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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Las últimas generaciones de la arruga es bella

Rosa Montero

No es la primera vez que hablo del tema y seguramente tampoco será la última, porque es un asunto que me tiene morbosamente fascinada y que parece adquirir un mayor volumen cada día. Hablo de la pasión por estirarse y remendarse, de la creciente obsesión por la cirugía estética. Y estoy convencida de que este síndrome de monstruo de Frankenstein sólo está en sus comienzos; que, tal y como van las cosas, dentro de relativamente poco tiempo, digamos cincuenta años, en los países desarrollados resultará francamente difícil ver una arruga; que el envejecimiento normal será una anomalía física, algo que sólo lucirán los muy pobres, los antisistema y los raritos, un estigma estrafalario y marginal. Que todo el mundo, en fin, se cortará y coserá los cueros disciplinadamente, porque de no hacerlo quedarás fuera de la convención social y resultarás dolorosamente distinto.

"Conozco a muchos hombres de mi edad a los que no les gustan los pechos operados"

¿Creen que exagero? Perdón, pero ya está pasando. A medida que voy cumpliendo años, y mientras la gravedad derrite mis mejillas, me voy cruzando con mujeres que sé que son de mi edad y que empiezan a estar tan tersas como tambores. La cara-tambor es la segunda fase del proceso. La primera fase suele salirles bien; por lo general se operan aún muy jóvenes y quedan radiantes. Pero, claro, esa piel estirada vuelve a arrugarse, y por desgracia para ellas (y para ellos: también hay algunos hombres) ya no saben parar. Entonces reinciden en tironear y recortar y ahí se les pone ya la tez como el parche de un bombo. Y si siguen, y todas y todos los que han llegado hasta ahí siempre continúan, se precipitan en inevitable caída libre hacia la tercera fase, que es la cara-gárgola. O sea, deformados rostros de pétrea silicona que te matan del susto si te los encuentras de sopetón en alguna calle oscura y solitaria.

Hoy todavía nos chocan esos semblantes destrozados por el bisturí, pero empieza a haber tanta gente hecha un Cristo que en verdad nos estamos habituando. Por ejemplo, ya nos parece de lo más normal que las narices de Belén Esteban vayan a la deriva por su rostro como un iceberg por el océano; o que la presidenta argentina, Cristina Kirchner, luzca ese relleno reventón de gutapercha (me pasma que la gente sea capaz de votar a un político que empieza por falsificar su propia cara). De hecho, creo que mi generación va a ser una de las últimas en sentir desagrado ante los cuerpos plásticos producidos en serie. Conozco a muchos hombres de mi edad a los que no les gustan los pechos operados, esas bombas tenaces que se empeñan en mantener su tiesura alienígena al margen de lo que haga su propietaria, así se tumbe o se mueva o se ponga de lado. Pero ya hay un montón de jóvenes que han tenido su despertar erótico contemplando los espeluznantes pechos de hormigón armado de Pamela Anderson (en la fotografía), por ejemplo, de manera que esos chicos seguramente desdeñarán los blanditos senos naturales pero se pirrarán por las pecheras ortopédicas y por esos duros canales que parecen una obra de ingeniería. El perverso apego a lo artificial es algo muy común: es como preferir el flan hecho con polvos al flan verdadero. Somos animales adaptativos.

De modo que aquí estamos los últimos especímenes de la arruga es bella haciendo nuestra travesía sobre la Tierra. Y, para peor, resulta que los adictos a la cirugía estética desarrollan un problema de autopercepción semejante al de los anoréxicos; y así, no sólo no se ven de verdad como son, sino que además de algún modo olvidan haberse operado y se convencen de que siempre han sido así (increíble pero cierto: vi un documental norteamericano que lo demostraba); por eso hay tantas famosas de pellejo obviamente zurcido que aseguran enfáticas no haber pasado por el quirófano, sino haberse hecho, como mucho, pequeños tratamientos de belleza. Todo esto nos augura, para qué nos vamos a engañar, un futuro muy negro. Tengo una visión estremecedora: la de un mundo lleno de individuos recauchutados que inmediatamente olvidan que son artificiales y que consideran la carne real como una degeneración enfermiza del plástico. En fin. Deberían hacer reservas biológicas de viejecillos arrugados para que las generaciones venideras puedan tener una idea de lo que era eso. 

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