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Reportaje:

La vuelta al mundo por 1.250 euros

Isidoro Merino

LONDRES

Varias vueltas en una

100 euros. Esta es la cantidad que grabo en mi mente para gastos diarios. No es un dispendio si tenemos en cuenta que el nivel de vida en las cinco paradas que he previsto para mi vuelta al mundo es más elevado que en España. Con ellos he de pagarme un hotel céntrico, tres comidas (me propongo no abusar de los bocadillos), transporte local y algunas atracciones.

Londres es un máster intensivo de economía de supervivencia. Encuentro por Internet varios alojamientos alternativos cerca de la estación Victoria, el centro de comunicaciones por excelencia de la ciudad. Como mi próxima etapa será Hong Kong con la tarifa de Air New Zealand busco establecimientos regentados por chinos porque son unos consumados maestros acomodando huéspedes en espacios imposibles. En mi primera etapa, para no castigar el bolsillo, me nutro de visitas gratuitas. Sin invertir más peniques que los necesarios en algo de comida puedo acceder sin restricciones a la National Gallery, al Museo de la Ciencia, al de Historia Natural, al Británico, al Victoria & Albert, al de Londres, o a la National Portrait Gallery, en metro y a solo dos estaciones de Victoria. También paseo por Hide Park, Picadilly Circus, Oxfor Street y visito, sin subirme, porque tanto la vista como el precio son elevados, la famosa noria London Eye y la ribera meridional del Támesis, desde donde se toma la consabida fotografía del Parlamento y el Big Ben. Para el final de mi aventura organizo una segunda vuelta al mundo en Londres. Para empezar, paseo entre canales que me recuerdan a Venecia, Little Venice, en Camben Market. Más tarde, a pie, llego a Oriente Medio; en Edgware Road, donde se instalaron hace años los libaneses y los árabes, y veo burkas, hombres que fuman pipas de agua y, en muchos bazares, un excelente cambio de divisas. En el barrio de Brixton encuentro el Caribe. Dos vueltas al mundo en una.

La ciudad es un máster intensivo en economía de supervivencia
Comer en Hong Kong es un problema, pero por el exceso de oferta. Hay cantoneses, indios, europeos, japoneses...
En la aduana me dicen:"¿Llega al país más bonito del mundo y solo se va a quedar nueve días?"
"¡Cuidado!", avisan. "Aquí los accidentes graves más frecuentes los causan las caídas de cocos"
Junto a Marilyn, Jesucristo departe con un señor disfrazado de Kentucky Fried Chicken

HONG KONG

Láser sobre los mil budas

Si en Londres la tarjeta que me permite desplazamientos sin restricciones se llama Ostra, aquí la denominan Pulpo (Octopus). Con ella viajo a todas partes, incluyendo los ferries. También paga mis comidas y se recarga en establecimientos abiertos 24 horas o en las máquinas del metro. Dormir en Hong Kong es caro, pero como me empecino en respetar escrupulosamente mi presupuesto, tomo el bus A-21 en el aeropuerto y en poco más de una hora estoy frente a un edificio desvencijado, la Chung King Mansion, que acoge docenas, quizá centenares, de pensiones en sus entrañas. Pronto doy con lo que necesito. En Londres, la habitación era diminuta, y sobrevivo a la claustrofobia con buena nota.

Comer también es un problema, pero por el exceso de oferta. Hay restaurantes cantoneses, indios, europeos, japoneses... Luego, ¿qué visitar en Hong Kong que cueste poco? Quizá una puesta de sol en el Paseo de las Estrellas, inspirado en el Hollywood Boulevard de Los Ángeles. Estos bastiones que compiten en diseño y originalidad y delimitan el Distrito Financiero se pelean todas las noches lanzándose rayos láser entre ellos, recién tocan las ocho.

El hobby de los habitantes de Hong Kong es tomar fotos. Lo hacen en el mercado de los Peces Dorados, el de las Flores, el de las Mujeres, el de Jade, el del Templo... casi todo alrededor de la parada de metro Mong Kok. Otro día visito el templo de los Mil Budas. Octopus en mano tomo un ferry rápido a la isla de Cheung Chau. Allí están prohibidos los motores y tan solo habitan pescadores. El último día visito el Buda más grande del mundo, situado en el monasterio de Po Lin, antes de volar a Nueva Zelanda.

NUEVA ZELANDA

Maoríes, ballenas e iglesias sin misas

'Kia Ora!', que quiere decir 'bienvenido', aparece en todos y cada uno de los carteles que me recuerdan que estoy en las antípodas. La aduanera ojea mi plan de viaje y dice: "¿Llega al país más bonito del mundo y solo se va a quedar nueve días? Miro avergonzado hacia alguna parte y espero comprensión. Este país, repleto de regalos de la naturaleza, es perfecto para recorrerlo en mochila. Aterrizo en Auckland y viajo al sur. A medio camino, la puerta del infierno. La estación de baños termales Hell's Gate es la antesala de una región de volcanes llena de establecimientos termales y de paisajes apocalípticos. Rotorua, la capital de la región, es tierra de maoríes. Llegados en diferentes migraciones desde la Polinesia, este pueblo basa su filosofía en el respeto a la naturaleza y en el atesoramiento de varias virtudes, el mana, que puede adquirirse por herencia, por oratoria, por sabiduría, por méritos o, a las malas, comiéndose al contrario. La atracción estrella de Rotorua es un géiser llamado Pohutu, que quiere decir "gran erupción", entre lagunas que bullen y montañas de sulfuro. Cuentan que en este escenario y en sus alrededores se libraron espantosas batallas. En la capital del país, Wellington, visito gratis el Museo Te Papa (en la foto grande). Luego toca un garbeo por los alrededores para visitar los escenarios donde se rodó El señor de los anillos antes de embarcar el día siguiente. La Isla Sur es más agreste y salvaje que su homónima septentrional. En el camino veo focas, ciervos, cabañas, valles, volcanes y caballos desde la ventana del autobús. Mi destino es Kaikoura, un pueblo de pasado ballenero cuyos habitantes se emplearon tan a fondo que casi acaban con ellas. Última etapa, Christchurch (Iglesia de Cristo). Un lugar lleno de templos y sin misas. Claramente son las antípodas.

ISLAS COOK

Cuando es fácil imaginar el nirvana

Por esos juegos malabares de las zonas horarias despego de Nueva Zelanda a mediodía, y transcurridas cuatro horas llego al archipiélago de las Cook el día anterior. Rarotonga, desde el aire, cumple a la perfección con el tópico de las islas de la Polinesia. Atolones de coral, playas paradisiacas, verdes palmeras, frondosas montañas en el centro, tejados de cabañas, aguas esmeraldas y un aeropuerto de color azul con un señor que toca el ukelele y ameniza la recogida del equipaje. No existe ninguna estatua del capitán James Cook visible en Rarotonga, a pesar de que le dio nombre al archipiélago. La isla tiene un perímetro de 34 kilómetros. Dos autobuses la recorren cada hora en sentidos opuestos. A las cinco cierran las tiendas, se acaban los transportes públicos y todo el mundo regresa a casa, de manera que para gozar de una cierta autonomía es preciso alquilar un vehículo. Abono 12 euros y salgo con un recuerdo excepcional: una licencia de conducir motocicletas, exclusiva para las islas Cook. ¿Qué más puedo pedir? Poco. Porque el resto de los placeres, salvo hospedaje, comida y gasolina, son gratuitos. Playas desiertas, palmeras repletas de frutos (¡Cuidado! -avisan- los accidentes graves más frecuentes los causan las caídas de cocos) y unas frondosas montañas en el corazón de Rarotonga que invitan al senderismo. El atolón rompe el oleaje a medio kilómetro de la playa, y el agua, a veinticinco maravillosos grados de temperatura, parece de vidrio. Apenas hay movimiento en la superficie. Me sumerjo y cuento veinticinco especies diferentes tras veinticinco minutos buceando. Del fondo del mar a las alturas: decido subir a la cima de la montaña y contemplar la isla desde The Needle Rock, el pico más alto. Desde allí imagino el nirvana.

CALIFORNIA

Salto hacia el loco 'glamour'

Los controles son rigurosos para volar hacia Estados Unidos. Pero pronto alcanzo el glamour. La palabra "Hollywood" aparece por todas partes. Llego a la estación Hollywood Highland y tomo la salida a Hollywood Boulevard, el mismísimo Paseo de las Estrellas en el que se inspiraron los chinos de Hong Kong. Mi albergue se llama Hollywood International, está cerca de la estrella de Antonio Banderas y es el edificio más cutre de la avenida, pero sus habitaciones individuales son alegres. En la pared, un gigantesco retrato de Marilyn alegra la mirada. Bajo a la calle y me doy de narices con ella. Bueno, con una chica que luce su famoso vestido blanco, el de la falda vaporosa, pero clavadita a Norma Jean. A su lado está Jesucristo departiendo amigablemente con un señor disfrazado de Kentucky Fried Chicken y otro que se parece mucho a Michael Jackson. También veo a Batman, Spiderman, Superman, Cat Woman, Laurel y Hardy, al Capitán América, la Masa, los Piratas del Caribe, el Muñeco Diabólico, el Zorro, Mickey Mouse, Snoopy, Indiana Jones, una variada muestra de robots, el malo de La guerra de las galaxias... Es fácil moverse en transporte público. Eso sí, cada desplazamiento se prolonga una hora, mínimo. No en vano me rodean 20 millones de personas. Muchas comparten su afición por las estrellas. Es raro el día que no cortan el tráfico en Hollywood Boulevard por algún estreno. Y es fácil reconocer rincones popularizados por el cine. Paseo por Melrose Place, Hill Street, Sunset Street, Beverly Hills, Bel Air... Me avisan de que por Bedford Drive, la calle de los psiquiatras, seguro que me topo, por lo menos, con una celebridad. Ciertamente, esta es una ciudad un tanto loca. Toca volver a Londres y cerrar el ciclo, cerrar esta locura de viaje.

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Sobre la firma

Isidoro Merino
Redactor del diario EL PAÍS especializado en viajes y turismo. Ha desarrollado casi toda su carrera en el suplemento El Viajero. Antes colaboró como fotógrafo y redactor en Tentaciones, Diario 16, Cambio 16 y diversas revistas de viaje. Autor del libro Mil maneras estúpidas de morir por culpa de un animal (Planeta) y del blog El viajero astuto.

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