_
_
_
_
_
Reportaje:

Ni vivos ni muertos

Jesús Rodríguez

Esto no es una película. Pero la inspectora Isabel V. J., dura, ácida, muy delgada; 20 años en la Brigada de Homicidios surcándole el rostro ("he visto todos los cadáveres, toda la sangre, todas las puñaladas"), prefiere olvidar aquella madrugada en un hotel sin nombre de una ciudad anónima; sola; insomne; un cigarrillo tras otro; esparcidas por la habitación las fotografías y los recuerdos de una mujer que hoy tendría 34 años. Y gritar con rabia entre esas cuatro paredes: ¡Dónde estás! ¡Qué han hecho contigo!

No es una película. La inspectora forma parte del Grupo de Desaparecidos de la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta (UDEV). La élite policial en la búsqueda de los ciudadanos que un día se esfumaron o alguien hizo desaparecer. Su trabajo es dar con ellos. Vivos o muertos. Saber qué pasó. Tejiendo una larga y sutil tela de araña a base de hipótesis, indicios, pruebas y corazonadas. Reconstruyendo la vida de alguien que nunca conoció.

Más información
La policía detiene a un menor relacionado con el asesinato
Prisión sin fianza para los dos principales encausados por la muerte de Marta

"Es más duro investigar una desaparición que un asesinato. No te lo quitas de la cabeza. Una desaparición es todo o nada. Pueden estar bajo un palmo de tierra o en el Caribe. Es el vacío absoluto. No te acostumbras. Vas en el metro y no paras de darle vueltas. '¿Dónde estará?; ¿Por dónde tiro? ¿Se me habrá pasado algo?' Te comes la cabeza. No desconectas. Llegas a saber todo de ellos. Les conoces mejor que su familia. Su intimidad. Vas juntando piezas. ¡Claro que tengo mis sospechosos! Unos sospechosos a los que es difícil probar nada. Pero no me olvido de ellos aunque estén en la calle. Aunque pasen años. Sigo. Chequeo qué hacen; sus viajes, si tienen denuncias. La investigación de una desaparición no se abandona nunca. El caso continúa abierto. Un día puede que aparezcan los restos. Y entonces tienes un cadáver. Y un cadáver habla. Con la inspección ocular y el examen del forense sabes cuándo y cómo murió. Si fue un accidente o un asesinato; si le quitaron la ropa; si le agredieron sexualmente; quizá hasta el ADN del autor. Ahí empieza otra parte de la investigación. Ya no tienes un desaparecido, sino un muerto. Y... hasta cierto punto, cómo diría yo,¡descansas!"

José Suárez arranca cada mañana su quad y se pierde por las montañas que rodean Vecindario, el pueblo de 10.000 habitantes donde vive hace 25 años en Gran Canaria. Rastrea los centenares de pozos y barrancos de la zona; registra casas abandonadas; pregunta a los aldeanos; husmea fincas desiertas. No ceja. Un día y otro y otro más. Intentando abarcar todo. Hay algo febril en sus incursiones. Ha cumplido 60. Es un tipo fuerte, hecho a sí mismo. De albañil a tener una constructora con una plantilla de 150 trabajadores. Repite que no tiene enemigos. Es abuelo de Yeremi Vargas, el niño que desapareció el 10 de marzo de 2007 con siete años. Pepe se expresa con una frialdad que no es descortesía; es como si su cuerpo fuera una carcasa vacía. Tiene la mirada perdida. Su reloj se ha detenido. No supera la ausencia de Yeremi. Ha recibido tratamiento psicológico. Como todos en su casa. Besa una vieja foto de su nieto que reblandece con las lágrimas que le quedan. "Nos han robado la vida, pero voy a encontrar a Yeremi. Tiene que estar cerca. Eso es que lo ha cogido alguien de por aquí y no sabe cómo devolverlo. Lo voy a encontrar. Se lo juro a mi pizquito lindo".

Juan Bergua pasa todos los días por el lugar en que su hija Cristina se evaporó el 9 de marzo de 1997, en la descarnada carretera que va de Esplugues a Cornellà (Barcelona). Es su particular ascenso al calvario. Lanza una mirada furtiva al semáforo donde el novio de Cristina dijo que la dejó aquel domingo a las nueve. A diez minutos de casa. Nadie ha vuelto a saber de ella. Y esa noche regresa a la memoria de Juan una y otra vez. Y el complejo de culpa que le acompañará mientras viva. Piensa que su hija ya habría cumplido 28 años. Y cómo han cambiado las cosas.

Pocos meses después de la desaparición de Cristina la policía recibió un soplo: su cuerpo había sido enterrado en el vertedero del Garraf. Una montaña de 25 millones de toneladas de basura rozando Barcelona. Buscaron durante 60 días. Juan en primera fila. Hasta las rodillas de porquería. Apretando los puños. Esperando que surgiera el cadáver. Era una información falsa. Como casi todas las llamadas anónimas que tiñen las desapariciones. Una marea de mentiras. A cualquier hora del día o de la noche. Desde videntes hasta detectives; desde chantajistas hasta falsos secuestradores; desde timadores hasta sádicos. Todos intentando sacar tajada. O hacer daño. O ayudar con supuestos avistamientos del desaparecido. A la niña Madeleine McCann la vieron una docena de personas por toda España. Hubo que comprobar la veracidad de cada testimonio. Todos eran falsos. Pero las familias se agarran a ese clavo ardiendo. Incluso la policía. "No podemos descartar nada", explica un inspector, "puede aparecer un chalado en comisaría diciendo que sabe algo y al final resulta que es el asesino. No puedes descartar nada por la sencilla razón de que no tienes nada".

Juan Bergua se acaba de prejubilar. Tiene el rostro pé­treo, el andar cansado y unas profundas ojeras. No sonríe. Habla de Cristina en pasado y en presente. No está ni viva ni muerta. Durante los primeros meses a punto estuvo de volverse loco. Inundó de fotografías España. Habló con policías, periodistas, jueces y políticos. Llegó al límite de sus fuerzas. Un año más tarde, en 1998, creó Inter-SOS, una agrupación de familiares de desaparecidos pionera en España. No recibe un euro de la Administración. Apenas un despachito compartido en el Centro Cívico del Ayuntamiento de Cornellà. Desde aquí lucha para encontrar a su hija y ayudar a otros en su situación. Juan no se rinde. "Cada día me pregunto qué pasó. Sigo buscando con el mismo tesón que si la hubiera perdido hace seis meses. Tengo derecho. Si me demuestran que no quiere volver... lo aceptaré. Si no, que me den sus restos, los enterraré y tendremos un sitio donde llevar flores".

Flor Bellver es una psicóloga especialista en situaciones de emergencia. Ha tratado a víctimas de atentados terroristas, de accidentes aéreos, violencia doméstica, abusos sexuales. No se asusta fácilmente. "Lo he visto todo. Pero la situación que pasan los familiares de desaparecidos es la más compleja que conozco. Los desaparecidos no pertenecen al mundo de los vivos ni de los muertos. Y sus familiares están condenados a moverse entre la esperanza de que algún día aparezcan y la desesperanza más negra. Yo lo llamo pérdida ambigua; un trauma que no se cierra". Flor Bellver es la única psicóloga que trabaja específicamente con familiares de desaparecidos en nuestro país. "No cobro un duro. Pero lo que aprendo de ellos: cómo siguen adelante con dignidad, cómo apuestan por la vida, es para mí más que un sueldo".

-¿Es posible que esas familias superen la desaparición?

-A veces el tiempo da serenidad; se habitúan; manejan mejor esa pérdida, pero todo eso no reduce ni el dolor ni la ausencia.

No son policías normales. No son familias normales. No son profesionales normales. Son una raza aparte. El vínculo que se crea entre ellos es indestructible. Detrás de cada desaparición está la tristeza más profunda y un desasosiego que nunca cesa. Una desaparición es algo antinatural. Incomprensible. Que no se asimila. Una niebla espesa que instala una incertidumbre permanente en la vida de los que las padecen. De cualquier edad, profesión y condición social. Físicamente provoca desde dolores crónicos a un insomnio permanente; depresión, ansiedad, irritabilidad y una absoluta imposibilidad para concentrarse. Una desaparición es una herida que no cicatriza. Peor que la muerte. Y un reto para cualquier investigador. "Aunque sólo sea por sacarles de ese infierno", explica un policía. "Se llega a establecer una relación muy intensa entre los familiares y nosotros; no puedes ser su amigo, eres el policía; pero eres el primer frente para ellos. Te llaman cuando lo demás falla. Nuestro trabajo policial es muy ingrato: explorar registros y archivos; buscar un coche; confrontar llamadas; visionar vídeos de cámaras de seguridad; avanzas despacio y a veces tienes la moral por el suelo. Y de repente, pasa algo, hay una nueva pista, y si solucionas el caso, ha valido la pena".

Sin embargo, no hay tantas desapariciones en nuestro país. Aunque la alarma que provocan sea inmensa. Rentabilizada por algunos medios de comunicación. Algo similar a lo ocurrido en Estados Unidos a mediados de los ochenta con el tsunami mediático de los asesinos en serie que provocó una paranoia colectiva en todo el país. El miedo provoca más miedo. Amplificado por Internet. Una desaparición da morbo. Vende. Produce una combinación de fascinación y aversión. Sólo hay que recordar a Madeleine McCann, que se desvaneció en mayo de 2007, cuando tenía tres años, provocando un espectáculo televisado protagonizado por sus padres y transmitido en directo en el que participaron desde Benedicto XVI hasta David Beckham. O el último dispositivo informativo, con unidades móviles y decenas de periodistas acampados y misas oficiadas por el cardenal y manifestaciones, organizado junto al domicilio de Marta del Castillo, de 17 años, que desapareció el pasado 24 de enero en Sevilla.

En torno a esa crónica negra-rosa-amarilla, varios policías que investigan desapariciones critican agriamente la emisión de Días sin luz, la miniserie que se ha apresurado a realizar Antena 3 en torno a la desaparición y muerte de Mari Luz Cortés en enero de 2008 y que siguieron en su estreno 3.200.000 espectadores. "No se puede poner eso en televisión cuando la investigación está abierta y quedan tantos cabos sueltos y no sobran pruebas y hay pendiente un juicio que puede ser con jurado. Es para vomitar", critica una inspectora que investigó la desaparición de la niña de Huelva. Siguió por toda España al presunto asesino de la niña, Santiago del Valle. Y cuando le vio en Cuenca arrastrando un mugriento carrito de la compra, lo tuvo claro. Pensé: "Ahí sacó ese tío el cuerpo de Mari Luz del barrio de El Torrejón de Huelva".

Para los dos grandes cuerpos de seguridad del Estado no se puede hablar en España de redes organizadas de tráfico de órganos, pederastas, secuestradores o asesinos en serie. "La pederastia está más extendida en Bélgica y el Reino Unido, donde hay unidades policiales especializadas. En España desaparecen más mujeres que niños. Y en cuanto al tráfico de mujeres para la prostitución, existe, pero no somos un país de origen, sino de destino. Hay tráfico de mujeres, pero son captadas fuera", explica un oficial destinado en la Unidad Central Operativa (UCO), el grupo de la Guardia Civil contra la delincuencia organizada, uno de cuyos cometidos es investigar los homicidios y desapariciones que provocan especial alarma social.

En 2008 se presentaron en nuestro país 15.000 denuncias por desaparición en las comisarías del Cuerpo Nacional de Policía y 8.000 en los puestos de la Guardia Civil. A las que hay que añadir unos cientos más en la demarcación de las policías autónomas (los Mossos d'Esquadra han creado una unidad especializada en desapariciones). Más de la mitad eran menores. Muchos huidos de centros de custodia. Un tercio del total, extranjeros. El 99% fue localizado. La mayoría en las primeras 24 horas. Eran desapariciones voluntarias. Algunos de los adultos localizados se negaron a que la policía diera a sus familias información sobre su paradero. Esfumarse no es delito. Es un derecho.

Pero estamos hablando de los que desaparecen sin dejar rastro; los catalogados por la policía como inquietantes. Y por la Guardia Civil como forzados. Su vida corre peligro. Quizá ya son cadáveres. Casos que huelen mal desde el principio. Hay más de 200 sin resolver que provocan que policías y guardias civiles se rompan la cabeza. Aumente la alarma social. Y las familias agonicen.

José Manuel A. es el jefe. El inspector jefe del Grupo de Desaparecidos. Le quedan tres años para jubilarse. Se hizo policía en 1975. Procede de Homicidios, "que entre nosotros siempre ha sido lo máximo en investigación". Es hermético y metódico. Hay que leer entre sus palabras. Personifica al viejo sabueso. Bigote de otra época, pelo a navaja y nudo Windsor. Comenzó a investigar desapariciones a mediados de los ochenta. Cuando aún se trabajaba con máquina de escribir. Y los policías despachaban a las familias que llegaban a la comisaría a denunciar con un rutinario "vuelva usted mañana". Estaba solo. Ha ido creando una impresionante base de datos sobre desaparecidos que alimenta a diario. Y a la que no tiene nadie acceso fuera de su unidad. En 1995 se hizo cargo del embrión del actual Grupo de Desaparecidos. Cuenta con dos mujeres policía para el trabajo diario y una veintena de detectives de homicidios para trabajar sobre el terreno si las cosas vienen mal dadas. El pasado lunes 26 de enero, dos de ellos viajaron hasta Sevilla para investigar la desaparición de Marta del Castillo, a la que su novio dice que dejó cerca de casa la noche del sábado 24. Fue la última persona en estar con ella. El primer sospechoso. "Es lo único que tienes. Desde ahí partes. Buscas a alguien con alguna relación social, laboral o familiar con la víctima. Y vas rebobinando. Hacia delante ya no puedes ir".

Al 'jefe' le podrían llamar también el catedrático. Tiene en su cabeza cada caso con nombre y apellido, rostro, circunstancias. La evolución del caso. Y lo que es más importante, de los sospechosos. ¿Siguen en España? ¿Por qué lo han hecho? ¿Por venganza, extorsión, celebridad, desahogo sexual; para crearse una identidad? ¿Volverán a matar? "Alguno lo intentará", musita. Tiene una tesis para cada caso. Y su propia clasificación de las desapariciones: voluntarias, accidentales e inquietantes.

-¿En qué se basa para catalogar un caso como de alto riesgo?

-No es fácil. Puede ser gato por liebre. No tienes la bolita mágica. Pero hay algo en la angustia de la familia que te hace pensar. Vas sumando. Si esa persona no había desaparecido nunca y era metódica; si aparece su coche abandonado; su ropa; signos de violencia; si no hay movimiento en sus cuentas bancarias ni llamadas en su móvil... algo pasa. Te guías por tu olfato. Puede fallar. Y por eso te tienes que meter dentro del desaparecido. Nunca le has visto; pero vas reuniendo fichas, fijándote en su entorno, escuchando. La gente habla. 'Se llevaba mal con su pareja; había temas de drogas; tenía problemas psiquiátricos; jugaba; frecuentaba ciertos bares'. Vas dibujando una personalidad... que puede fallar, pero no tienes otra cosa. Fantasmas.

-Hasta que va cercando al sospechoso...

-Muchas veces no tenemos ni sospechoso. Con Mari Luz lo hubo desde el primer momento. Habíamos escenificado el recorrido de la niña; rastreado la zona; el portal; comprobado que no había accidentados en los hospitales y depósitos. No había pruebas, pero había un sospechoso que vivía al lado y había sido acusado antes de pederastia. La niña había pasado por delante de su casa. Y teníamos claro que tenía que ser alguien del barrio, porque era imposible que alguien de fuera, un extraño, hubiera entrado en ese ambiente cerrado sin llamar la atención. Era alguien de dentro. Algo por donde empezar. Y si te falla, vuelves a la casilla de salida. En las películas no se equivocan. Pero en la realidad formulas hipótesis que no tienen por qué ser válidas. Y por eso no dejas de trabajar en otras líneas. Es lo mismo que investigar un homicidio. Pero en una desaparición es más complicado conseguir pruebas; juegas con indicios. Hablas con su pareja y su familia y sus amigos. Y si alguno se niega, sospechas. Aquí entra la experiencia; utilizas la psicología; ves si está nervioso; le haces pensar que sabes más de lo que sabes. Tienes que tomar ventaja. Interrogar es un arte. El problema en una desaparición es conseguir pruebas que aportar al juzgado. Para intervenir un teléfono, registrar un domicilio o un coche, rastrear cuentas, le debes dar algo al juez. Y si no tienes nada, el juez no te da nada. Y hay que seguir buscando.

¿Es difícil desaparecer? Un inspector teclea mi nombre y apellidos en la base policial Argos (bautizada en honor de un gigante de la mitología con 100 ojos, de los que 50 siempre estaban abiertos), y brotan en segundos mis movimientos de los últimos meses: registros de hoteles; renovación del carné de identidad y el pasaporte; acceso a edificios públicos; petición de visado; cruce de fronteras no comunitarias. Incluso un viaje a Ceuta. No está mal. Si a eso le sumamos los datos del Sistema de Información Schengen (SIS), que conecta a las policías de 28 Estados europeos que comparten información sobre extranjería, búsquedas judiciales, requerimientos y desapariciones; y a eso le añadimos la base de datos de la Seguridad Social; de Hacienda; la matriculación de vehículos; las multas de tráfico; los padrones municipales; la Base de Señalamientos Nacionales de la Policía; la de huellas dactilares; la de renovación de documentos; y a eso le agregamos las infinitas bases oficiales autonómicas y locales; las cámaras de seguridad instaladas en miles de edificios. Y llegado el caso, la posibilidad de que intervengan judicialmente nuestro teléfono; y rastreen nuestras cuentas corrientes y pinchen el teléfono de familiares y amigos y vecinos, la respuesta es no. No es fácil evaporarse.

Otra cosa es que toda esa información se comparta lealmente entre los distintos cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado y haya suficientes funcionarios que la valoren y analicen. Y medios económicos. Y a la vista del destartalado despachito de nueve metros cuadrados repleto de centenares de archivadores de cartón, con cuatro ordenadores y tres policías que componen el Grupo Central de Desaparecidos, eso no se cumple ni de lejos. La Policía, la Guardia Civil y las policías autónomas son opacas sobre las investigaciones sobre desaparecidos que llevan a cabo. Sus bases de datos son dispares. Tampoco existe una base eficaz de muestras de ADN. Según Juan Bergua, "hay en España 4.500 cadáveres sin identificar. Y en 10 años sólo se ha hecho el cotejo de ADN de 180 restos óseos. Los familiares queremos entregar nuestro ADN y que lo guarden, y si aparecen restos humanos que coincidan con nuestros desaparecidos, que se cotejen sin perder tiempo. Es lento y caro, pero eficaz. Hace falta dinero; a este paso, se tardará un siglo en identificar esos 4.500 cadáveres".

Durante semanas, la puerta no se cerró un instante en el número 11 de la calle de Honduras. En el hogar de Yeremi Vargas. Ni de día ni de noche. Familiares, vecinos, niños, periodistas, cámaras de televisión, policías, políticos y curiosos entrando y saliendo. Sus abuelos, Herminia y Pepe, y su madre, Ithaisa, recuerdan con angustia aquellos borrosos días de marzo de 2007. Los primeros compases de la ausencia de Yeremi. Abarrotados de pastillas. Perdidos. "Cómo íbamos a cerrar la puerta; cómo íbamos a cerrar la puerta a mi niño; ¿y si volvía?", explica Ithaisa Suárez, de 25 años, su madre. Ya no puede ni llorar. Sólo esperar. "Es una actitud que se repite entre los familiares", explica la psicóloga Flor Bellver, "hay madres de desaparecidos hace 20 años que no han cambiado su domicilio por miedo a que si vuelven no las encuentren. Y otras que no van nunca de vacaciones. El tiempo en esas casas se ha quedado detenido".

Dos años después de su desaparición, nada ha cambiado a primera vista en casa de Yeremi. Su cuarto está tal como lo dejó. Con las mismas sábanas. "Aunque ya no huelen a él", suspira su abuela. Sus peluches. Spiderman y Winnie the Pooh. Su ropa perfectamente ordenada en el armario. "Ya no le valdrá; estará más delgado", dice Herminia mientras la acaricia. "La temporada antes de desaparecer tenía miedo por la noche y se despertaba. Pobrecito mío. ¿Qué habrá sido de él?". Detrás, la madre del niño, Ithaisa, se mueve como un espectro entre sombras. En el garaje, la moto en miniatura que le compró el abuelo y que sus primos no quieren usar. A una docena de metros, el solar ceniciento en el que se le vio por última vez. Le perdieron de vista cinco minutos. Era la hora de comer. No regresó. Todo está igual en el número 11 de la calle de Honduras. Nada es igual.

A 2.000 kilómetros del hogar de Yeremi Vargas, en Madrid, el teniente Vicente forma parte del equipo de la Guardia Civil que rastrea su desaparición. No es fácil sonsacarle en qué punto se encuentra la investigación; su idea de una entrevista es sacarle al periodista mayor información de la que él facilita. Recibe en un claustrofóbico despacho destinado a interrogatorios. Es un tipo corriente, cuarentón y psicólogo de formación. No lleva uniforme. Forma parte de la Unidad Técnica de Policía Judicial, uno de los tres departamentos de la Guardia Civil que se encargan del caso: "Nosotros hacemos un análisis estratégico de la desaparición y analizamos la información; luego está Criminalística, que trabaja científicamente para que los vestigios del lugar del crimen se puedan aportar a un tribunal, y la Unidad Central Operativa, que es la gente que actúa". En marzo de 2007, tras la desaparición de Yeremi, llegaron a desplazarse a Gran Canaria 30 agentes de la Guardia Civil. En estos largos meses han interrogado y pinchado teléfonos; comprobado coartadas; buscado coches; confeccionado listas de pederastas; visionado cámaras de seguridad; reconstruido los últimos momentos. Nada. Varios agentes siguen trabajando en el caso. Entre ellos, el teniente Vicente. Son la última esperanza de la familia de Yeremi Vargas.

-¿Son optimistas?

-Nosotros no podemos ser optimistas; somos objetivos.

-¿Pero qué cree usted?

-No es cuestión de creer o no creer. Somos objetivos. Vamos creando hipótesis y trabajamos en ellas. Pero no somos magos. Puedes pensar que hay detrás un motivo sexual o un ajuste de cuentas e investigas por ese lado. Y un día encuentras el cadáver y había sido un accidente y nadie lo había visto. Eso pasó con los niños Jonathan Vega y Donovan Párraga. Uno apareció en un descampado y otro ahogado en un pozo. Tenemos que ser objetivos. No le puedo decir si sabremos algún día qué pasó.

En el solar del número 79 de la Avenida de Aragón, en Palma de Mallorca, se alza una moderna promoción de viviendas de semilujo. En septiembre de 2007 fue derribado el decrépito edificio donde vivía Ana Eva Guasch, una profesora de 27 años que desapareció en la madrugada del 21 de octubre de 2001. No faltaba nada en su apartamento, las joyas estaban en su sitio y su coche intacto. No había movimientos en sus cuentas bancarias ni reservas de avión. La inspectora Isabel V. J. de la Unidad Central se hizo cargo del caso. Ha sido su obsesión durante estos siete años. A partir de sus pesquisas y las del Grupo de Homicidios de Baleares fue detenido dos veces un mismo sospechoso. Alguien del entorno de Ana Eva. Fue puesto en libertad por ausencia de pruebas y, al parecer, por cierta precipitación en su detención. El caso fue archivado. "Las prisas en estos casos siempre son malas; muchas veces se detiene a un sospechoso por la presión social que ejercen los medios y te cargas la investigación; con prisas no llegamos a ningún lado", dice un inspector.

Toda la información sobre el caso de Ana Eva desborda un grueso archivador de cartón sobre la mesa de la inspectora en la UDEV, en Madrid. Hay interrogatorios, fotografías, registros. Siete años de trabajo. En los que Isabel se ha ido metiendo en lo más profundo de la piel de Ana Eva Guasch. Lo ha intentado todo. Por eso, antes de que demolieran el edificio donde vivió y fue vista por última vez, la inspectora pidió derribar ella misma junto a la Policía Científica el apartamento de Ana Eva.

"No podíamos perder esa última oportunidad. Fotografiamos durante días todo el piso, cada habitación, cada rincón; lo que se veía desde sus ventanas y cómo se veía ese apartamento desde las ventanas de los edificios de enfrente. No es ninguna tontería, puede llegar a ser una prueba en un juicio de cómo era el escenario del crimen. Tiramos el falso techo; derribamos cada tabique; toda la cocina; vaciamos un pozo que había bajo la finca; las arquetas, los aljibes; excavamos en un patio; registramos con la Unidad de Subsuelo con equipos de oxígeno toda la pocería del edificio y varios antiguos locales comerciales. Cada bolsa; cada grieta; cada montón de basura. No encontramos nada. Pero yo no me olvido de Ana Eva. El caso no está cerrado. Sigo trabajando. Y la voy a encontrar".

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Jesús Rodríguez
Es reportero de El País desde 1988. Licenciado en Ciencias de la Información, se inició en prensa económica. Ha trabajado en zonas de conflicto como Bosnia, Afganistán, Irak, Pakistán, Libia, Líbano o Mali. Profesor de la Escuela de Periodismo de El País, autor de dos libros, ha recibido una decena de premios por su labor informativa.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_