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LECTURA

Desafío a la potencia hegemónica

El 11 de septiembre no cambió a Estados Unidos; sólo lo hizo más estadounidense. Por lo demás, el curso que sigue y ha seguido el país tampoco es ningún misterio, no sólo durante el último año o la última década, sino también durante la mayor parte de los últimos seis decenios, e incluso se podría decir que durante buena parte de los últimos cuatro siglos. Es un hecho objetivo que los estadounidenses han ido extendiendo su poder e influencia en círculos siempre expansivos incluso desde antes de fundar su propia nación independiente. La hegemonía que Estados Unidos estableció dentro del hemisferio occidental en el siglo XIX ha sido una característica permanente de la política internacional desde entonces. La expansión de la estrategia de Estados Unidos, que llegó a Europa y al Extremo Oriente en la II Guerra Mundial, nunca ha dado marcha atrás. De hecho, merece subrayarse que más de 50 años después del final de la II Guerra Mundial -un periodo que ha visto cómo sus antiguos enemigos japoneses y alemanes se han transformado en unos valiosos amigos y aliados- y más de una década después de la guerra fría, que terminó en otra pasmosa transformación de un enemigo derrotado-, Estados Unidos, en cualquier caso, continúa y claramente tiende a mantenerse como potencia estratégica dominante en Extremo Oriente y en Europa. El final de la guerra fría se consideró por parte de los estadounidenses como una oportunidad no de replegarse, sino de ampliar su influencia; de extender hacia el este, hasta Rusia, la alianza que lideraban; de fortalecer sus relaciones con aquellas potencias de Extremo Oriente que estaban en vías de democratizarse; de fomentar sus intereses en partes del mundo como Asia central, cuya existencia ni siquiera conocían muchos estadounidenses.

'Poder y debilidad. Estados Unidos y Europa en el nuevo orden mundial'

Robert Kagan

Taurus. Pensamiento.

Los estadounidenses son idealistas. En algunos asuntos pueden serlo más que los europeos. Pero no conocen la experiencia de fomentar ideales con éxito sin utilizar la fuerza
Las políticas de Clinton y Bush, padre, descansaban ambas sobre una presunción común y eminentemente estadounidense: EE UU como paradigma de 'nación indispensable'
Tal como proclaman los europeos, los estadounidenses todavía se ven a sí mismos en términos heroicos, como Gary Cooper en 'Solo ante el peligro'. Ellos defenderán a la gente del pueblo, tanto si se lo piden como si no

El mito de la tradición aislacionista de Estados Unidos es notablemente persistente, pero no deja de ser un mito. Por el contrario, la expansión, tanto de su territorio como de su influencia, ha constituido la incuestionable realidad de la historia estadounidense, y no ha sido una expansión inconsciente. La ambición de desempeñar un papel importante en el escenario mundial está profundamente arraigada en el carácter estadounidense. Desde la Independencia, e incluso antes, los estadounidenses, que discrepaban sobre tantas cosas, siempre compartieron una creencia común relativa al gran destino de su nación. Incluso cuando no eran sino una débil colección de colonias dispersas por la costa del Atlántico, amenazadas por doquier por los imperios europeos y con un vasto territorio aún indómito a sus espaldas, EE UU se antojaba a sus líderes una especie de "Hércules en pañales", "el embrión de un gran imperio". La generación de los padres fundadores, los Washington, Hamilton, Franklin y Jefferson, no albergaba dudas de que completarían la conquista del continente norteamericano; ni tampoco de que la riqueza y la población del país crecerían y la joven República llegaría algún día a dominar el hemisferio occidental ocupando un lugar preeminente entre las grandes potencias del mundo. Jefferson predijo el establecimiento de un vasto "imperio de libertad". Hamilton creyó que Estados Unidos, "dentro de poco, asumirá una actitud que se corresponde con la grandeza de su destino: majestuosa, eficiente y engendradora de grandes gestas. Una noble carrera se extiende ante nosotros".

Para aquellas primeras generaciones de estadounidenses, la promesa de la grandeza nacional no era una mera esperanza reconfortante, sino una parte integral de la identidad del país, indisolublemente unida a la ideología nacional. Tanto ellos como las generaciones que les sucedieron creían que Estados Unidos estaba llamado a convertirse en una gran potencia, quizá la más grande de todas, porque los principios e ideales sobre los que se habían fundado eran incuestionablemente superiores no sólo a los de las corruptas monarquías europeas de los siglos XVIII y XIX, sino también a las ideas que habían conformado naciones y gobiernos a través de toda la historia de la humanidad. La prueba de la trascendente importancia del experimento estadounidense se hallaría no sólo en la continua perfección de las instituciones internas del país, sino, además, en la extensión de la influencia estadounidense en el mundo. Así pues, los estadounidenses han sido siempre internacionalistas, pero con un internacionalismo que, a su vez, no es sino un subproducto de su nacionalismo. Cuando los estadounidenses buscaban legitimación a sus acciones en el exterior, no la buscaban en las instituciones supranacionales sino en sus propios principios. Ello explica que siempre haya sido tan fácil para tantos estadounidenses creer, como muchos de ellos lo hacen todavía, que el avance de sus propios intereses implica el avance de los intereses de la humanidad. Como dijo Benjamin Franklin: "La causa de Estados Unidos es la causa de todo el género humano".

Esta persistente visión estadounidense de la posición excepcional de su nación en la historia y la convicción de que sus intereses y los del mundo se identifican, puede ser bienvenida, ridiculizada o lamentada. Pero no debería ponerse en duda. Y así como existen pocas razones que hagan pensar que Europa vaya a variar su curso en lo fundamental, tampoco las hay para suponer que Estados Unidos alterará el suyo o que empezará a conducirse por el mundo de forma diametralmente opuesta. Salvo una catástrofe imprevista -no un revés en Irak u otro Vietnam, sino una calamidad económica o militar suficientemente grave como para destruir las principales fuentes del poder norteamericano-, es razonable presumir que no hemos hecho más que entrar en la larga era de la hegemonía de Estados Unidos. Las tendencias demográficas muestran que la población norteamericana crece a buen ritmo y rejuvenece, mientras que la europea merma y envejece inexorablemente. De confirmarse las actuales tendencias, según The Economist, la economía estadounidense, cuyo tamaño es hoy comparable al de la europea, podría duplicar con creces el volumen de ésta hacia el año 2050. Hoy, la edad media de los estadounidenses es de 35,5 años, mientras que en Europa es de 37,7 años. En 2050, la edad media de los estadounidenses será de 36,2 años, y en Europa, si la tendencia actual persiste, será de 52,7. Esto significa, entre otras cosas, que la carga financiera de cuidar a los ancianos dependientes crecerá mucho más en Europa que en Estados Unidos. También quiere decir que los europeos tendrán todavía menos dinero que gastar en defensa durante los próximos años o décadas del que tienen hoy. Como observa The Economist: "La lógica de la demografía a largo plazo parece ir en la dirección de fortificar el poderío estadounidense y agrandar la grieta transatlántica", provocando un agudo "contraste entre el joven, exuberante, multirracial Estados Unidos y la envejecida, decrépita e introspectiva Europa".

Seísmos geopolíticos

Así como el poder relativo de Estados Unidos no disminuirá, tampoco es probable que los estadounidenses alteren sus puntos de vista sobre cómo deben utilizar ese poder. De hecho, y a pesar de los seísmos geopolíticos que se han venido produciendo desde 1941, los estadounidenses han permanecido bastante coherentes en su visión tanto de los acontecimientos internacionales como de su propio papel a la hora de darle forma al mundo para que se adapte a sus ideales e intereses. El "largo telegrama" de Kennan, documento fundacional de la guerra fría, dejaba bien a las claras la perspectiva dominante de la cultura estratégica de posguerra en Estados Unidos: la Unión Soviética era "impermeable a la lógica de la razón", escribió Kennan, pero "altamente sensible a la lógica de la fuerza". Un buen demócrata liberal como Clark Clifford convenía en que el "lenguaje del poder militar" era el único que los soviéticos entendían: el Imperio soviético tenía que ser considerado como una "entidad distinta con la cual no estamos predestinados a enfrentarnos, pero tampoco podemos compartir objetivos". Pocos estadounidenses plantearían las cosas con tanta crudeza hoy por hoy, pero es posible que muchos sientan algo muy parecido. En 2001, una gran mayoría de demócratas y republicanos se ha mostrado de acuerdo, en ambas cámaras del Congreso, en que el "lenguaje del poder militar" bien pudiera resultar el único que Sadam es capaz de entender.

No es que Estados Unidos nunca haya flirteado con la clase de idealismo internacionalista que ahora impregna Europa. En la primera mitad del siglo XX, los estadounidenses se alistaron a la "guerra" de Wilson "para acabar con todas las guerras", a la que seguiría una década más tarde un secretario de Estado firmando un tratado que proscribía toda guerra. En los años treinta, Franklin D. Roosevelt depositó su fe en pactos de no agresión, sin exigir otra cosa de Hitler que su promesa de no atacar una serie de países cuya lista le presentó. Incluso después de la Conferencia de Yalta, de 1945, un moribundo Roosevelt podía aún proclamar "el fin del sistema de acción unilateral, de las alianzas exclusivas, de las esferas de influencia, de los equilibrios de poder"; y prometer en su lugar "una organización universal en la cual todas las naciones amantes de la paz tendrán finalmente una oportunidad de formar parte de una estructura de paz permanente". Pero Roosevelt ya no tenía plena confianza en esa posibilidad. Después de Múnich y Pearl Harbor, y más tarde -tras un destello de renovado idealismo- de la inmersión en la guerra fría, la "lógica de la fuerza" de Kennan se convirtió en el presupuesto operativo de la estrategia de Estados Unidos. Acheson habló de construir "situaciones de fuerza" alrededor del globo. La "lección de Múnich" llegó a dominar el pensamiento estratégico estadounidense, y aunque durante un breve lapso fue sustituida por la "lección de Vietnam", hoy sigue siendo el paradigma dominante. Aunque un pequeño segmento de la élite estadounidense siga anhelando una "gobernanza global" y renuncie a la fuerza militar, los estadounidenses, desde Madeleine Albright a Donald Rumsfeld, pasando por Brent Scowcroft y Anthony Lake, todavía recuerdan Múnich, en sentido figurado cuando no literal. Y para las generaciones de estadounidenses más jóvenes que no recuerdan Múnich ni Pearl Harbor, su referencia es el 11 de septiembre. Una de las cosas que más nítidamente separan en este momento a los europeos de los estadounidenses es un desacuerdo de carácter filosófico, casi metafísico, sobre dónde exactamente se sitúa hoy la humanidad en la línea continua que va de las leyes de la jungla a las de la razón. Los estadounidenses no creen que estemos tan cerca de la realización del sueño kantiano como piensan los europeos.

Situaciones de fuerza

Entonces, ¿hacia dónde vamos ahora? Una vez más, no es difícil ver hacia dónde va Estados Unidos. El ataque del 11 de septiembre convulsionó y aceleró, pero no alteró en lo fundamental un curso en el que Estados Unidos ya estaba inmerso. Desde luego no alteró las actitudes estadounidenses hacia el poder; no hizo sino reforzarlas. Recordemos que ya antes del 11 de septiembre los sucesores de Acheson aún estaban, cierto es que de forma distraída, construyendo "situaciones de fuerza" por el mundo. Antes del 11 de septiembre, y sin duda antes incluso de la elección de George W. Bush, los estrategas estadounidenses y los planificadores del Pentágono dirigían ya su interés hacia los próximos retos estratégicos que pudieran plantearse. Uno de esos retos era Irak. Durante la era de Clinton, el Congreso había aprobado casi por unanimidad una moción consensuada que autorizaba a apoyar financiera y militarmente a las fuerzas de oposición iraquíes; y diversos planes de desestabilización del régimen iraquí estaban considerándose activamente dentro y fuera del Gobierno de Bush. Mientras tanto, el Gobierno de Clinton sentaba las bases de un nuevo sistema de defensa a base de misiles balísticos para defenderse de Estados "proscritos" como Irak, Irán y Corea del Norte. Aunque Al Gore hubiera resultado elegido, aunque no se hubiera producido el ataque terrorista del 11 de septiembre, estos programas, orientados de lleno al "eje del mal" de Bush, estarían en marcha de todos modos.

Antes del 11 de septiembre los estadounidenses estaban aumentando y no disminuyendo su poderío militar. En la campaña para las elecciones presidenciales de 2000, Bush y Gore prometieron incrementar el gasto en defensa como respuesta no a ninguna amenaza en particular, sino solamente a la percepción generalizada de que el presupuesto de defensa de Estados Unidos -entonces cercano a los 300 millardos de dólares al año- era inadecuado para hacer frente a las necesidades estratégicas de la nación. Los líderes militares y civiles dentro y fuera del Pentágono estaban convencidos de la necesidad de modernizar las fuerzas estadounidenses para aprovecharse de lo que era y es reconocido como una "revolución en asuntos militares" que podía cambiar la naturaleza misma de la estrategia bélica. Detrás de este entusiasmo latía una genuina preocupación en el sentido de que, si Estados Unidos no realizaba la inversión necesaria en una transformación tecnológica, sus fuerzas, su seguridad y la seguridad del mundo correrían riesgos en el futuro.

Antes del 11 de septiembre, la estrategia estadounidense había comenzado a fijar su atención en China. Pocos creían que una guerra con China fuera probable en un futuro cercano -salvo que se derivara de una crisis por causa de Taiwan-, pero eran muchos los que creían que algún tipo de confrontación con los chinos llegaría a ser cada vez más probable dentro de las próximas dos décadas, a medida que la capacidad militar y las ambiciones geopolíticas de China fueran creciendo. Esta preocupación constituía una de las fuerzas conductoras de la exigencia de modernización tecnológica del Ejército de Estados Unidos, uno de los motivos que, calladamente, se escondían detrás de las presiones para un nuevo programa de defensa con misiles, y, en un sentido amplio, un principio organizativo en la planificación de la estrategia estadounidense. La visión de China como el nuevo gran reto estratégico cuajó en el Pentágono de Clinton y se oficializó con Bush, cuando éste declaró abiertamente, antes y después de su elección, que China no era un aliado estratégico, sino un competidor de Estados Unidos.

Cuando el Gobierno de Bush lanzó su nueva estrategia de seguridad nacional en septiembre de 2001, su carácter ambicioso dejó a muchos europeos e incluso a muchos estadounidenses boquiabiertos. Este plan estratégico se consideraba una respuesta al 11 de septiembre, y puede que lo fuera en las mentes de sus diseñadores; pero lo asombroso de aquel documento consistía en que, aparte de unas pocas referencias a la idea de "prevención", que en sí misma tenía bien poco de novedad, la "nueva" estrategia del Gobierno de Bush era poco más que una reafirmación de las políticas estadounidenses de siempre (de hecho, muchas de las medidas recogidas en el documento se remontaban a 50 años atrás). La estrategia de Bush no decía nada sobre el fomento de la democracia en el extranjero que no hubiera sido dicho en su día con idéntico fervor por Harry Truman, John F. Kennedy o Ronald Reagan. La declaración de la pretensión estadounidense de seguir siendo la potencia militar preeminente en el mundo, conservando la fuerza suficiente como para desanimar a cualquier otra potencia a desafiar esta supremacía, constituyó simplemente la expresión pública de lo que había sido desde el fin de la guerra fría una premisa implícita de la planificación estratégica norteamericana, cuando no del gasto en defensa o de la capacidad militar.

Las políticas de los Gobiernos de Clinton y Bush, mejor o peor diseñadas, descansaban ambas, no obstante, sobre una presunción común y eminentemente estadounidense: a saber, Estados Unidos como paradigma de "nación indispensable". Los estadounidenses buscan defender y anticipar un orden internacional de corte liberal.

El dicho de Truman

Pero el único orden internacional estable y satisfactorio que pueden imaginar es aquel que tenga como centro su país. Tampoco pueden concebir un orden internacional que no se defienda por la fuerza, específicamente por la fuerza de Estados Unidos. Si esto es arrogancia, al menos no es ninguna arrogancia de nuevo cuño. Henry Kissinger preguntó en una ocasión a un ya envejecido Harry Truman por qué le gustaría ser recordado. Truman contestó: "Nosotros derrotamos por completo a nuestros enemigos y les obligamos a rendirse. Y entonces les ayudamos a recuperarse, a convertirse en democráticos y a volver a unirse a la comunidad de naciones. Una cosa así sólo podía haberla hecho Estados Unidos". Hasta los realistas más recalcitrantes de ese país se vuelven sentimentales al contemplar lo que Reinhold Niebuhr llamó una vez la "responsabilidad" estadounidense de "resolver (...) el problema del mundo". George Kennan, al establecer su doctrina de contención -que según predijo sería una estrategia terriblemente difícil de sostener para una democracia-, concebía sin embargo el reto como "una prueba de la valía total de Estados Unidos como nación entre las naciones". Incluso llegó a insinuar que los estadounidenses deberían expresar su "gratitud a una providencia que, al proporcionarles este reto implacable, había hecho depender toda su seguridad como nación de su capacidad para sobreponerse a cualquier circunstancia y aceptar las responsabilidades derivadas del liderazgo moral y político que la historia les había reservado indefectiblemente".

Los estadounidenses son idealistas. En algunas cuestiones pueden ser más idealistas que los europeos. Pero no conocen la experiencia de fomentar ideales satisfactoriamente sin utilizar la fuerza. Ciertamente, tampoco tienen la experiencia de una gobernanza supranacional coronada con el éxito; ni grandes razones para depositar su fe en las instituciones y el derecho internacionales, por mucho que pudieran desear hacerlo; ni menos aún motivos que les permitan viajar con los europeos más allá del poder. Como buenos hijos que son del Siglo de las Luces, los estadounidenses todavía creen en la perfectibilidad del hombre, como mantienen cierta esperanza en la perfectibilidad del mundo. Pero siguen siendo pragmáticos en el sentido limitado de que todavía creen en la necesidad de la fuerza en un mundo que aún queda lejos de la perfección. Según su opinión, cualquier ley que pueda existir para regular las relaciones internacionales existe porque hay una potencia como Estados Unidos que la defiende por la fuerza de las armas. En otras palabras, tal como proclaman los europeos, los estadounidenses todavía se ven a sí mismos en términos heroicos, como Gary Cooper en Solo ante el peligro. Ellos defenderán a la gente del pueblo, tanto si la gente se lo pide como si no.

De izquierda a derecha, Berlusconi, Schröder, Bush, Chirac (de espaldas) y Chretien (Canadá), en una reunión del G-8 en las montañas canadienses.
De izquierda a derecha, Berlusconi, Schröder, Bush, Chirac (de espaldas) y Chretien (Canadá), en una reunión del G-8 en las montañas canadienses.AP

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