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PALOS DE CIEGO
Columna
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El protocolo Peláez

Javier Cercas

Poco después del accidente del avión de Spanair en Barajas, Fernando Chacón, presidente del Colegio de Psicólogos de Madrid, lamentó la ausencia de un protocolo de ayuda a los damnificados de grandes catástrofes. Chacón contó que se había comunicado a los familiares de las víctimas la muerte de sus seres queridos "de forma masiva", y no "de forma individualizada y privada", reuniéndolos en una sala y leyéndoles los nombres de los supervivientes. "Será lo más rápido", concluyó Chacón. "Pero psicológicamente no es lo mejor". Es posible que haya quien piense que todo esto son sutilezas gratuitas y que, si tu mujer y tu hijo yacen carbonizados entre un montón de hierros retorcidos, te importa más bien poco cómo te den la noticia; puede ser, pero a mí parece que no está de más tratar con un poco de delicadeza a alguien cuya vida acaba de irse a la mierda. Lo que dice Chacón parece sensato, entre otras cosas porque un buen protocolo evitaría al menos que los familiares sean tratados como el soldado Peláez, que ha dado nombre a un célebre protocolo que se parece peligrosamente al empleado al parecer en el accidente de Barajas.

Yo lo aprendí hace muchos años, en la mili. Por aquella época, la mili ya no la hacían los valientes, que solían pasarla en la cárcel; la hacían sólo los cobardes y los idiotas: algunos cobardes se libraban de ella, desde luego, y algunos idiotas también, pero quienes compartíamos ambas cualidades cumplimos a rajatabla nuestro deber con la patria. Yo lo hice con gran entusiasmo, esforzándome mucho por ser un buen soldado, porque desde que tengo uso de razón nunca he salido de casa sin mi película de John Ford bajo el brazo, y eso me ha vuelto terriblemente militarista. Todo fue inútil. He oído decir a menudo que en la mili no se aprendía nada, pero yo fui un soldado tan catastrófico y lo pasé tan mal que nunca en mi vida he vuelto a aprender tantas cosas. No debí de ser el único, porque lo cierto es que al cabo de muy poco tiempo los militares comprendieron que con soldados como yo, el ejército estaba perdiendo el escaso prestigio que le quedaba y decidieron suprimir el reclutamiento obligatorio y profesionalizar la milicia. La patria no ha tenido una sola palabra de gratitud para mí, pero el día en que vi a Carme Chacón, mujer, embarazada y catalana, poner firme al jefe del Estado Mayor del Ejército, me arrodillé ante el televisor y, con los ojos inundados de lágrimas, elevé una plegaria de gratitud al cielo por haberme concedido la gracia de contemplar aquella escena que por algún motivo me pareció que recompensaba todos mis sinsabores. En cuanto a Peláez, se trataba de un soldado legendario. Algunos reclutas murmuraban que Peláez era una invención, y su historia, un chiste, pero yo se la oí contar muchas veces a los sargentos y nunca se me ocurrió ponerla en duda, porque a los sargentos no les gustaba mucho que pusiéramos en duda sus historias.

El protocolo Peláez. Llega al regimiento la noticia de la muerte de la madre de Peláez; la recibe el coronel, desolado: Peláez es el mejor soldado del regimiento, un soldado ejemplar, y el coronel sabe que para Peláez no hay nada en el mundo más importante que su madre, ni siquiera el regimiento; el coronel sabe también que la noticia de la desgracia hundirá a Peláez y que, si Peláez se hunde, la moral de su regimiento se hundirá con él, amenazando su ascenso inminente a general; además, el coronel profesa un afecto verdadero por Peláez. Así que llama al comandante del batallón de Peláez y le pide que sea él quien le dé la noticia. El comandante no tiene más remedio que aceptar el encargo, pero, apenas se despide del coronel, comprende que es incapaz de cumplirlo: Peláez es el mejor soldado del batallón y el comandante sabe que, para Peláez, no hay nada en el mundo más importante que su madre, ni siquiera el batallón; la noticia hundirá a Peláez y, si Peláez se hunde, la moral del batallón se hundirá con él, poniendo en peligro su ascenso a teniente coronel; además, el comandante siente por Peláez un afecto más verdadero que el que siente el coronel, porque lo conoce mejor. Así que el comandante llama al capitán de la compañía de Peláez y le pide que sea él quien le dé la noticia, pero, aunque acepta el encargo, el capitán también es incapaz de cumplirlo, porque él también espera un ascenso y para su compañía Peláez todavía es más importante que para el regimiento y para el batallón, y porque él todavía siente más afecto por Peláez que el coronel y el comandante. Lo mismo le pasa al teniente, quien, por los mismos motivos, sólo que multiplicados, decide hacerle el encargo al sargento. Por debajo del sargento no queda nadie y, aunque Peláez es el alma de su pelotón, además de ser casi como un hijo para él, el sargento comprende que nadie más puede darle la noticia. Piensa en el mejor modo de darle la noticia; después de mucho pensar se le ocurre uno. Forma la compañía, manda firmes, ordena: "¡A ver, los que tengan madre, que den un paso al frente!"; y entonces, mientras la compañía obedece la orden, el sargento grita: "¿Ande vas, Peláez?".

Ése es el protocolo Peláez: un método rápido, pero psicológicamente mejorable. Me parece que lo que pide el psicólogo Chacón es crear un protocolo para evitar ese protocolo. Insisto: no me parece mucho pedir.

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