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Reportaje:HISTORIA

La última página del horror

Carles Geli

Lo más probable es que hubiera cogido el cólera. Sólo eso explicaría que su ya maltrecha belleza, que aun así llamó la atención del temible doctor Mengele, se marchitara con tanta rapidez. A sus 14 años se consumía por momentos. Zofia Minc, de edad parecida, dormía cerca. Se hicieron amigas en la desgracia. Según su relato, ella misma la tuvo que transportar en una carretilla hacia el horno crematorio. Aún consciente, Rutka le rogó que la dejara junto a la alambrada del campo para electrocutarse: una muerte supuestamente menos dolorosa que la de arder viva, "pero un SS que iba detrás nuestro con un fusil no me dejó".

El horror que se cebó en Rutka es uno más de los que pueblan los informes del Instituto Histórico Judío de Varsovia, un dossier hallado hace poco y que da mayor exactitud al calendario del terror: contrariamente a lo que se creía, parece que Rutka no murió gaseada inmediatamente cuando llegó a Auschwitz el mismo agosto de 1943, como les ocurrió a su hermano pequeño y a su madre, sino que falleció unos meses después, quizá en diciembre, según el testimonio de la niña superviviente que la conoció. El interés por el matiz en el caso de Rutka es fruto del eco mediático en Europa alcanzado por su cuaderno de notas. Con letra muy pulcra, ligeramente inclinada a la derecha y muy decidida, casi sin tachaduras, Rutka Laskier llenó apenas 60 cuartillas de una libreta entre enero y abril de 1943. La joven polaca de origen judío intuía el Holocausto y su propio final: sólo hacía falta mirar y escribir lo que ocurría en las calles del gueto de Bedzin donde vivía, una ciudad minera con 25.000 judíos y a 40 kilómetros de Auschwitz y de las cámaras de gas de Bierkenau. Inevitable así convertirse en la Ana Frank polaca a través de esos apuntes, El cuaderno de Rutka (Suma), que acaba de aparecer en España.

"(…) Ah, olvidaba lo más importante. Vi con mis propios ojos cómo un soldado arrancaba a un bebé de las manos de la madre y le abría la cabeza a golpes contra un poste de electricidad. Los sesos de la criatura salpicaron la madera. La madre enloqueció. Ahora lo escribo como si no hubiera pasado nada (…) tengo catorce años, todavía he visto poco en la vida; sin embargo, ya me he vuelto tan indiferente…", escribe Rutka. Una cruel realidad analizada con la lucidez que quizá sólo puede tener un adolescente y los temas que le son propios a esa edad fluctúan con tormentosa naturalidad en el cuaderno. Por eso es lógico encontrar la anotación sobre un primer beso aplazado o sobre el deseo de que unas manos ajenas se deslicen por su geografía: "Creo que me estoy haciendo mujer. Ayer, cuando me daba un baño y el agua acariciaba mi cuerpo, anhelé las caricias de otras manos… No sé lo que esto significa, ya que jamás había experimentado nada similar hasta ahora (…) Creo que a Janek le gusto mucho, pero, para mí, ni frío ni calor".

La pueril confesión contrasta con las reflexiones de una niña que se reconoce excéntrica, que sale a la calle con pantalones, que pide "libros buenos, filosóficos", pero que constata: "Dios mío, ¡ay, Dios mío!, ¿qué será de nosotros? Bueno, Rutka, has debido de volverte completamente loca: ¡clamas a Dios, como si existiera! (…) Si Dios existiera, no permitiría que seres humanos fuesen arrojados vivos a hornos crematorios ni que aplastaran las cabezas de niños pequeños a golpes de culata (…) Al final, esto se parece a un cuento de la abuela: quienes no lo hayan visto no lo van a creer, pero no es ningún cuento, es la verdad. Basta recordar a ese viejecito a quien pegaron hasta dejarlo inconsciente por haber cruzado mal la calle. Parece absurdo, pero todo esto no es nada mientras nos libremos de Auschwitz… y la tarjeta verde… del final… ¿Cuándo llegará?".

El escalofrío de la lucidez del relato recorre el espinazo del lector en más de una ocasión. ¿Había una clara voluntad en esa niña, a su edad, de dejar un verdadero registro de un triste momento que pasaría a la historia? "Eran las cinco y media cuando salimos. Miles de personas abarrotaban las calles. Llegamos al lugar a las seis y media y nos las arreglamos para conseguir buenos asientos en un banco. Nuestro ánimo estuvo bien hasta las nueve. Entonces me asomé a la valla y vi soldados con ametralladoras apuntando a la plaza por si alguien pretendía escapar. Los adultos se desmayaban y los niños lloraban. El Día del Juicio empezó enseguida". Así describe Rutka una de las famosas aktions en las que se vio implicada.

"Hacía un calor espantoso", prosigue en su cuaderno, "y la gente tenía sed, pero no había ni una gota de agua por allí. Entonces, de pronto, comenzó a llover a cántaros y siguió lloviendo todo el tiempo. (…) A las tres de la tarde comenzó la selección: '1' significaba regresar a casa; '1a', ir a trabajos forzados, lo cual era mil veces peor que la deportación; '2' significaba 'revisión posterior', y '3', la deportación, o, dicho en otras palabras, la muerte. Nos presentamos para la selección a las cuatro. Entonces comprendí qué significa una desgracia. Mamá, papá y mi hermanito fueron enviados al grupo 1, y yo, al grupo 1a. Caminé como en trance hacia mi grupo, donde ya estaban Salek, Linka y Mania. Lo más extraño de todo es que ninguna de nosotras lloraba nada, nada en absoluto".

Rutka permaneció sentada en ese grupo hasta la una de la madrugada, tiempo suficiente para ver cómo los niños pequeños yacían en la hierba mojada mientras la tormenta arreciaba y "los policías golpeaban a la gente con saña y les disparaban". La desesperación la hizo valiente: "Salí corriendo con el corazón desbocado y me escabullí saltando por la ventana de un edificio anexo, desde la primera planta". La embriaguez de un oficial nazi con el que se topó en la huida hizo que éste no distinguiera su estrella amarilla en la ropa. Sin saberlo, Rutka había logrado aplazar su destino.

Ese tipo de anotaciones y alguna otra más vinculada a detalles sobre futuras nuevas aktions o sobre interioridades de las atrocidades que se vivían en los campos de exterminio y que no estaban al alcance de todos los habitantes del gueto dan pie a pensar que la joven tenía contactos con la Resistencia o que participaba en las actividades encubiertas del movimiento juvenil Gordonia, del que formaba parte. "A Janek lo único que le preocupa son nimiedades como llevar bien planchados los pantalones, cuántos pasteles puede comerse en el café de Frontal y las piernas bonitas de las chicas. De todos modos, está claro que no es comunista, por lo que no comprendo por qué Lolek le ha metido en esto", constata en otro momento.

Algo de esas actividades clandestinas sospechaba la joven polaca Stanislawa Sapinska, seis años mayor que Rutka, hija del propietario del inmueble donde vivía la joven, que vigilaba por encargo de su padre, y con la que estableció cierta intimidad, hasta el extremo de enseñarle un hueco de la escalera donde esconder el cuaderno en caso de emergencia.

La prohibición de ir a clase, los sentimientos de amor-odio hacia el guapo Janek de su pandilla, el trabajo forzado en un taller de uniformes, la estrechez cada vez más asfixiante del gueto, o la angustia, el asco y el miedo de ver a su vez tanto miedo a su alrededor ("Estoy asqueada, harta de estas casas grises y del miedo continuo en el rostro de todo el mundo. Los tentáculos de ese miedo nos envuelven a todos y no dejan respirar", escribe), van marchitando a Rutka, de natural jovial y educada en una familia laica acomodada y moderna, que esquiaba en invierno e iba a la playa en verano. "El contraste entre la inocencia de una chiquilla de 14 años pero a la vez tan consciente de lo que acabará ocurriendo le da al texto una intensidad brutal", fija Pablo Álvarez, editor de Suma que, tras "una negociación muy dura", consiguió los derechos de un libro del que se han impreso 50.000 ejemplares, en tapa dura y con guardas que reproducen hojas del cuaderno original.

El escondrijo de la escalera se utilizaría muy pronto: en agosto de 1943 son deportados los judíos que quedaban en Bedzin. Rutka y su familia (sus padres, Yaacov y Dorka, y su hermano de seis años, Henius) acaban en Auschwitz. Menos el padre, todos serán asesinados en las cámaras de gas. Sapinska encontró el cuaderno en el sitio acordado. Lo recogió y lo guardó en su casa casi 60 años, hasta que un nieto lo halló y le hizo ver que aquello debía salir a la luz.

El silencio de Sapinska no es tan extraño: incómodos en su mala conciencia por su pasividad y su odio, los polacos no asumieron del todo su comportamiento ante la persecución judía. Es más: acabada la guerra, sólo 160 judíos volvieron a Bedzin; en menos de un año, en 1946, tuvieron que marcharse por las hostilidades. Un poeta como Czeslaw Milosz no tuvo reparos en recriminar a sus compatriotas la indiferencia de la mayoría de los polacos ante el extermino de los judíos e incluso el alivio que algunos de ellos sintieron ante el hecho de que Hitler les resolviera la papeleta. Algo de esa incomodidad debe quedar aún hoy: la misma publicación de El cuaderno de Rutka, un fenómeno que ha llegado a 11 países con tiradas significativas, ha tenido una discreta recepción en Polonia, donde no ha pasado de los 6.000 ejemplares, en una edición financiada por un diario local y el Ayuntamiento de Bedzin.

El interés del Consistorio polaco va paralelo (o no es ajeno) a la ruta Rutka que permite visitar los escenarios por donde se movió y hasta el lugar donde fueron fusilados sus compañeros comunistas del grupo. El cuaderno… podría, incluso, convertirse en breve en lectura recomendada en los institutos de Polonia, algo parecido a lo que pretende Suma en España a través de la línea editorial de Santillana: "Colocar este libro en la programación escolar es una manera de sensibilizar a la gente joven en estos temas", opina Álvarez.

La desgracia parece ser infinita a veces. Yaacov Laskier, además de perder a su esposa y sus dos hijos, también vio morir a sus ocho hermanos. En 1947 intentó rehacer su vida y se casó de nuevo; tuvo una hija, Zahava, que supo que había tenido una hermana a la misma edad que Rutka escribió su diario. Yaacov falleció en 1986 sin saber de la existencia del cuaderno de su primera hija. Sí lo conoce Zahava, autora, junto al periodista Juan Cruz, la escritora de familia judeocristiana Esther Bendahan y el novelista Marek Halter (que escapó del gueto de Varsovia), de sendos textos que completan, junto a un pliego de fotografías de la familia Laskier, la edición en castellano.

"Hoy he recordado con detalle los hechos del 12 de agosto de 1942, lo que sucedió en el Hakoah [equipo de fútbol de Bedzin, en cuyo campo tuvo lugar una aktion de judíos]. Voy a intentar describir lo que pasó ese día para poder rememorarlo dentro de unos años, si no me deportan, por supuesto", plasmó una vez Rutka en su diario. Esa voluntad de testimonio impregna, como una herencia genética, la voluntad de Zahava, que rueda estos días en Polonia un reportaje sobre la vida de su hermana que produce la cadena de televisión inglesa BBC. Una especie de última página del cuaderno de Rutka.

Rutka y su hermano pequeño, Henius, en 1938.
Rutka y su hermano pequeño, Henius, en 1938.

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Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

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