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PALOS DE CIEGO
Columna
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Los sueños cumplidos

Javier Cercas

Estoy jugando en la pista 4 del Tenis Barcino cuando, tratando de llegar a una bola imposible que mi hijo ha colocado de revés en una esquina, tropiezo y caigo al suelo. Allí, tumbado y jadeando boca arriba, la vista fija en un pájaro que parece congelado en el cielo, noto una punzada en el pecho y, como cualquier individuo suficientemente viejo, aprensivo y cobardón, a punto estoy de sentirme por un momento "puesto ya el pie en el estribo / con las ansias de la muerte". Y justo en ese momento me acuerdo de que justo en esta pista viví un momento de gloria, de que justo al lado, en la pista central, viví otro, y de que sólo un poco más allá una pista lleva el nombre del señor Tapiolas. Inevitablemente, me acuerdo también de Juan Aguilera.

"Pasó el tiempo y abandoné mi sueño de ser tenista y me resigné a ser escritor"

El señor Tapiolas era el director de la fase catalana del Manuel Alonso, en mi época un torneo de tenis que equivalía el campeonato infantil de España. Lo organizaba la Coca-Cola, lo cual significaba que en cada pista había una nevera llena de coca-colas que podían beberse a discreción; a este privilegio inaudito se sumaba, para los chavales de provincias que ganaban sus tres primeros partidos, el privilegio de permanecer en Barcelona hasta el final del torneo. Yo fui uno de ellos, y aquellos días fueron los primeros de mi vida que pasé en la capital. La verdad es que yo no era muy bueno jugando al tenis, pero me gustaba tanto que tenían que sacarme a palos de las pistas, y en aquella ocasión tuve la suerte de los niños y de los tontos y gané los dos primeros partidos por incomparecencia del rival; en cuanto al tercero, lo jugué en la pista 4 y contra un chico llamado Quintanilla, que debía de ser muy malo porque le gané sin dificultad, aunque para mí fue como ganar en Wimbledon a Illie Nastasse. La siguiente heroicidad la hice dos días después, en la pista central. A media mañana, el señor Tapiolas me dijo que Fernando Soler, mi próximo adversario y segundo cabeza de serie, ya me estaba esperando en la pista. "A por él, chaval", me dijo. "Que no es tan bueno como dicen". Naturalmente, mentía: Soler era buenísimo; pero, como los buenos siempre te vuelven bueno, no perdí con tanta facilidad como pensaba, gané dos o tres juegos, tal vez cuatro, y tres o cuatro puntos que no olvidaré jamás. "¡En su puta vida!", bramaba Soler con razón cuando los perdía. "¡Este tío no ha metido esa bola en su puta vida!". En fin: Soler era grande; también lo eran Urpí, Margets, Docampo, Casal. Pero el más grande de todos era Aguilera. A los 13, a los 14 años, para los entendidos Aguilera era ya una leyenda, el mayor talento español desde Santana, el tenista que iba llegar más lejos que nadie; pero la leyenda de Aguilera también decía que era perezoso, que entrenaba poco, que le interesaban más la literatura y el rock and roll que el tenis. Ignoro si esto era verdad; lo único que puedo decir es que, salvo a Illie Nastasse, yo no he visto jugar a nadie como jugaba Aguilera, con su misma increíble facilidad y su misma asombrosa elegancia. En aquellos días estuve un par de veces cerca de él, pero nunca me atreví a dirigirle la palabra. Creo que perdió la final del torneo ante Docampo. Luego pasó el tiempo y yo abandoné mi sueño de ser tenista y me resigné a ser escritor; en cuanto a Aguilera, se convirtió en un profesional del tenis, y empecé a seguirle por las revistas. Al principio lo hice con ansiedad, con la sospecha de que el genio acabaría malográndose, porque su carrera no acababa de arrancar. En 1984, con 22 años, ganó un par de torneos importantes, pero enseguida volvió a hundirse en la clasificación y sus seguidores creímos que no volvería a levantarse; asombrosamente, se levantó cinco años más tarde, cuando ya era un tenista veterano, un gladiador sin miedo ni esperanza, y entonces jugó un tenis milagroso: ganó en Bari, ganó en Niza, barrió al mismísimo Boris Becker en la final de Hamburgo. Por aquella época pensé en dejar una temporada mi trabajo y dedicarme a seguirle de torneo en torneo, con una pancarta sobria pero visible: "Vamos, Juan"; por aquella época pensé que iba a ganar Roland Garros, que iba a ganar Flushing Meadows, que iba a pelear por Wimbledon y por el número uno; por aquella época pensé que mis sueños se estaban cumpliendo en Aguilera.

Quizá fue así, aunque el gran momento de Aguilera fue fugaz y en él no ganó nada de eso. Y aquí estoy yo ahora, tantos años después, convertido en escritor y gladiador del Barcino, tumbado en la pista 4, con la melancolía de que todo ha pasado muy deprisa y el susto cobardón, momentáneo e ilusorio de haber puesto un pie en el estribo. El pájaro se descongela, sigue volando en el aire azul, mi hijo me ayuda a levantarme y, mientras me levanto, me acuerdo de una intuición de Millás según la cual nuestros sueños siempre se cumplen, sólo que casi nunca se cumplen en nosotros; luego mi hijo me pregunta riéndose por el tanto que me acaba de ganar. "¡En tu puta vida!", le contesto. "¡No has metido esa bola en tu puta vida!". Luego le digo que vuelva al resto y, mientras me dispongo a sacar, me pregunto qué habrá sido de Aguilera y también me pregunto si es verdad que quería ser escritor y me contesto que, si lo es, quizá todavía estoy a tiempo de intentar cumplir su sueño. 

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