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Tribuna:Laboratorio de ideas
Tribuna
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Convertir el trabajo en capital

Consagrará la actual coyuntura el predominio absoluto del capital sobre el trabajo o ayudará, por el contrario, a que el trabajo se asuma, de forma efectiva, como capital? Lejos de ser retórica, esta pregunta estará, probablemente, en la agenda política en los próximos meses.

Antes de que la presente crisis financiera nos recordara la de 1929, otro parámetro menos visible, la distribución de la renta en Estados Unidos entre capital y trabajo, había retrocedido a los niveles previos a esa fecha fatídica, reflejando un sesgo sin precedentes a favor de los beneficios empresariales. Esa tendencia se había reforzado con la disminución de las ganancias no salariales (sanidad, pensiones) percibidas por los trabajadores, resultado de las políticas privatizadoras. En todos los países de la OCDE se ha intensificado el mismo desequilibrio.

Descargar sobre el trabajo el ajuste de la crisis es una temeridad, pues provocaría una caída de la demanda

Si ambos fenómenos, crisis financiera y desigualdad de rentas, son simultáneos es porque están interconectados, son manifestación del mismo comportamiento y deben participar del mismo diagnóstico. Indica que el problema no se soluciona sólo con más regulación, que la solución no puede limitarse a aportar recursos públicos ni a mejorar la regulación de los mercados.

Stephen Roach, cualificado analista como economista jefe de Morgan Stanley (ahora vicepresidente para Asia), lleva años defendiendo que el campo de batalla de la globalización "obliga" a Occidente a seguir disminuyendo el peso de las rentas del trabajo. Defiende que la salida de un escenario de crisis en los países desarrollados debe ser, esencialmente, una wageless recovery, es decir, una recuperación basada en un nuevo descenso de los salarios reales. Es necesario, viene a decir, llevar hasta el final la supremacía del capital sobre el trabajo.

Sin embargo ¿qué es hoy exactamente el capital? Simplemente, un factor de coste más, un recurso financiero que se adquiere en el mercado servido por los fondos de inversión, verdaderos mayoristas del capital como recurso. No es ya, propiamente, un factor de poder que descansa sobre los primeros ejecutivos apoyados en minorías de control. Ha sido precisamente la concentración y opacidad de ese poder, soporte de los modelos empresariales que hasta ayer constituían paradigmas, los que están en el origen de la actual crisis. Los inmensos costes ocultos que conlleva una dirección sin controles han estallado ante los ojos del mundo: una vez más se ha demostrado que si alguien puede arramblar con todo, arrambla con todo.

En ese contexto, si se pretende evitar que una minoría de ejecutivos, comportándose como monarcas absolutos, se apropie de los beneficios colectivos, es necesario saber qué es lo que se espera del trabajo en las empresas. Y en qué pueden contribuir a ese control. La lógica del buen gobierno y la responsabilidad empresarial no puede imponerse desde fuera, pero se queda vacía si no se vincula a la reconstrucción de un modelo de convivencia basado en la revalorización del trabajo y en su nuevo engranaje con el capital.

Descargar sobre el trabajo el ajuste de la crisis es una temeridad. Lo es porque provocaría un nuevo hundimiento de la demanda, pero también y sobre todo, porque es imprescindible cambiar el modelo económico y hacerlo más intensivo en conocimiento para multiplicar la innovación y la productividad. Y ese objetivo es incompatible con la precaria y continua rotación de recién licenciados o con modelos empresariales que requieren la expulsión sistemática de trabajadores expertos mediante prejubilaciones forzadas.

Y, sin embargo, es imprescindible impulsar una flexibilidad solidaria ante la crisis para que no descargue su factura exclusivamente sobre el empleo. Es el momento de impulsar la innovación económica desde la innovación social. El descenso temporal de los salarios puede ser una variable negociadora para aliviar el ajuste de empleo, pero a cambio de capitalizar en acciones el riesgo que implica ese sacrificio. Alemania, país con un modelo de cogestión que facilita la participación de los trabajadores en el control, seguía siendo en 2007 el primer país exportador del mundo a pesar de sus altos salarios. Los trabajadores de buena parte de las grandes empresas tecnológicas americanas son también accionistas de sus compañías. En Estados Unidos, a pesar de décadas de hegemonía neoliberal, sigue habiendo 11.000 firmas acogidas a los programas ESOP fundados en 1971 (Employee Stock Ownership Plans, planes de propiedad accionaria de trabajadores) que emplean a casi un 20% de la fuerza de trabajo e incluyen el 14% de las compañías que cotizan en Bolsa, las que tienen más valor.

Hay que acabar con el creciente desapego entre empresa y trabajador. Los profesionales deben asumir el destino de sus empresas, ser parte de ellas y de su accionariado, implicarse en su competitividad y estabilidad. El mundo del trabajo debe saber sumarse a las alternativas más racionales y factibles, aquellas que combinen eficacia y participación, para articular los deseos de los verdaderos interesados en su futuro: los accionistas, las instituciones, las asociaciones de usuarios y las empresas de servicios que han acogido el trabajo externalizado.

El trabajador debe compartir riesgos y sacrificios como parte de un pacto a largo plazo que le permita también compartir beneficios. Y decisiones. Impulsar legal y fiscalmente estos cambios es parte de las verdaderas reformas estructurales que reclama la situación. Ése es hoy el verdadero test para una política socialdemócrata.

Ignacio Muro Benayas es economista y profesor de periodismo en la Universidad Carlos III y autor de Esta no es mi empresa (Ecobook, 2008).

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