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Reportaje:UNA CIUDAD PERDIDA EN ASIA CENTRAL

Karakum o el enigma de las 4.000 tumbas

Pilar Bonet

Bajo un toldo que le protege del sol todavía abrasador, el arqueólogo Víctor Sarianidi, de 81 años, sigue las idas y venidas de los miembros de su expedición, que se disponen a cerrar el campamento de otoño en el desierto de Karakum, en el corazón de Asia Central. Frente a este hombre, cuyos blancos cabellos contrastan con su rostro tostado, se extiende Gonur-Depé (la Colina Gris en turcomano). En la edad del Bronce, estas ruinas fueron la ciudad más importante de Margush, un país conocido como Margiana por los griegos y mencionado en las antiguas inscripciones persas y en el Avesta, el libro sagrado de los seguidores de Zoroastro.

Un laberinto de pasadizos en la arena se pierde entre las dunas ocres y los espinos resecos. Delimitados por muros derruidos se suceden los recintos rectangulares, restos de templos, palacios, salas de sacrificios, necrópolis y aposentos de una comunidad que, en opinión del arqueólogo, fue urbana y estratificada socialmente.

Cada excavación le cuesta 20.000 euros al arqueólogo ruso Víctor Sarianidi. Falto de apoyos, no puede seguir
El mismo arqueólogo había descubierto antes el tesoro de Bactria, salvado de los talibanes por funcionarios afganos

Margush apareció entre los años 2250 y 2300 antes de Cristo en las riberas del río Murgab, y desapareció cerca de mil años más tarde. Sus fundadores llegaron desde la actual Siria, tal vez huyendo de la sequía, y se establecieron en los oasis próximos al Murgab. Cuando el río se desplazó, se fueron como habían llegado. El Murgab fluye hoy a un centenar de kilómetros por la ciudad de Marí, la segunda de Turkmenistán, cercana a la antigua Merv, en la ruta de la seda y de las expediciones de Alejandro Magno. Sarianidi comenzó a excavar aquí en 1972 en una expedición de la Academia de Ciencias de la URSS. Sigue viniendo regularmente, excepto en verano, cuando las temperaturas de 50º imposibilitan el trabajo. En cada expedición desentierra estatuas, cerámicas, joyas y vasijas de oro y de plata, arpones, sables, cuchillos y ruedas de bronce, esqueletos humanos, de caballos, asnos, corderos y perros.

Con los objetos se multiplican las preguntas. ¿Quiénes eran los habitantes de Margush? Sarianidi cree que fueron precursores de las doctrinas de Zoroastro (difundidas seis siglos antes de Cristo), pero esta hipótesis es la parte más polémica en el reconocido trabajo de un hombre que ha sacrificado toda su vida al desierto.

Luchando contra los achaques de la edad y las burocracias rusa y turcomana, Sarianidi regresa una y otra vez a Turkmenistán. El arqueólogo ha vendido un piso de Moscú para seguir excavando, y este año dice haberse gastado sus últimos ahorros y una pensión honoraria concedida por Atenas. Sarianidi procede de una familia griega que a principios del pasado siglo emigró a Rusia. Él creció en un hogar de Tashkent donde se hablaba el griego.

En las expediciones al desierto le acompaña su ayudante Nadezhda Dúbova. Cinta métrica en mano, esta antropóloga examina cráneos, toma notas y vigila el trabajo de los obreros. Bajo el entoldado, como un almirante en su puesto de mando, Sarianidi, que camina con dificultad, espera el parte de la jornada. Junto a él, un cuenco de té verde y libros de clásicos rusos que le prestan en una lejana biblioteca rural. La ruta entre Marí y Gonur-Depé está solo parcialmente asfaltada. Los últimos 30 kilómetros discurren por la arena, entre rebaños de camellos y súslik, unos animales parecidos a ardillas. Atrás quedan los camiones cargados de cosechadores de algodón y las ramificaciones del canal de Karakum, grandiosa obra de regadío de la época soviética.

Sarianidi se apresta a entregar las piezas obtenidas a las autoridades de Turkmenistán, un país que se resiente aún de la degradación cultural sufrida durante el mandado de su primer presidente, Saparmurad Niyázov. Un estrafalario personaje que suprimió la Academia de Ciencias y tomó las decisiones más absurdas y caprichosas. El resultado en arqueología ha sido la falta de especialistas y el exceso de burócratas incapaces de valorar los tesoros que custodian.

El desierto de Karakum es un entorno armónico, tranquilizador, en contraste con Ashjaba, la capital de Turkmenistán, repleta de monstruosos palacios de mármol diseñados por la empresa francesa Bouygues para los líderes de este país, rico en hidrocarburos y poblado por menos de seis millones de habitantes. Desde Marí, de madrugada, viajamos en una furgoneta a Gonur-Depé. Me acompaña Víctor, un ciudadano turcomano descendiente de polacos y rusos, que la víspera se demoró hasta altas horas de la noche en los talleres del museo (un edificio recién estrenado) para inventariar las piezas de la temporada, mientras Anatoli, el geólogo de Sarianidi, trataba de entender cómo lograban los alfareros de Margush forrar sus vasijas con finas láminas de oro sin dejar costuras.

Sarianidi ha realizado dos descubrimientos de importancia mundial en su larga carrera. Su nombre está unido a la región de Bactriana (cuya capital, Bactria, es la actual Balj, en la zona de Mashar-e-Sharif, en Afganistán) y al país de Margush. A finales de los años setenta, el investigador descubrió el tesoro de Bactria, formado por numerosas joyas de oro de gran belleza.

Sobre el tesoro de Bactria se han escrito leyendas, pero Sarianidi afirma que todas sus piezas se conservaron gracias a los funcionarios del Banco Central de Afganistán, que en un heroico pacto de silencio impidieron que los talibanes se apoderaran de ellas. Invitado por los norteamericanos a Kabul, Sarianidi certificó que las joyas del tesoro de Bactria eran las que él mismo había clasificado, e incluso encontró restos de su antiguo trabajo, una nota de su puño y letra y el cordón que usó en una pequeña reparación.

El tesoro de Bactria demostraba la interrelación e interpenetración cultural y estética de Oriente y Occidente, de lo helénico y lo mediterráneo con lo oriental y lo chino. Los hallazgos de Margush son anteriores y demuestran que ya en el tercer milenio antes de Cristo la civilización en el espacio euroasiático era un todo conectado y no una suma de culturas aisladas. En Margush convergen "un impulso muy fuerte" surgido de Mesopotamia y otro de la civilización de la India, afirma Tigrán Mkrtychev, director adjunto del Museo de Arte Oriental de Moscú. En Margush "se cierra el mundo antiguo". "Su descubrimiento ha mostrado que la civilización era más amplia, más poderosa de lo que se suponía, y que tenía un centro de civilización urbana entre Mesopotamia y la antigua India", dice el experto. En Gonur-Depé y en Bactria, Sarianidi descubrió parecidos sellos metálicos, en los que un hombre o un niño conducen a un camello con una cuerda. "Los de Bactriana y los de Margiana no necesitaban traductores. Eran el mismo pueblo", afirma.

Según el arqueólogo, Margush tiene una superficie de 3.000 kilómetros cuadrados (50 kilómetros de ancho y 60 de largo). En Gonur-Depé, las excavaciones cubren 40 hectáreas. Con Nadezhda Dúbova como guía, recorremos el palacio del rey, donde el máximo dirigente vivía solo. En torno a este núcleo hay tres murallas. La primera está jalonada por torres, y en torno a la segunda están, al norte, el santuario real y la zona de banquetes colectivos; al oeste, el templo de los sacrificios; al sur, el del agua y dos piscinas, una grande y una pequeña, así como la necrópolis real; y al este, el templo del fuego. "Al despertarse, antes de empezar la jornada, aquellas gentes hacían sus sacrificios al fuego y al sol, rezaban sus oraciones y puede que incluso se bañaran en la piscina grande, cerca del río", dice Sarianidi.

Los arqueólogos han reforzado las paredes de adobe para que no sean erosionadas por la lluvia y el viento a los que han quedado expuestas. Son muros de gran espesor y no hay huellas de ventanas. En opinión de Dúbova, estos espacios tal vez fueran iluminados indirectamente desde la conjunción entre los muros y el techo. En Gonur-Depé y sus alrededores hay más de 4.000 tumbas. Cerca de una quincena son las llamadas tumbas reales, que fueron saqueadas en parte a lo largo de los siglos. Aun así, de ellas han salido preciosos hallazgos, como una vasija de oro de un kilo y medio y 18 vasijas de plata, una de las cuales está decorada con un magnífico camello. El Museo del Louvre de París se ofreció a restaurar estas piezas y a organizar una exposición. Pero los turcomanos tuvieron miedo. ¿Y si de repente les falsificaban las obras de arte y les devolvían copias? ¿Y si el avión se caía? Hoy, el tesoro real está disperso en diversos museos de Turkmenistán, y algunos objetos, como la jarra decorada con el majestuoso camello, corren peligro de oxidarse y necesitan una urgente y cualificada restauración, afirma Dúbova. Otra, como el mosaico del dragón alado que mata a una serpiente, cuelga "cabeza abajo" en el museo de Marí, afirma la antropóloga.

Sarianidi ha encontrado diversos tipos de enterramientos en Gonur-Depé. En uno de ellos vemos una carreta de cuatro ruedas y esqueletos de diversos animales dispuestos en un orden que los arqueólogos no aciertan aún a descifrar. Este año se han desenterrado gran cantidad de terracotas, hombres y mujeres con sus atributos sexuales, grandes narices y alas en lugar de brazos. Las figuras femeninas podrían ser diosas de la fertilidad, pero en ese caso las tumbas no serían el lugar más apropiado para ellas. Los personajes importantes de Gonur-Depé se iban al otro mundo acompañados de animales y esclavos. En una de las tumbas hay un grupo de personas que parecen haber sido sacrificadas de rodillas. También consumían una bebida mágica alucinógena y, según Dúbova, aún se discute si su receta era a base de hongos o de hierbas.

La última expedición de Sarianidi está formada por unas 50 personas; de ellas, unos 15 especialistas, varios llegados desde Rusia. A los mejores expertos locales, Sarianidi les ha ayudado a seguir cursos en Moscú para formarse como restauradores, pero incluso para estos técnicos experimentados es difícil encontrar trabajo permanente en Turkmenistán pese al déficit de arqueólogos. Cada expedición al desierto le cuesta a Sarianidi un mínimo de 20.000 euros, con los que paga los visados, los billetes de avión y el trabajo de sus colaboradores. La Administración de Marí le ayuda prestando grúas y tractores. Sarianidi recibe elogios y medallas, pero sus recursos son insuficientes para una nueva expedición, dice. En el desierto de Karakum trabajan también otras expediciones occidentales.

A Sarianidi le gustaría que Rusia pudiera admirar el tesoro de Afganistán, que ha sido expuesto en Estados Unidos, Francia, Alemania. Dúbova mandó el catálogo francés al presidente Dmitri Medvédev y recibió una carta de agradecimiento en la que le informaban de que el catálogo había sido incorporado a la biblioteca del Kremlin. El ministro de cultura de Rusia la atendió amablemente y le dijo que buscara patrocinadores. "Nosotros no conocemos oligarcas", señala la especialista.

El silencio de Karakum solo es perforado por el zumbido de los moscardones y el piar de los pájaros. A este desierto no ha llegado el turismo masivo, razón por la cual Gonur-Depé conserva su sabor ancestral, a diferencia del viejo Merv, en las cercanías de Marí, cada vez más parecido a un parque temático.

De Marí a Ashjaba vuelo en un moderno Boeing de Turkmen Airlines, que va lleno de campesinas tocadas con sus pañuelos de colores y vestidas con los trajes típicos de Turkmenistán. Cuatro días después, ya en Moscú, en una mañana lluviosa, visito a Sarianidi recién llegado del desierto. Su humilde y pequeño apartamento, en un barrio periférico de la capital rusa, está lleno de libros y manuscritos. Lo único que recuerda la belleza de Asia Central es un cartel de la exposición alemana del tesoro de Bactria pegado sobre una puerta. De la última expedición valora el hallazgo de talismanes con piezas de mosaico que, según él, se parecen mucho a los que lucen hoy las mujeres turcomanas. Para volver al desierto el año próximo no tiene dinero, a menos que ocurra un milagro.

Víctor Sarianidi, en Gonur-Depé.
Víctor Sarianidi, en Gonur-Depé.KIRILL SAMURSKIY / NATIONAL GREOGRAPHIC RUSIA

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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