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laboratorio de ideas
Columna
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Europa al pie de los mercados

Emilio Ontiveros

Desde su emergencia, en julio de 2007, el rápido contagio real y financiero fue uno de los rasgos que singularizó esta crisis. Europa es ahora el escenario donde la inestabilidad financiera es más intensa. Los peligros pudieron intuirse hace tiempo: en esta misma sección, el pasado 18 de abril (La eurozona amenazada) se advertía de esas amenazas. En su todavía activa metamorfosis, esta ya es una crisis europea, con déficit y deuda pública inferior a los de la economía donde se localizó el epicentro, puede sufrir las peores consecuencias, comprometiendo incluso sus realizaciones de las últimas décadas. Se trata de una crisis fundamentalmente política: de un sistema de gestión y decisión manifiestamente inadecuado para abordar la envergadura y complejidad de esas amenazas.

Los mercados tienen a los Gobiernos de la eurozona pendientes de qué nuevas ofrendas les van a exigir

La vulnerabilidad a la que sigue sometida el euro no está justificada en los fundamentos que se supone orientan las decisiones de operadores racionales en mercados eficientes. Los ataques a la deuda soberana de la eurozona no se asientan en riesgos inmediatos de insolvencia.

Esta crisis, recordemos, nació ante las deficiencias en la trazabilidad y gestión del riesgo de crédito en un segmento concreto del mercado hipotecario estadounidense. Fue también en ese sistema financiero donde se revelaron anomalías y deficiencias técnicas en la gestión de los operadores financieros, no solo de los brókeres hipotecarios generadores de ese modelo de actividad crediticia consistente en "originar para distribuir". También fallaron de forma manifiesta los supervisores y las agencias de rating. La incertidumbre, la pérdida de confianza, facilitó ese amplio contagio inicial.

Más allá de la participación en una dinámica de integración financiera global, vehiculada a través de mercados de capitales cada vez más integrados y con operadores bancarios transfronterizos, los fundamentos de las economías de la eurozona no justificaban el contagio inmediato, mucho menos a través de los mercados de deuda pública. Los problemas suscitados por las falsedades en la contabilidad pública griega o los derivados de la excepcional y unilateral garantía del Gobierno irlandés a un sistema bancario manifiestamente dañado no son generalizables.

En realidad, la totalidad de los Gobiernos de la eurozona condicionaron la orientación de sus políticas a la reducción del déficit y de la deuda pública. A pesar de que la región exhibe el crecimiento más débil, la más elevada tasa de paro de la OCDE, sin expectativas de intensa recuperación a corto plazo, las políticas económicas han sacrificado cualquier sesgo compensatorio del desplome de la demanda agregada. Son orientaciones que siguen contrastando con las adoptadas por las autoridades estadounidenses, como lo hace el acceso a la financiación de las empresas a uno y otro lado del Atlántico y su impacto en la elevada tasa de mortalidad empresarial.

No parecen suficientes esos propósitos de asentamiento en la ortodoxia. Los mercados de deuda pública mantienen desde hace meses a los Gobiernos de la eurozona pendientes de que nuevas ofrendas puedan aplacar las tensiones manifestadas en las exigencias de mayores tasas de rentabilidad para los títulos emitidos ya no solo por aquellos Estados con anomalías manifiestas en la condición de las finanzas públicas.

La singularidad de esta crisis no deriva solo de ese efecto contagio que desde finales de los ochenta está presente en todas las crisis pertenecientes a la generación desreguladora y de intensa integración financiera, sino de la coexistencia con unos mercados distantes del ideal. Y es que, como han reconocido incluso las instituciones tradicionalmente más defensoras de la ortodoxia, los procesos de formación de precios en los mercados financieros hace tiempo que no se ajustan a las concepciones que están en la base de planteamientos que en el pasado ampararon iniciativas como las precipitadas desregulaciones o la autorregulación de determinadas actividades financieras. Las hipótesis de eficiencia que formuló Eugene Fama, las que atribuyen capacidad de procesamiento de información considerada relevante, han quedado tan seriamente cuestionadas en esta crisis como el propio comportamiento racional de los operadores en los mismos.

Y frente a mercados que no cumplen esa idealizada función de ajuste automático, que fallan, en definitiva, las autoridades han de intervenir. En este aspecto, el contraste vuelve a ser explícito: los fallos de mercado no son menos evidentes en la zona euro que en EE UU; sin embargo, el activismo de las autoridades es mucho menor aquí. Además, las consecuencias de la inacción, o directamente de la mala gestión de la crisis, pueden ser mucho más severas: pueden echarse por la borda décadas de fortalecimiento de la dinámica de integración europea. Europa no ha funcionado en esta primera gran crisis de la zona monetaria común. En realidad, la crisis aquí es realmente una crisis en la que su dimensión política es la relevante. Los operadores en los mercados cotizan y aprovechan la confusión, la incapacidad para resolver con la misma disposición y unidad de criterio que se hace en la economía estadounidense.

Impedir que los mercados de bonos sigan atacando a los Gobiernos de la eurozona, poniendo en peligro el bienestar de los ciudadanos, es la primera exigencia. Las ofrendas en la forma de decisiones de ajuste presupuestario o la adopción de reformas en la dirección de una mayor flexibilidad de los mercados de factores ya están lanzadas. Algunas de ellas no van a facilitar de forma inmediata el crecimiento económico y el del empleo. La decepción de los ciudadanos con el proyecto europeo sería todavía mayor si sus instituciones y las autoridades nacionales no arbitran rápidamente, cuando menos, un eficaz cortafuegos. La ampliación de la Facilidad Europea de Estabilidad Financiera (EFSF), la continuidad del programa de adquisición de bonos públicos por el BCE son parte del mismo. Y lejos de albergar dudas, hay que mantenerlos el tiempo que haga falta haciéndolos suficientemente explícitos. Son compatibles con el mecanismo de rescate propuesto por Alemania a partir de 2013.

En una perspectiva de medio plazo es de todo punto razonable adoptar ya decisiones que señalicen las intenciones de reducción de esa asimetría entre una unión monetaria completa y una unión económica casi vacía. Que sean consecuentes con la naturaleza esencialmente política de las razones por las que esta crisis se ha particularizado en la eurozona. Completar la unión económica significa hoy avanzar en la federalización fiscal. La renovada propuesta de emisión de bonos europeos del presidente del Eurogrupo es básicamente correcta: incorpora muchas más ventajas que inconvenientes, especialmente en momentos excepcionales como el actual. No es la única vía para conseguir ese propósito, pero es adecuada a las circunstancias actuales y no excluye otras decisiones con el mismo propósito: disponer de aproximaciones comunes y mecanismos de decisión que impidan los desencuentros intraeuropeos ahora exhibidos y comprendan situaciones sistémicas, no individuales.

No es fácil liquidar la integración monetaria de Europa, pero puede derivarse en su fragmentación si persiste esa pedagogía germana de "la letra con sangre entra" y la alimentación de la incertidumbre política. En mayor medida si las economías a las que se trata de aplicar, como la española, no tienen unas finanzas públicas mucho más distantes de los compromisos intraeuropeos que los de la propia Alemania. Si a la sincronía de políticas procíclicas por todos los países añadimos la ausencia de protección en los mercados de deuda pública, el resultado no será precisamente la mejora de las condiciones de vida en la eurozona, incluidas Francia y Alemania. -

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