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LA ZONA FANTASMA

Contra quién desenfundar los ojos

Javier Marías

Confesé aquí la semana pasada que apenas había leído novedades literarias durante los últimos ocho años, y me doy cuenta ahora, con horror, que ese vacío me condena a seguir sin leerlas, o poco menos. A lo largo de décadas estuve bastante al tanto de lo que escribían mis contemporáneos, en mi lengua y en otras, y también tenía tiempo para fijarme en autores más antiguos a los que no se había prestado la debida atención. Recuerdo que, gracias a recomendaciones mías a un par de editoriales, se publicaron en España los primeros títulos de Thomas Bernhard y de Patrick Modiano, y los primeros -menos uno- de Robert Walser; se recuperó a Andrei Bely, Osip Mandelstam e Isak Dinesen; y en tiempos no lejanos es probable que fuera el primer español en mencionar a Sebald; y hace por lo menos quince años, cuando en una entrevista me preguntaron quién creía yo que merecía el Premio Nobel, respondí sin vacilar "Cormac McCarthy", un nombre casi desconocido entonces.

Ahora ya no sabría cómo volver a estar al día. He aquí un ejemplo: en el Babelia del 24 de abril, se dedicaban numerosas páginas a los actuales narradores latinoamericanos, y en una de ellas aparecía una gran foto con los participantes en un congreso o simposio llamado "Bogotá 39", que reunió, según parece, a los más destacados literatos menores de treinta y nueve años, en español y del otro lado del Atlántico. Miré los rostros y conté treinta y dos. ¿En verdad existen treinta y dos escritores latinoamericanos destacados menores de esa edad? Si así fuera, debo imaginar que habrá otros tantos mayores de esa edad, lo cual me da sesenta y cuatro que tal vez debería leer, sólo en la América hispana. Añádanse los nuevos y no tan nuevos talentos norteamericanos. Añádanse los europeos (cielo santo: ingleses, alemanes, franceses, italianos, de los países del Este, y cesemos en la enumeración). Añádanse los españoles, que, según la extraña crítica de nuestro país, son legión, aunque cada vez que esos críticos elogian a uno -y eso ocurre varias veces a la semana-, lo hacen con la siguiente muletilla: "Dentro del mortecino panorama de la actual novela española …" Uno se pregunta cómo el panorama puede ser tan deprimente si está, al mismo tiempo, plagado de excepciones notables. Añádanse los numerosos valores de las literaturas africana, japonesa, china, de las Indias Occidentales, de la India mis¬¬ma … ¿Qué pretenden los editores que hagamos los lectores? La tarea que le aguarda a cualquiera que, como yo, haya perdido comba, es tan monstruosa que no vale la pena ni plantearse recomenzar.

Pero en el supuesto de que decidiera aplicarme, es obvio que entonces no me quedaría tiempo para leer a los muchos clásicos que aún no he leído, esos que uno se va guardando "para la vejez". Ni para echarme a los ojos una sola novela policiaca, un género que siempre me apetece pero que siempre voy dejando "para el verano", como si los veranos de la edad adulta tuvieran algo que ver con los de la niñez. Ni para los incontables ensayos que me interesan. Ni para libros de Historia, ni bélicos. Ni para memorias y autobiografías. Ni, por supuesto, para releer. No sólo a los grandes clásicos, como asegura desear todo el mundo, sino incluso tebeos: hace ya años que volví a comprar, a un librero de lance, la colección completa de uno de mis ídolos del cómic, Rip Kirby, y desde entonces no he hallado hueco para meterme entre pecho y espalda una sola de sus aventuras gráficas. Y me encantaría releer todo Tintín, y todo Guillermo Brown, y el Capitán Trueno íntegramente. Hasta Agatha Christie me gustaría releer.

Por no hablar de Zane Grey, que de una de sus novelas vendió más de un millón de ejemplares ¡en 1912!, y el cual me lleva a recordar que también tengo pendiente de satisfacer una de mis más antiguas curiosidades: casi nadie discute ya que entre las mayores obras maestras de la historia del cine se cuentan un montón de westerns: por lo menos seis de John Ford, cuatro de Anthony Mann, tres de Hawks, dos o tres de Walsh, dos de Peckinpah y tantos más. La literatura del Oeste, sin embargo, está universalmente mal considerada, hasta el punto de que el susodicho Cormac McCarthy fue despachado en su día por más de un editor y de un crítico sesudos con la despectiva frase: "Yo no estoy para leer novelas del Oeste". Pero si ahora casi todo el mundo juzga a McCarthy un autor excelente -y eso que sus dos últimas obras, las que le han dado gran fama, No es país para viejos y La carretera, a mí me parecen las peores con diferencia, y decepcionantes-, lo que no puedo creerme es que no haya tenido precursores de calidad, menos aún cuando las maravillosas historias de las aceptadas obras maestras cinematográficas no nacieron, en su mayoría, de la imaginación de un guionista, sino que procedían de relatos y novelas publicados con anterioridad. Así que me parece que seguiré sin leer a los centenares de talentos contemporáneos (¿por quién demonios comenzar?), e indagaré en la para mí casi desconocida literatura del Oeste. De hecho ya he empezado, y quizá el domingo que viene me animaré a resumirles un cuento que acabo de leer, sobre Wild Bill Hickok, al que sin duda han visto y recuerdan: perilla y larga melena rubiáceas, siempre dos pistolas en las manos, acompañado a menudo de Calamity Jane, y uno de los más rápidos en desenfundar.

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