_
_
_
_
_
Reportaje:EL MUNDO LE ESPERA

Las dos Américas en el estrado

Progresistas y conservadores se enfrentan en el terreno judicial. La clave de lo que ocurra ahítambién depende del resultado de las elecciones

Lluís Bassets

Es una época que termina. Su final no sigue el guión que habían escrito Bush y sus amigos. El propio candidato republicano se ve obligado a subrayarlo constantemente: "Yo no soy Bush". "Si usted quiere enfrentarse a Bush debió presentarse a las elecciones hace cuatro años", le dijo a Obama en el tercer debate televisivo. Los historiadores se disputan sobre cuándo y cómo empezó esta época. Si fue con Nixon, presidente con aspiraciones absolutistas e imperiales que fue derribado por el Congreso y por la prensa. O si fue con Reagan, el presidente que protagonizó la revolución conservadora y pidió a Gorbachov en Berlín que tirara ese muro. Pero el hito no debe estar necesariamente en la Casa Blanca. No muy lejos, a poco más de una milla a su izquierda, detrás del Capitolio, está el edificio donde se tomó una decisión trascendental en 1973. El Tribunal Supremo falló a favor de una mujer (Jane Roe) y contra el abogado del Estado de Tejas (Henry Wade) en una sentencia histórica que reconocía el derecho al aborto y situaba fuera de la legalidad a la mayoría de las leyes restrictivas aprobadas por los Estados. Esta sentencia, conocida como el caso Roe versus Wade, fue la chispa que encendió la mecha del descontento entre el conservadurismo social y religioso, de forma que todo lo que ha sucedido en la política americana desde entonces puede interpretarse como el intento de revertir la decisión de la Corte Constitucional.

"Necesitamos a alguien capaz de comprender qué significa ser pobre, madre adolescente, homosexual o viejo"
Si ganara McCain, la histórica sentencia que reconoció el derecho al aborto probablemente sería revocada

No es, por supuesto, el único caballo de batalla. Revertir la discriminación positiva a favor de las minorías, afianzar la pena de muerte, prohibir los matrimonios entre personas del mismo sexo, diluir las fronteras entre religión y política o ensanchar los márgenes de poder del presidente son los principales capítulos en los que se enfrentan las dos Américas, en el terreno judicial, naturalmente, y en el político. El poder de los jueces es tan grande que puede llegar a determinar una elección presidencial, como sucedió en 2000, cuando el Tribunal Supremo ordenó la paralización del recuento de votos en Florida, después de que Al Gore obtuviera de tribunales inferiores el derecho a revisar numerosas votaciones irregulares. Aquel caso determinó directamente el curso de la historia: si hubiera seguido el recuento es seguro que Al Gore habría alcanzado la presidencia.

Entre todas las decisiones presidenciales, las que dejan en todo caso mayor huella en la sociedad norteamericana son los nombramientos de jueces, que no se limitan al Tribunal Supremo, sino que se extienden a los trece tribunales de apelación que realizan funciones de corte de último recurso en multitud de casos y que afectan a centenares de magistrados y fiscales. La apertura de la sociedad americana a los cambios de costumbres ha recibido el acompañamiento y en algunos aspectos el impulso de los nombramientos de jueces progresistas durante la larga época de hegemonía demócrata que empezó en 1932, con la presidencia de Franklin D. Roosevelt, y que puede darse por terminada con la de Ronald Reagan en 1980. Eisenhower no respondía a la idea de un presidente conducido por la ideología; Nixon y Ford fueron también casos aparte. El primero, más ocupado en la política internacional y en el fisgoneo político dentro y fuera de la Casa Blanca que en las cuestiones de sociedad. El segundo, incapaz de sintonizar con los aires ultraconservadores que se avecinaban, hasta el punto de que su esposa, muy apreciada por la opinión pública, se atrevió a realizar en 1975, un año antes de las elecciones presidenciales, unas inocentes y explosivas declaraciones en las que apoyaba el aborto, el sexo fuera del matrimonio y la marihuana. Fue derrotado en las presidenciales por el demócrata Jimmy Carter, mucho más conservador que la señora Ford en cuestión de costumbres.

Con la presidencia de Reagan, calificada de transformadora por todos los historiadores, tampoco se produjeron grandes cambios respecto a este capítulo, aunque la siembra neoconservadora que se ha recogido en los ocho últimos años fue intensa y eficaz. El periodista Charlie Savage, autor del libro El regreso de la Presidencia Imperial y la subversión de la democracia americana, ha hecho balance de la cuidadosa actividad de George W. Bush durante sus ocho años de presidencia, nombrando jueces según criterios fundamentalmente de identificación ideológica. Ninguno de los presidentes anteriores, incluidos los republicanos y su propio padre, había realizado nombramientos tan sectarios, atendiendo únicamente a su identificación con el conservadurismo social. En vez de chequear los currículos de los candidatos a ocupar las plazas con la American Bar Association (la asociación de abogados), ha venido utilizando el filtro oficioso de la Sociedad Federalista, un club de abogados ultraconservadores creado en las universidades de Yale, Harvard y Chicago para contrarrestar la actividad de los jueces liberales (progresistas en lenguaje europeo).

Hay que notar que, bajo la presidencia de Bush, la ideología no ha sido en muchos casos el móvil para el nombramiento o en su caso la destitución, sino directamente los intereses partidistas, debidamente envueltos en coartadas ideológicas. El ex fiscal general, Alberto Gonzales, ha sido sometido a investigación parlamentaria y de la inspección judicial por la destitución de siete fiscales por criterios políticos. Los planes de destitución alcanzaban a casi 30 fiscales y presumiblemente habían sido coordinados entre la Casa Blanca y el departamento de Justicia, presidido por Gonzales, en una acción muy bien coordinada para controlar a los tribunales en la que participó el propio mago electoral de Bush, Karl Rove.

El balance de los ocho años de Bush en el capítulo judicial no puede ser más desolador. Actualmente hay mayorías conservadoras en 10 de las 13 cortes de apelación, de forma que la elección de un presidente republicano significaría que esta mayoría se ampliaría a todos los tribunales. De los 164 jueces que componen los tribunales de apelación, hay 101 nombrados por presidentes republicanos, de los que 61 lo han sido por Bush. Casi la mitad de estos jueces son miembros de la Sociedad Federalista. Cuando Bush llegó a la Casa Blanca había prácticamente un empate entre jueces conservadores y jueces liberales. Pero a pesar de los desperfectos, la sentencia Roe versus Wade, obsesión de la derecha social, no ha sido revocada. Si gana Obama se mantendrá el equilibrio, como mínimo durante el primer mandato, principalmente en el Supremo, donde lo más probable es que se produzcan vacantes entre los magistrados liberales.

Si es McCain quien vence, en cambio, la época que empieza significará en el capítulo de costumbres todavía una vuelta de tuerca, un nuevo viraje a la derecha y es altamente probable que Roe versus Wade sea revocada. El senador por Arizona empezó su campaña en el centro político cuando debía enfrentarse en las primarias republicanas a una pléyade de personajes que competían entre sí en su extremismo conservador. Pero se lanzó a la competición con Obama después de comprometerse con los grupos de presión conservadores para seguir realizando nombramientos de jueces en la misma línea que George W. Bush. El envite es muy serio en el caso del Tribunal Supremo, donde actualmente hay un equilibrio precario, con empate a cuatro y un voto cambiante según el tipo de temas que se trate, de forma que en los temas de sociedad suele dar un resultado progresista. Este equilibrio se romperá con un presidente republicano a favor de los jueves conservadores. Los magistrados del Supremo tienen un mandato vitalicio, algo que abre márgenes a la actuación independiente respecto al color del presidente que ha hecho el nombramiento. Ahora mismo son dos magistrados tachados de liberales los de mayor edad y los dos más jóvenes, en cambio, son los que ha nombrado George W. Bush.

Esta derecha judicial tan extremista, en cambio, considera que si gana Obama se producirá un fuerte giro a la izquierda. Steven Calabresi, uno de los fundadoreslo tiene muy claro y ha expresado su profunda preocupación por "las opiniones extremadamente izquierdistas de Obama acerca de los jueces". Calabresi cita unas palabras del candidato demócrata del pasado año ante una asociación de padres de familia para fundamentar la idea de que los jueces que nombrará no atenderán a la ley y a la Constitución, sino a la simpatía que les despierten los acusados. Éstas son las palabras del candidato demócrata: "Necesitamos a alguien que tenga el corazón y la empatía de reconocer qué significa ser una joven madre adolescente. La empatía de entender qué significa ser pobre, afroamericano, homosexual o disminuido físico o viejo. Y éste es el criterio por el que voy a elegir a los jueces".

La catástrofe que anuncia Calabresi conducirá a que se reconozca el derecho constitucional a la asistencia del Estado, que se establezca un mandato federal a favor de la discriminación positiva, el derecho al aborto con dinero público, la abolición de la pena de muerte, procedimientos ruinosos de los accionistas contra los directivos de las empresas, y a la aprobación de indemnizaciones multimillonarias contra negocios legítimos de tabaco o comida por supuesto atentado a la salud. Todo esto suena a incompatible con la Constitución Americana, a orejas de los juristas neocons de la Sociedad Federalista. De ahí que se planteen una duda inquietante sobre la capacidad de Obama de "jurar en buena fe que 'preservará, protegerá y defenderá la Constitución', tal como se exige al tomar posesión de su cargo".

El fondo del debate que se disputa sobre todo en el Tribunal Supremo concierne al enfrentamiento entre dos interpretaciones de la Constitución abiertamente contradictorias. De una parte, están los juristas que consideran la Constitución Americana, con sus correspondientes enmiendas, como un texto a aplicar de forma literal, tal como la concibieron los padres fundadores. Son los originalistas, que han partido de los poderes presidenciales establecidos originalmente en el texto constitucional para elaborar una teoría antidemocrática y premoderna respecto a la división de poderes y a los márgenes de acción del presidente, sobre todo en tiempo de guerra. En este punto es donde engarza el conservadurismo social con el belicismo conservador. Los originalistas rechazan, naturalmente, toda jurisdicción y jurisprudencia extranjera o internacional, incluidas por supuesto las Convenciones de Derechos Humanos y los tribunales internacionales, como algo ajeno al constitucionalismo americano, y constituyen así la vertiente jurídica del unilateralismo en las relaciones internacionales.

La presidencia de George W. Bush no hubiera sido la misma sin los márgenes de acción que obtuvo gracias a los atentados del 11-S y a la declaración de una guerra global contra el terror -para la que obtuvo, además, poderes parlamentvo, además, poderes parlamentarios- de la que se sabe todo de cómo empezó, pero nada sobre cómo y cuándo acaba. O sí: acaba si vence en las elecciones un presidente que no se adscribe a esta teoría originalista y al colofón de la presidencia imperial que se deduce. Los juristas neocons han puesto nombre a esta cosa monstruosa que le ha crecido a la democracia norteamericana en los ocho últimos años: es la teoría del ejecutivo unitario, un eufemismo para la concentración de poder, la marginación del Parlamento, el asalto de la justicia y la intimidación de la opinión pública. Entre los juristas más relevantes que han defendido estos puntos de vista están naturalmente quienes han asesorado a George W. Bush en la Casa Blanca durante los últimos ocho años, y han escrito los memorandos de justificación de numerosas transgresiones de la Constitución, como la práctica de la tortura, la anulación del hábeas corpus o las escuchas sin control judicial.

Si vence McCain es muy probable que desaparezca del todo la Casa de los Horrores de Bush, sus nombramientos partidistas o las prácticas más escandalosas que afectan a los derechos individuales. Pero persistirá el originalismo y seguirán los nombramientos de jueces conservadores, con todo un potencial regresivo. Si vence Obama, en cambio, se abrirá paso la otra tendencia, la que considera la Constitución como un texto abierto a los cambios y por tanto adaptable a las circunstancias de la sociedad de hoy. Son los interpretacionistas, a los que la derecha considera como subjetivos y propensos a dar el gobierno a los jueces, para que tomen decisiones que no han pasado ni por el Congreso ni por la Casa Blanca.

Obama sólo podrá en una primera etapa mantener el estado de las cosas, lo que ya es mucho. A fin de cuentas, las decisiones que toma el Tribunal Supremo norteamericano terminan también irradiando en todo el mundo, y en primerísimo lugar en Europa. No es arriesgado apostar que una reversión de la sentencia Roe versus Wade se traduciría inmediatamente en una oleada a favor de la penalización del aborto en toda Europa. McCain no es Bush, pero es lo que más se le parece.

Sobre estas líneas, un acto en Pensilvania.
Sobre estas líneas, un acto en Pensilvania.AFP

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_