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Reportaje:LECTURA

Del Biscúter al chicle Bazooka

Un mosaico único del Madrid de posguerra a través de los recuerdos de infancia de Pilar Garrido Cendoya y de las ilustraciones siempre geniales de su marido, Forges

Mi calle era la del Arenal y hasta los años sesenta del siglo XX, todas las tiendas que había en ella eran de lujo. Saliendo de mi portal, a la izquierda, estaba la farmacia de Gayoso, donde comprábamos las necesarias medicinas. La mayoría de las veces aspirinas, que entonces hasta se vendían en sobrecitos individuales de dos en dos. El Payeski (no sé si se escribe así), una pomada muy dura que vendían en una cajita metálica que había que calentar con una vela para que al derretirse se pudiera coger una porción de ella con una espátula (aconsejado) o con el rabo de una cucharilla limpia para ser untado sobre unos granos horribles llamados forúnculos; también algún yogur porque fue en las farmacias donde empezó a comercializarse; unos gránulos deliciosos de calcio con sabor a chocolate, unos laxantes como chocolatinas, también apetitosos, y la harina de linaza para hacer cataplasmas.

Estaba mal visto ser pobre. Pobre era sinónimo de rojo, y se suponía que los rojos estaban muertos o en la cárcel
El tufillo del bacalao, el café y el chocolate daban una bienvenida acogedora a la tienda de ultramarinos de Pepe

(...) En la calle de las Fuentes, mi predilección se inclinaba hacia la tienda de Pepe, El de los ultramarinos. Como aquella tienda había muchísimas y eran todas encantadoras. Nada más abrir la puerta, la mezcla de café, bacalao, queso, cereales y chocolate daban con su tufillo una bienvenida acogedora. Pepe era muy amable y con frecuencia regalaba a los niños de su clientela un caramelito que sacaba de los botes hexagonales de cristal donde se exponían al público. En otros frascos similares había pequeñas galletas simulando burdos animales. Su ingesta era uno de los mayores placeres infantiles, pero eran muy caras: por 10 céntimos te daban dos galletitas tan minúsculas que parecía que desaparecerían entre los dedos de tu mano abierta.

El local era muy grande, con el suelo de madera lavada con asperón; del alto techo colgaban algún jamón y grandes bacalaos resecos. Para alcanzarlos hacía falta un palo largo con un pincho curvo en la punta. En el suelo había sacos de arroz, judías y garbanzos; bien ordenados y cada uno con su recogedor metálico correspondiente. Encima del mostrador, la poderosa máquina de cortar el bacalao -una guillotina bastante oxidada que chirriaba invariablemente- y una balanza, moderna para la época, con un platillo y un alto chaflán donde se veían los kilos y los gramos. Para las patatas se usaba una romana.

Nada como aquellas tiendas y aquellos tenderos que las más de las veces fiaban al vecindario. Además, eran otros de los plurales "observatorios" del barrio: con mirar atentamente un rato se sabía a la perfección cuáles eran las clientas de postín y cuáles las plebeyas. A las niñas que iban con las primeras, Pepe les alargaba siempre el caramelito; a las segundas, muy de vez en cuando.

(...) Estaba mal visto ser pobre. Ser pobre se había convertido en sinónimo de ser rojo. Se suponía que los rojos estaban muertos, o en la cárcel. Pero cuando alguien de clase media, alguien que había tenido posibles, había descendido por causa de la guerra al escalón de pobre, al adjetivo se le añadía vergonzante. Hasta se hacían colectas específicas para ellos en las parroquias más señoriales de Madrid. La realidad es que había muchos pobres vergonzantes; desfallecían de hambre con un traje bien cortado y bien planchado, acharolado en algunas zonas, con su pañuelo inmaculado en el bolsillo izquierdo de la chaqueta, con corbata grasienta y sombrero casposo, con gemelos en los raídos puños de la camisa de algodón tan relavado que transparentaba la camiseta de tirantes.

¡Había tantos pobres! Muchos de los vergonzantes venían a mi casa a calentarse y a comer lo que hubiera, que no era mucho, pero que repartíamos con alegría. Venían unas hermanas que tenían vidas interesantes y desgraciadas: María, la encajera primorosa que contrajo tal reuma en las manos que si no es por mis tías hubiera muerto de hambre; doña Lola, una dama venida a menos, que nos frecuentó cuando ya no le quedaba nada por empeñar. De vez en cuando alguien desaparecía de nuestras vidas porque había muerto de cualquier infección, de abandono (...)

(...) Muy niña aún, fui a un colegio de monjas que estaba en un piso cerca de casa. Allí teníamos uniforme. También en tan práctica prenda, que nació con la pretensión de igualar a unas y a otras, se notaban los dineros. (...) Empecé el bachillerato en otro colegio, también de monjas, para huérfanas de médicos. Como era gratuito, esto supuso un ahorro para mi depauperada familia. (...) El colegio estaba situado en un lugar estratégico en la calle de Raimundo Fernández Villaverde. Justo por un lado pasaba el Canalillo (Canal de Isabel II). (...) Un día el colegio se revolucionó porque venía a vernos en calidad de amiguita y compañera nada menos que Carmencita Martínez-Bordiú, luego Carmencita Franco, la hijita del marqués de Villaverde, médico como nuestros papás -en su mayoría muertos o depurados- y nietecita de nuestro Caudillo, nada menos que del mismo Franco. Debíamos ponernos muy contentas por tan notable distinción, y estar muy agradecidas a personas tan importantes que nos mimaban tanto. (...)

La víspera del acontecimiento, la cocina echaba chispas y emanaba un olorcillo a repostería -digno de lo monjas que eran- que inundaba todo el colegio. Hasta el último rincón de la capilla refulgía -y eso que siempre estaba limpísima- y olía a maravilla de perfumes y flores. De las ventanas, normalmente, vacías, caían plantas, o subían hacia el cielo.

(...) Por fin apareció la niña con su interminable comitiva. Era el momento o la escena de la confraternización. Se dirigió al corro muy derecha, orlada de tirabuzones, con un vestido blanco inmaculado, calcetines y zapatitos blancos, y un lazo rosa. Sonrió tímidamente, miró para atrás y a una orden cogió de las manos a las dos niñas que estaban en el centro. (...) A un tiempo, la madre superiora dio dos palmadas y, conforme habíamos ensayado, todas nos pusimos a girar como en el corro de la patata.

Gritos:

-¡Paren, paren, paren! ¡Estaos quietas! No ha valido.

¡Consternación! ¿Qué estaba mal? Pues que, si girábamos del todo, la niña Carmencita desaparecía del campo "visual" de la cámara del NO-DO. ¿Qué hacer? Sencillo: la niña invitada y las tres o cuatro de cada mano se debían mover, no muy de prisa, de un lado para el otro, es decir, cinco o seis pasos a la derecha y después cinco o seis pasos a la izquierda. El resto, para no estropear el ritmo de las actuantes, debíamos saltar derecho sin movernos del sitio. La toma duró lo que parecía una eternidad.

Después seguimos a la niña como perrillos, en fila, a través de las galerías ornamentadas hasta llegar de nuevo a la entrada. Allí hicieron unas fotos en grupo: la niña con las monjas, dos o tres condiscípulas y el séquito. Aplaudimos. La calle se llenó de vítores. Los del NO-DO rodaban ya al público reunido. Salieron pitando hacia el coche. Dijimos adiós con la manita. ¡Pues vaya!

Según pasábamos por la portería nos hicieron devolver los lazos blancos. "¡Me importa un pito, yo tengo en mi casa mil!". Pero no era verdad. Al día siguiente todo era un vago recuerdo. No vimos el NO-DO y si lo hubiéramos visto no nos habríamos encontrado porque no salimos.

euros. Fecha de publicación: 13 de abril.Del Biscúter al chicle Bazooka

La posguerra vista por una particular y su marido, de Pilar Garrido Cendoya. Ilustraciones de Forges. Editorial Planeta. Precio: 19,90

El tufillo del bacalao, el café y el chocolarte daban una bienvenida acogedora
El tufillo del bacalao, el café y el chocolarte daban una bienvenida acogedoraFORGES

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