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Tribuna:Laboratorio de ideas
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Supervisión financiera común

Emilio Ontiveros

La crisis también ha dejado lecciones específicas para la Unión Europea (UE). La más genérica, pero quizás la más relevante, es la necesidad de fortalecer su gobernación económica. En especial la de la eurozona. Ello significa reducir la muy pronunciada y prolongada asimetría que existe, desde 1999, entre una unión monetaria completa que integran las más importantes economías de la región y una unión económica apenas enunciada. La evidencia es contundente acerca de las exigencias de coordinación de antemano para gestionar crisis financieras; especialmente cuando los más importantes operadores financieros son transfronterizos. Casi tan relevante como esa necesidad de cooperación entre reguladores y supervisores es dejar constancia de la dificultad de hacerlo entre países con reglas y conformaciones institucionales de sus sistemas financieros insuficientemente homogéneas. Es el caso de la UE, e incluso de la eurozona. Por eso es saludable que la pasada semana el Ecofin haya decidido impulsar dos decisiones, en ámbitos bien diferenciados, que contribuyen a que haya más gobierno económico europeo: una mayor coordinación de los presupuestos nacionales y la creación de órganos supervisores comunes sobre la actividad de los sistemas financieros y cada subgrupo de operadores en los mismos.

Sin suficiente coordinación se lucha mucho peor contra problemas e instituciones transfronterizas

Aunque recordemos continuamente que la crisis crediticia que dio lugar hace más de tres años a esta Gran Recesión tuvo un origen estadounidense, debemos también tener muy presente que dispuso de una muy rápida y completa propagación a Europa. Las no menos explícitas limitaciones que se pusieron en su gestión situaron a la eurozona al borde de una crisis institucional de gran alcance. La fragmentación de la unión monetaria, la exclusión de algunos de sus miembros, o medidas de excepción en algunos sistemas financieros fueron pasto de rumores durante demasiadas jornadas. Los nueve primeros días de mayo de este año ya ocupan una posición destacada en ese singular archivo histórico de las pugnas entre mercados financieros y autoridades. Ocupan una posición vecina de aquellas jornadas de septiembre de 1992, cuando el Sistema Monetario Europeo (SME) quedó también a merced de operadores financieros más habilidosos (George Soros fue el más emblemático) que algunos bancos centrales. El desenlace, recuérdese, no fue de importancia menor: exclusión de la libra esterlina de la disciplina cambiaria del SME, excepcional ajuste de paridades centrales provocado (en el que varias monedas devaluaron, la peseta entre ellas) y la solución final de ampliación de los márgenes bilaterales de fluctuación en un 15% en torno al nuevo tipo central del Ecu. De aquella crisis ya se pudo deducir la conclusión de que a los mercados financieros no hay que ponérselo tan fácil. La lección de que sin suficiente coordinación se lucha mucho peor contra problemas e instituciones transfronterizas no se asimiló entonces de forma suficiente.

Si esa exigencia de coordinación global es una conclusión lógica, derivada de crisis financieras que hace años dejaron de ser locales, en el seno de la eurozona es particularmente importante. La vulnerabilidad que ha exhibido el área monetaria a lo largo de esta crisis tiene mucho que ver con la insuficiente coordinación de políticas económicas, especialmente presupuestarias. Los operadores en los mercados financieros han explotado esa asimetría y han estado a punto de provocar un desenlace más dramático desde aquella ruptura de hecho del mecanismo de cambios e intervención del SME.

Por eso, el acuerdo por el que los Gobiernos de los 27 países someten a consideración de Bruselas las líneas generales de cada uno de sus presupuestos anuales, antes de que los Parlamentos respectivos los aprueben, es una decisión acertada. Constituye una mejora evidente del Pacto de Estabilidad y Crecimiento, al tiempo que favorece de forma significativa la coordinación de políticas presupuestarias.

Han tenido que ser las sorprendentes trampas legales griegas, y las consecuentes convulsiones de los mercados de bonos, las que convenzan de esa exigencia de avanzar, aunque sea tímidamente, hacia una política presupuestaria más cercana a la de un Estado federal. No solo no nos deben doler prendas por lo que una decisión tal significa en términos de cesión de soberanía, sino que debemos felicitarnos por la reducción de la asimetría fortaleciendo la más racional de las dos opciones disponibles: mucho peor hubiera sido, como durante mayo llego a contemplarse, la segmentación de la unión monetaria.

El otro ámbito importante donde la coordinación europea se verá reforzada es el de la supervisión financiera. Las viejas advertencias del ahora frecuentemente evocado Hyman Minsky acerca de la inevitable recurrencia de los episodios de inestabilidad financiera, de la fragilidad intrínseca a la propia naturaleza del sistema económico, han encontrado suficiente respaldo empírico en las tres últimas décadas. La historia no permite, en efecto, caer en la ingenuidad de que la prevención de las crisis financieras es posible. Pero sí puede asumirse que una supervisión técnicamente acertada, y con el grado suficiente de coordinación, puede reducir la severidad de las consecuencias de próximas crisis financieras, además de favorecer el perfeccionamiento del mercado único europeo en el conjunto de la industria de servicios financieros, reduciendo las posibilidades de arbitraje regulador en el seno de la propia Unión Europea.

La coordinación de la supervisión financiera en los Estados miembros se llevará a cabo, a partir del próximo enero, por una estructura institucional que es básicamente la anticipada en marzo de 2009 por el comité presidido por Jacques de Laroisiere. Descansará en la creación de tres autoridades supervisoras (ESAs) y un Consejo de Riesgo Sistémico (ESRB). Las tres ESAs, que sustituyen a los tres comités hasta ahora existentes, se ocuparán, respectivamente, de supervisar a los bancos (con sede en Londres), a las aseguradoras (Fráncfort) y a los mercados financieros (París). La función del ESRB, por su parte, será identificar las amenazas genéricas a la estabilidad financiera regional; será presidido en los cinco primeros años por el presidente del BCE, y también tendrá su sede en Fráncfort. Esas agencias desarrollarán un cuerpo de normas comunes que serán revisadas a los tres años, al tiempo que fortalecerán la coordinación entre los supervisores financieros nacionales.

Es verdad que esas instituciones nacen con límites al alcance de sus actuaciones (serán siempre subsidiarias de las decisiones nacionales y no se les permite, por el momento, tener consecuencias presupuestarias) que ahora mismo no garantizan una completa unidad de acción, pero, como ha ocurrido con casi todos los avances en la dinámica de integración europea, es un paso significativo que, una vez consolidado, puede servir de palanca para fortalecer la integración financiera. Tampoco deja de ser igualmente destacable que el Gobierno de Reino Unido haya asumido la cesión de soberanía asociada al apoyo de esa estructura de supervisión común en un sector particularmente sensible para la economía británica.

Todo ello ha sido posible en una semana en la que también se concretó finalmente el acuerdo del Grupo de Gobernadores y Jefes de Supervisión, que dirige los trabajos del Comité de Supervisión Bancaria de Basilea (CSBB). Será tras la aprobación por la cumbre del G-20 del próximo noviembre cuando esas normas destinadas a garantizar una mayor solvencia de las entidades bancarias puedan llegar a ser vinculantes. Es un paso más en esa dirección de afianzamiento de la coordinación global de la regulación y supervisión financiera que esta crisis reveló como urgente. -

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