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Reportaje:TESTIGO (DES)PROTEGIDO

Abandonados a su suerte

Unas 400 personas viven sin protección, sin dinero o atravesando dificultades para encontrar trabajo tras haber declarado en los tribunales contra sus antiguos amigos

Viven permanentemente amenazados, atenazados por el miedo, al borde de la paranoia, con dificultades para encontrar trabajo, casi sin familia y sin amigos. Con frecuencia acaban alcoholizados o enganchados a los somníferos y a los antidepresivos. Son los testigos protegidos, personas que un día aportaron datos cruciales para meter entre rejas a terroristas, narcos, asesinos, proxenetas y traficantes de seres humanos. Aquel día, políticos, jueces y policías les alabaron y ensalzaron, les prometieron de todo: escolta, trabajo, un sueldo... Pero hoy la mayoría de esas personas -Ricardo Portabales, Pedro Luis Miguéliz, Manuel Fernández Padín, Pablo y otros muchos anónimos- se consideran a sí mismos abandonados y olvidados.

En España se aprobó en 1994 una ley para proteger a los testigos, pero no hay dinero ni un programa para hacerlo
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En libertad amenazada

El Parlamento aprobó en diciembre de 1994, con un solo voto en contra, la Ley orgánica 19/1994 de Protección a testigos y peritos en causas criminales con el objetivo de acabar así con las lógicas reticencias de los ciudadanos a colaborar con la justicia por temor a represalias.

Esa ley establece que los jueces y tribunales deben preservar la identidad de los testigos protegidos que corran un "peligro grave" y a tal fin concreta: "Que no consten en las diligencias su nombre, apellidos, domicilio, lugar de trabajo y profesión, ni cualquier otro dato que pudiera servir para la identificación de los mismos, pudiéndose utilizar para ésta un número o cualquier otra clave; que comparezcan para la práctica de cualquier diligencia utilizando cualquier procedimiento que imposibilite su identificación visual normal; y que se fije como domicilio, a efectos de citaciones y notificaciones, la sede del órgano judicial interviniente, el cual las hará llegar reservadamente a su destinatario".

Todo eso está muy bien. Pero 13 años después de la aprobación de esa norma no se ha hecho nada más. No hay un reglamento que la desarrolle. No existe un programa de protección de testigos, como existe en Estados Unidos. Un programa que contemple la posibilidad de cambiar por completo de identidad -un nuevo DNI, un nuevo número de la Seguridad Social, un nuevo domicilio, un nuevo trabajo e, incluso, un nuevo rostro- porque eso, naturalmente, tiene un coste. Dinero, dinero. Y el Estado español no dispone de ninguna partida económica específica para mantener a los testigos protegidos.

Gente como Ricardo Portabales, catalogado como el primer testigo protegido de la historia reciente, el arrepentido que actuó como principal acusador de los imputados en la Operación Nécora, la gran redada contra el narcotráfico gallego desplegada en 1990 por el juez Baltasar Garzón. Portabales, considerado un traidor por sus antiguos compañeros, vive permanentemente escoltado, sometido a cambios constantes de domicilio, sin recibir una asignación mensual para su manutención y la de su familia. Hace 15 años denunció que había sufrido una paliza mientras estaba en Galicia.

Manuel Fernández Padín, otro arrepentido de la Operación Nécora, vivió durante meses en los calabozos del complejo policial de Canillas (Madrid). A falta de un equipo de guardaespaldas que le garantizase protección día y noche, el lugar más seguro para él eran los inhóspitos calabozos. Allí al menos estaba rodeado por cientos de policías en un recinto blindado. Antonio Cebollero Campo, otro arrepentido que colaboró en la misma operación, vivió en la cárcel de Brieva (Ávila) porque era más seguro para él permanecer entre rejas que estar en libertad.

La Dirección General de Instituciones Penitenciarias barajó en 1994 la posibilidad de crear un módulo especial para arrepentidos y testigos protegidos, al considerar que eso eliminaría los múltiples problemas de seguridad y el cúmulo de gastos que conlleva garantizar la vida de estas personas -valiosas colaboradoras de la justicia- durante las 24 horas del día. Sin embargo, han pasado más de diez años... y nunca más se supo de aquel viejo proyecto.

Gente como el ex contrabandista Pedro Luis Miguéliz, Txofo, que hoy se gana la vida como puede trabajando en la hostelería en la costa mediterránea. Él fue en su día uno de los principales testigos de cargo contra el ex general de la Guardia Civil Enrique Rodríguez Galindo, el sargento Enrique Dorado Villalobos y el ex cabo Felipe Bayo Leal, condenados por el secuestro y posterior asesinato de los supuestos etarras José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala en 1983.

Testigos protegidos como Pablo, ex miembro del servicio de Inteligencia de la Armada, que también contó en el juzgado lo que sabía sobre el caso Lasa-Zabala, sin imaginar que eso le acarrearía ser secuestrado por unos sicarios que le torturaron y sodomizaron en noviembre de 1996, según relata Fernando Lázaro en su libro Yo acuso (editorial Temas de Hoy). Tres días después de prestar declaración ante un juez, el testigo protegido número 1964/S fue secuestrado, torturado y violado, además de tener que comerse literalmente el auto judicial en el que se le otorgaba la condición de testigo protegido. No tenía ninguna escolta, pese a que el juez había ordenado que le custodiase la policía.

Pablo tiene hoy una nueva identidad. Pero eso, más que favorecerle, le ha perjudicado: al ir a buscar trabajo, de nada le sirvieron los títulos académicos expedidos a su antiguo nombre. Su experiencia laboral le podía haber abierto un sinfín de puertas para trabajar en el sector de la seguridad privada, por ejemplo, pero lo malo es que él ya no era -oficialmente- el mismo hombre que figuraba en aquellos diplomas llenos de sellos y membretes.

La situación de abandono, de precariedad, de improvisación sobre los testigos protegidos en España no es nueva. Ya viene de lejos. Ya le pasó más o menos lo mismo a Mikel Lejarza Eguía, El Lobo, el topo infiltrado en ETA que, entre otros servicios al Estado, facilitó la mayor redada de activistas de ETA de la historia y la captura de algunos de los que asesinaron el 20 de diciembre de 1973 al almirante Luis Carrero Blanco, entonces presidente del Gobierno de Franco. El Seced (los servicios secretos creados por el propio Carrero) pagó a El Lobo una operación de cirugía plástica en la Clínica Angloamericana, de Madrid. Pero, aun así, hace tres años declaraba a EL PAÍS: "Todavía me puede matar cualquier descerebrado".

Según diversas fuentes, hay unos 400 testigos protegidos, varias decenas de ellos por los atentados islamistas del 11-M, aunque la mayoría son personas relacionadas con el desmantelamiento de redes de prostitución o de inmigración ilegal.

Las mujeres extranjeras que han decidido denunciar a sus explotadores han conseguido regularizar su situación en España. Pero nada más. Nadie les ayuda a buscar un empleo ni a pagar las facturas de su piso o del supermercado. "Tengo todos los papeles en regla. Sí. Pero vivo siempre pendiente de quién anda a mis espaldas y horrorizada ante la posibilidad de que me peguen un tiro", se queja una inmigrante que denunció en 2005 a los proxenetas que le explotaron durante años. -

Manuel Fernández Padín; la presidenta de Madres contra la Droga, Carmen Avendaño, y Ricardo Portabales (con barba).
Manuel Fernández Padín; la presidenta de Madres contra la Droga, Carmen Avendaño, y Ricardo Portabales (con barba).

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