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Perdonen que no me levante
Columna
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De putas

A ver cómo cuento lo que sigue sin herir susceptibilidades melindrosas ni despertar recelos de los integrismos varios, incluido el feminista extra radical atravesado.

Chismorreaba de literatura con un conocido mío, sentados los dos al amparo de la lluvia junto al ventanal de una cafetería del centro de Barcelona. Comentábamos la prohibición en Irán de Memoria de mis putas tristes, de García Márquez, y mi interlocutor, que tiene unos 50 años, me miró, súbitamente compungido.

Cómo me gustaría volver a ir de putas -mu¬¬sitó. Y siguió clavando en mí sus ojitos, que eran ya los de un san bernardo que humildemente se presenta a rescatar a los exploradores después de haber vaciado por su cuenta el barrilillo que contenía el licor salvador.

Te entiendo -repliqué-. Si algo lamento de no ser hombre, es haberme perdido el ir de putas, en especial por la conversación, las copas, las confidencias, esos ratos en la barra. Pero tuve la suerte de crecer entre ellas.

Ahora viene el momento de aclarar bien alto, bien sonoro y con fragor de timbales, cual soflama patriótica, que tanto mi conocido como yo estamos en contra de: la prostitución como red de delincuencia organizada y controlada por las mafias con la colaboración de funcionarios corruptos; la prostitución como única salida a la pobreza, que sume a las mujeres en la esclavitud y en el averno de las drogas; la figura del chulo o proxeneta -ese tipo que, si celebrara elecciones, tanto se parecería a algún político portavoz-; la prostitución como única vía de la práctica sexual compartida puesta al alcance de los hombres por culpa del puritanismo imperante en las sociedades más retrógradas… Y, sobre todo, estamos en contra de la hipocresía de las autoridades, que pasan de considerar como trabajadoras reguladas, con derechos y deberes, a las profesionales del sexo, y además no persiguen con mayor saña a quienes las utilizan. Estamos tan en contra de ese estigma que aplasta a la prostitución como de la convivencia entre desiguales -un fuerte que se ceba en el débil- en los matrimonios o las parejas de hecho.

Dicho lo cual, insisto: a mi conocido y a mí nos chifla Irma la Dulce, que es una de las películas más sanas y tiernas que se han creado nunca sobre el asunto. Aparte de que creemos a pies juntillas en el eslogan feminista "Mi cuerpo es mío". Y ello incluye que lo puedas dedicar a los negocios, precisamente si te lo pide el cuerpo.

-Cuánto mejor no les iría en Irán, y en más sitios -dije-, si en vez de tanta policía de la moral y de las costumbres o como se llame, tuvieran putas. Putas, putas, muchas buenas y nada tristes putas que pudieran ejercer su oficio sólo porque les gusta, o al menos les gusta más que fregar suelos y estando mal pagadas; y que distribuyeran placeres entre los caballeros de torvos semblantes hasta destorvarlos del todo. Ahmadinejad luciría otro talante, de haberse iniciado a las picardías con señoras así.

-A mí, cuando era estudiante, más de una vez me vieron con hambre y me dieron de cenar -suspiró el otro.

-De pequeña me invitaban a café con leche en los bares del barrio en donde esperaban a su clientela. El primer dólar que vieron mis ojos me lo enseñó una puta que vivía en una pensión vecina. Lo sacó de la carta que le mandaba un marine negro de la VI Flota que le había hecho un hijo mulatito que era una preciosidad.

Ahora que lo pienso, no sé si debería haber escrito "un marinero afroamericano", y en vez de mulatito, "afroamericano-galleguiño". Tampoco a las putas las he llamado meretrices o hetairas.

Qué lástima el tráfico salvaje de carne humana, qué lástima de ucranias que estudiaban en el conservatorio gratuitamente y hoy han de tocar el violín en lugares de alterne.

Pero en un mundo en el que todo está en venta y en el que todo se compra -lo primero, la honradez-, qué meapilas y qué venenosos resultan los aspavientos de la virtud. Esa virtud de la cual, como afirma un personaje de Stevenson en La isla del tesoro, una de mis novelas predilectas, nunca nos viene nada bueno.

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