La hora de las instituciones
En el desplazamiento de la crisis financiera a la eurozona, más allá del contagio inicial que toda crisis moderna incorpora como efecto de la globalización, está desempeñando un papel importante la verificación de que la capacidad de respuesta a la crisis es de todo punto insuficiente. Desde el inicio de la crisis griega, las instituciones europeas y los Gobiernos de las economías más importantes de la UE han carecido de las habilidades necesarias para gestionar las convulsiones financieras y la recesión añadida. Desde luego, la principal amenaza a la estabilidad de la zona monetaria común.
Es verdad que la vulnerabilidad de la eurozona deriva en gran media de ese "pecado original" consistente en la asimetría entre unión monetaria completa y una unión económica casi vacía. La moneda única y la existencia de un banco central único que define una política monetaria común son expresivos de integración monetaria completa. Pero las economías que conforman esa unión apenas comparten otros elementos de política económica y, desde luego, de política fiscal. Tampoco en la década larga de unificación monetaria se han previsto mecanismos de actuación en caso de crisis financieras como los que ahora sobre la marcha se están arbitrando. La concreción de estos últimos, como el constituido en mayo, la facilidad europea de estabilización financiera, ha tenido que sortear recelos nacionales y eventuales agravios entre contribuyentes de distintos Estados de la UEM. Las declaraciones públicas de la canciller alemana sugiriendo reestructuraciones de deuda pública en las que los inversores no recuperaran todo el principal de sus bonos es un exponente de ambos problemas: de la falta de habilidad política para gobernar la crisis financiera y de las manifiestas diferencias en la fiscalidad que existen en el seno de la eurozona.
Tan razonable como exigir que los inversores aguanten quitas sobre el principal de los bonos es advertir de que no se puede subsidiar a países, como Irlanda, en los que los impuestos son claramente inferiores a los países que ayudan. Es necesario eliminar estos agravios, pero en modo alguno hay que exhibir esas reticencias en plena tormenta financiera, como han hecho las autoridades alemanas, sin facilitar, por otro lado, la rápida concreción de los mecanismos de ayuda. Las torpezas también han sido explícitas en aquellas declaraciones que atribuían probabilidades crecientes a un escenario de fragmentación de la eurozona o exclusión de alguno de sus miembros.
La gran lección que aporta esta crisis global es que su gestión es más eficaz si se lleva a cabo de forma cooperativa. Idealmente, esa cooperación y coordinación debería concretarse en el seno de las actuales instancias multilaterales como el FMI; pero, en todo caso, entre los que comparten moneda. Europa, la eurozona, haría bien en acelerar la reducción de esa asimetría y convenir en una agenda tendente al fortalecimiento de la unión económica, incluyendo cesiones de soberanía fiscal y presupuestaria por parte de los Gobiernos. No hacerlo significa no entender lo que la propia integración monetaria significa, así como su papel central en la propia dinámica de integración europea, y, en todo caso, asumir riesgos serios sobre el bienestar de los ciudadanos, como los que esta crisis ya ha revelado.
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