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Tribuna:La firma invitada | Laboratorio de ideas
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Las dos prioridades de la economía española

Óscar Fanjul Martín

La economía española tiene dos problemas, uno financiero -que se manifiesta en las dificultades de nuestros sectores público y privado, en particular el bancario, para obtener financiación exterior- y otro de competitividad. Ambos están estrechamente relacionados puesto que es el escepticismo sobre la competitividad de la economía y las dudas sobre nuestra capacidad para crecer y, por tanto, para hacer frente a la deuda contraída lo que dificulta el acceso a la financiación internacional. Conviene recordar que nuestro producto interior bruto ha retrocedido al nivel del año 2006. Pero si el bajo crecimiento no facilita nuestro acceso al crédito, la dificultad para financiarse también afecta negativamente a nuestra capacidad de crecer, por lo que salir de este círculo vicioso debe ser hoy el objetivo prioritario de la política económica.

La economía española tiene dos problemas, uno financiero y otro de competitividad
Con nuestro paro no es posible que converja la renta per cápita con los países desarrollados de Europa

Recuperar la competitividad tiene poco que ver con conceptos como la implantación de nuevos modelos económicos de crecimiento sostenible, y lo urgente hoy debe ser salir de la actual recesión y evitar los riesgos financieros que nos acechan. De lo que se trata es de introducir reformas institucionales que permitan e incentiven a las compañías a aumentar su productividad, es decir, a utilizar más eficientemente sus recursos productivos, con independencia del sector al que pertenezcan. No se trata de elegir sectores porque el Estado crea que su peso en la economía debe aumentar. De hecho, algunos de nuestros campeones internacionales son empresas que nunca recibieron apoyo público y que tampoco se hubieran puesto como paradigmas de ningún nuevo modelo de crecimiento -por ejemplo, el sector textil y el de ventas minoristas-. Es más, tenemos suficientes ejemplos de problemas financieros y no financieros creados por decisiones de los Gobiernos de incentivar el desarrollo de determinados sectores. Además, es importante entender que los países y compañías más ejemplares han comenzado a prepararse para competir con China y con otros países emergentes en todo tipo de sectores, siendo poco realista pensar que los países avanzados nos especializaremos en sectores de alta tecnología y los demás en los de menor valor añadido.

Sin duda, las medidas de más trascendencia para resolver nuestro problema de crecimiento son las de la reforma del mercado de trabajo, probablemente nuestro mercado más ineficiente. El hecho de que en solo tres de los últimos treinta años la tasa de paro haya sido inferior al 10% es suficientemente elocuente, y muestra hasta qué punto hemos banalizado este problema, que no es solo económico.

Con el problema de paro no es posible que nuestra renta per cápita converja con la de los países desarrollados de Europa.

En este sentido, la reforma del mercado de trabajo aprobada el pasado verano no responde a la magnitud de los problemas que tenemos. Estos están más que diagnosticados por expertos y por todo tipo de instituciones nacionales e internacionales. No se trata por tanto de elaborar una extensa lista de reformas, que normalmente se convierte en una excusa para no llevar a cabo ninguna importante, sino de establecer las prioridades y concentrarse en ellas.

El objetivo prioritario de la reforma laboral debe ser la mejora de la competitividad internacional de nuestras empresas, lo que permitirá el crecimiento del empleo y de los salarios reales. Esto exige dos cosas: en primer lugar, reducir la incertidumbre y el coste que actualmente existe para ajustar los niveles de plantilla ante variaciones temporales o permanentes de la demanda y, en segundo lugar, hacer más fácil la introducción de cambios internos en la organización del trabajo. Acabar con la dualidad que introduce la temporalidad o mejorar la formación de los trabajadores son objetivos o instrumentos importantes, pero hoy lo prioritario es lo anterior, pues es lo que más contribuirá a evitar la destrucción de puestos de trabajo, además de fomentar la nueva contratación y de animar la inversión. Con frecuencia se dice que solo generaremos empleo cuando crezcamos, lo cual es falaz, pues la relación de causalidad funciona en ambos sentidos, y un marco más incentivador del empleo nos ayudará también a crecer.

Para conseguir los anteriores objetivos es necesario reformar dos características del mercado de trabajo español, que explican gran parte de nuestros problemas actuales y a las que, por las dificultades políticas que suponen, no se les presta suficiente atención. En primer lugar, los convenios no operan en España como un contrato normal entre partes, sino que tienen en la práctica un valor de ley, con lo que esto significa. Por mencionar una implicación, una empresa de nueva creación no puede acordar condiciones de trabajo diferentes de las que establece el convenio de su sector. Así por ejemplo en España, a diferencia de lo que está ocurriendo en otros países de Europa, no puede crearse un banco que acuerde las condiciones de trabajo con sus empleados y que abra sus oficinas a los clientes durante el fin de semana, estableciendo una estructura salarial y de horarios distinta a la de la banca tradicional. Esta característica constituye una barrera de entrada para nuevas empresas y, por ello, reduce el grado de competencia y también los incentivos de mejora para aquellos negocios ya establecidos.

En segundo lugar, Administración y jueces condicionan importantes decisiones empresariales pero sin responsabilizarse de las consecuencias. Así, por ejemplo, reducir la plantilla en más de 9 personas en una empresa de 100, o en más de 30 por grande que sea la misma, requiere la aprobación de la Administración autonómica o de la nacional, lo que en la práctica es imposible de lograr si no existe aprobación sindical. Es normal que ninguna Administración quiera cargar con el coste político de estas decisiones. Paradójicamente, el Estado ofrece más protección a los grandes colectivos organizados que a los individuos. El efecto de todo ello es que la inmovilidad de los planteamientos es gratis, lo que dificulta la consecución de acuerdos entre empresas y trabajadores -cuando no los hace imposibles-, y los encarece por encima de lo legalmente fijado. Por la misma razón, no caben tampoco actuaciones empresariales preventivas y, por ejemplo, en la práctica es necesario haber entrado en perdidas para que un expediente de regulación temporal de empleo pueda ser aprobado.

No tiene mucho sentido que las administraciones públicas tengan que decidir sobre si existe o no un problema económico en una empresa, sobre si este es coyuntural o estructural o sobre qué medidas es necesario o no tomar para resolverlo.

Pueden ponerse múltiples ejemplos de cómo nuestro sistema laboral desincentiva la negociación, la posibilidad de llegar acuerdos y, en definitiva, la flexibilidad en el comportamiento de empresas y de trabajadores necesaria para competir. Un ejemplo paradigmático lo tenemos en el caso de Aena, una empresa con una obvia necesidad de cambiar su convenio, que llevaba años sin lograrlo y que, al final, solo lo ha hecho gracias a un decreto ley, con las dificultades de todos conocidas. El resto de las empresas no se enfrentarán a dificultades tan extremas, pero muchas tienen serios problemas y no disponen del recurso al decreto ley. La actuación del Estado en este caso es un claro reconocimiento de la ineficacia de nuestro mercado de trabajo.

En relación a cómo acometer la reforma, es difícil objetar que la solución se alcance, tal como se ha intentado, mediante un acuerdo negociado entre las partes. En estos casos, el Gobierno podría establecer cuáles son los objetivos y cuál es el plazo y, en su caso, estar dispuestos a ofrecer ayudas o medidas de compensación que sirvan para facilitar la introducción de las reformas y para paliar los costes que ello pueda tener. Es claro que en España, después de cinco o seis años intentándolo, se ha consumido con creces cualquier plazo razonable para un acuerdo.

No es fácil ni cómodo introducir las reformas señaladas. Es más sencillo y "políticamente correcto" proponer medidas como la mejora de la formación o el desarrollo de la economía del conocimiento, pero estas, en caso de éxito, no nos sacarán de la actual recesión. En economía como en política existen conflictos de objetivos, y es necesario elegir, y todos entendemos que un problema serio como el que tenemos no se resuelve fácilmente. Se trata de decidir la importancia que queremos darle a generar empleo y aumentos sostenidos de las rentas salariales, frente a una serie de ventajas de determinados grupos sociales.

Tampoco es razonable el exigir que ciertas decisiones difíciles pero necesarias, que afectan a intereses de sindicatos y organizaciones empresariales, sean tomadas por estos colectivos. Además, la importancia de los actuales problemas desaconseja el limitarse a tomar solo decisiones que hayan sido acordadas por determinadas organizaciones sociales, pues lo que para ellas es aceptable no tiene por qué ser lo más conveniente para el interés general. El ejecutivo y el legislativo representan a muchos más que a sindicatos y a organizaciones empresariales y, precisamente, una responsabilidad del Estado es decidir cuándo la sociedad tiene dificultades para hacerlo.

Óscar Fanjul es economista.

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