accidente durante el Gran Premio de San Marino, en el circuito de Imola. La curva de Tamburello fue el final de un mito, de un brasileño convertido en icono mundial. Senna, un documental que ganó el Premio del Público en Sundance y que ha llegado a los cines españoles este fin de semana, recorre la trayectoria del piloto brasileño. La cinta, dirigida por el británico Asif Kapadia, deja entrever cómo la fatalidad rondaba la existencia de Senna.

Bajo la lluvia de Mónaco, Senna iba segundo. Se dio la orden de parar la carrera. Pero no hizo caso. Adelantó a Prost y empezó la enemistad
"No soy inmortal, sé que corro un peligro constante. Pero no voy a renunciar a mi pasión. Por mucho miedo que tuviera. Es mi vida"

Hijo de una familia de clase media, Ayrton era el segundo de tres hermanos. Siempre quiso ser piloto. Con cuatro años ya estaba al volante de un kart. "Quería correr, y por eso prestaba atención en el colegio, para que los deberes no le quitaran tiempo", afirmaba Doña Neyde, su madre, a la que prometió que dejaría la fórmula 1 cuando ganara un mundial. Mintió: Fue tres veces campeón. Antes de engañar a su madre, y tras asombrar a todos sus vecinos y ganar en carreras locales, llegó la oportunidad de correr en Europa. Fue en 1978, en el Campeonato del Mundo de Karting. "Aquello era pura carrera, no había política ni dinero. Era correr de verdad", solía decir Senna cuando rememoraba sus inicios. De aquella época le quedó la destreza para conducir con lluvia. Tras perder una carrera de karts bajo el agua, dedicó varios días a entrenar en esas condiciones.

Centrado en el aprendizaje, pasó tres años en Inglaterra y, en 1984, entró en la fórmula 1. Fue en el equipo Toleman, algo así como el Minardi en el que comenzó Fernando Alonso, coches no destinados a grandes metas. Pero llegó la carrera de Mónaco, y en la Costa Azul, a veces, también llueve. Como aquel 3 de junio. Senna salió decimotercero y empezó la exhibición. Fue subiendo puestos. "¡Alcanza a Niki Lauda y se lo come vivo!", gritaba Galvão Bueno, la voz de O Globo para el automovilismo. Aquellos gritos transmitían que pasaba algo diferente. Con Senna empapado por la lluvia y en segundo lugar, se dio la orden de parar. El brasileño hizo caso omiso y adelantó al coche que le precedía. No ganó, pero celebró la victoria. Fue el inicio del mito. Y también de su enemistad con el piloto que iba primero: Alain Prost.

"La Fórmula 1 es política, es dinero, y cuando estás llegando tienes que pasar por eso", explicó con madurez Senna tras aquella carrera. Meses después pasó al equipo Lotus, donde estrenó su palmarés. En Portugal, de nuevo bajo la lluvia, Senna logró su primera victoria. De vuelta a Brasil, convertido en ídolo, atendía a la prensa acompañado de sus padres. "Que Dios le proteja de los peligros", rezaba su madre. "Nada ha sido fácil", decía Ayrton, y añadía: "Dios me ha dado esta oportunidad". Su intensa creencia religiosa jugaría un papel fundamental en su carrera.

A Senna le gustaba gustar. Hasta las periodistas japonesas se volvían locas por él. Sabía cómo ruborizarlas, cómo arrancarles una sonrisa. Eran buenos tiempos. Llegaron más victorias y, en 1988, fichó por McLaren. "Tenemos a los dos mejores pilotos del mundo", exclamaba exultante un jovencísimo Ron Dennis en la presentación del equipo. El otro piloto de la escudería era Alain Prost, el campeón del mundo, el hombre al que llamaban El Profesor, porque medía cada punto y entendía perfectamente el juego. McLaren podía tener a los dos mejores pilotos del mundo, pero también un serio conflicto laboral. "Se puede empatar", decía Prost con una sonrisa forzada. "No, solo puede ganar uno", le retaba Senna.

El Gran Premio de Mónaco de 1988 volvió a ser un punto de inflexión para ambos. Senna iba primero. "Llevas mucha ventaja, ¡frena!, ¡frena!, ¡frena!", le rogaban por radio interna. "Pero yo no conducía conscientemente, el circuito era un túnel en el que iba, iba, iba...", explicaría Senna después de dejar su coche fuera de carrera. "Quería humillarme, demostrar que era el mejor", aseguraba Prost. Tiempo después, el brasileño tenía una visión más positiva del incidente: "Aquello me acercó más a Dios, y eso es importante". Los números le dieron la razón: ganó 6 carreras consecutivas.

Japón era la última carrera de la temporada. Una mala salida le dejó en la decimocuarta posición. Remontó hasta el octavo puesto y entonces comenzó a llover. Habla el comentarista: "¡Ayrton Senna se acerca... va a por todas... va a por todas... Senna está en cabeza... Ayrton Senna, de Brasil, campeón del mundo!". "Visualicé... vi a Dios", dijo minutos después el piloto. La fiesta se apoderó de las calles de Brasil. "Es una persona increíble", "es humilde y valiente" o "es de las pocas cosas de las que nos sentimos orgullosos", repetía una sociedad lastrada por la pobreza y la violencia.

En 1989 la relación con Prost empeoró. No se hablaban. Ni se miraban. Japón, la última carrera del campeonato, otra vez decisiva: Si Senna no acababa la carrera, Prost sería el campeón. El Profesor era consciente, y en la vuelta 46 chocaron. Senna se reincorporó, pasó por boxes y, tras 17,7 interminables segundos, volvió. Pero mientras Senna corría por la pista para ganar la carrera, Prost corría hacia los despachos, tratando de hacer lo mismo por otra vía. Según el artículo 56 de la FIA, Senna se había reincorporado a la carrera por un lugar prohibido. Prost se llevó el campeonato y Senna lloró: "Me han tratado como a un criminal".

Después de aquello, Senna se planteó dejar la competición. La guerra era abierta, y ambos pilotos se habían separado hasta en lo metafísico. "Cree que no se puede matar, porque cree en Dios, y eso es un peligro", declaró Prost, a lo que Senna contestó: "No soy inmortal, claro que sé que corro peligro, un peligro constante". Fue en Jerez, durante unos entrenamientos, cuando el piloto brasileño pareció percatarse de su trágico destino. El piloto Martin Donnelly sufrió un espectacular accidente, y su cuerpo quedó tendido en medio de la pista. Senna se acercó a verle. Minutos después se paseaba nervioso por el paddock: "Se me pasaron un millón de cosas por la cabeza, pero no iba a renunciar a mi pasión. Por mucho miedo que tuviera, no podía renunciar. Es mi vida".

Ese año, 1990, Japón, una vez más, fue determinante. En la reunión previa a la carrera, Senna lideró una pequeña revolución para mejorar la seguridad de los pilotos y pidió que la pole se moviera al otro lado, en función de la suciedad del circuito. "Se hará como yo diga", sentenció Senna. Comenzó la carrera. Si Prost no terminaba, se quedaba sin opciones de ganar. "Desgraciadamente, nos dimos un golpe", comentó Senna minutos después de que ambos coches chocaran y los pilotos salieran caminando cada uno en una dirección. "Quería pegarle un puñetazo, pero me daba tanto asco que no pude. Me repugna", admitió Prost. "Si no vas a por un hueco, no eres piloto", se excusó Senna.

"No ocultaba su origen brasileño, como otros", dice en el documental Vivianne, su hermana. Tal vez por eso, Brasil, que vivía en plena depresión, se agarró a Senna como si fuera la salvación. Ganar en casa, ante su gente, se convirtió en su ilusión. Lo cumplió en 1991, en Interlagos. Ante un circuito abarrotado, con cánticos de "Prost, hijo de puta" saliendo de la grada. Senna completó las siete últimas vueltas sin caja de cambios, solo con la sexta marcha. "¡Joder, he ganado!", se oía dentro del casco. Lloraba. No podía moverse. Se desmayó. Tuvieron que sacarle del coche. No pudo ni quitarse los guantes. En el podio transmitía dolor. Apenas podía levantar la bandera, menos aún, la copa. "Él me ha dado esta carrera, tenía que acabar primero", dijo, rozando el misticismo.

De nuevo se proclamó campeón en 1991. El ejército tenía que proteger su casa de São Paulo, recibía las llaves de la ciudad, los fans lloraban de emoción después de besar su mano... era considerado "lo único bueno de Brasil". Iba de invitado de honor al Sambódromo y su vida personal empezaba a ser cuestión de Estado. Él entendía el juego: "¿Alguna novia te ha pedido que vayas más rápido?", le preguntó un periodista. "Sí", respondía Senna con una encantadora sonrisa de pícaro.

En 1992, el equipo Williams evolucionó el coche con ayuda de la electrónica. Un purista como Senna, que seguía en McLaren, criticaba: "Esto es una guerra electrónica, me siento atrasado... Conduce la máquina, no el piloto". En el Gran Premio de Australia de 1993, Ayrton Senna subió por última vez en su vida a un podio. Se sentó, como queriendo disfrutar del momento, como si supiera que no volvería a subirse al cajón. No lo haría nunca más.

En 1994 fichó por Williams. Prost, antes de volver a compartir equipo con Senna renunció al año que le quedaba de contrato. El adiós a la evolución electrónica hizo el coche un poco ingobernable. "Son menos estables y más difíciles de pilotar. Hacen trompos, será más emocionante para los espectadores", contó Senna tras los primeros entrenamientos.

Y llegó Imola. El fin de semana estuvo cargado de señales. "Nunca le vi tan tenso...", explica Reginaldo Leme, periodista brasileño. "El coche es... peor", resumía Senna. Primer aviso: los accidentes de Barrichello y Ratzenberger durante los entrenamientos. "Necesito controlarme, hago cosas con ese coche... a 320 kilómetros por hora", dijo preocupado. "¿Por qué no nos retiramos y nos vamos a pescar?", le dijo Sid Watkins, el médico de los pilotos, que lo quería como a un hijo. "No puedo retirarme", contestó Senna. "No quería correr", asegura Leme. Algo le empujó a su destino.

La mañana del 1 de mayo de 1994, Senna abrió la Biblia: "Dios te dona el mayor de los presentes, que es el propio Dios", decía el pasaje. Iba en cabeza cuando enfiló la curva de Tamburello. El choque fue seco, duro. Ron Dennis lloraba. Alain Prost, desde la cabina de prensa, se echaba las manos a la cabeza. No tenía ni un hueso roto, ni un moratón. Si la barra de suspensión le hubiera golpeado unos centímetros arriba o abajo, hubiera sobrevivido. "Suspiró y su cuerpo se relajó. No soy religioso, pero pensé que su espíritu salía de su cuerpo", explicó Watkins, uno de los primeros en llegar. Su féretro recorrió São Paulo en un camión de bomberos, entre una multitud que lloraba su muerte: "Solo teníamos salud y un poco de alegría. Ahora la alegría se fue".

En cierta ocasión, le preguntaron a Senna cuál era el mejor piloto al que se había enfrentado. No se lo pensó: "Fullerton. Era un compañero de cuando pilotaba en karts. Era rápido, constante... Aquello era pura conducción. No había dinero, ni política... solo correr". Y le brillaban los ojos como nunca lo habían hecho en sus años de profesional.

El documental 'Senna' se ha estrenado este fin de semana en España.

Ayrton Senna, en un fotograma del documental, durante un entrenamiento en el circuito alemán de Nürburgring, en 1984.
Ayrton Senna, en un fotograma del documental, durante un entrenamiento en el circuito alemán de Nürburgring, en 1984.ANGELO ORSI
Senna junto a su madre, Neyde Silva, en su casa de São Paulo en 1989.
Senna junto a su madre, Neyde Silva, en su casa de São Paulo en 1989.NORIO KOIKE

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Sobre la firma

Pedro Zuazua
Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Oviedo, máster en Periodismo por la UAM-EL PAÍS y en Recursos Humanos por el IE. En EL PAÍS, pasó por Deportes, Madrid y EL PAÍS SEMANAL. En la actualidad, es director de comunicación del periódico. Fue consejero del Real Oviedo. Es autor del libro En mi casa no entra un gato.

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