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Reportaje:EL CONFLICTO EN KIRGUIZISTÁN

La Suiza de Asia Central, en peligro

Kirguizistán pugna entre el tribalismo y la modernidad tras los violentos enfrentamientos entre kirguises y uzbecos que se produjeron hace un mes en las provincias sureñas de Osh y Jalalabad

Pilar Bonet

En las terrazas del café Jalalabad de Bishkek, los aficionados a la gastronomía centroasiática sorben té verde y consultan el menú. "No hay samsá", advierte la camarera, refiriéndose a las crujientes empanadillas de carne y cominos que los uzbekos consideran como uno de sus platos típicos. El cocinero uzbeko que preparaba las samsá se ha marchado, explica la chica. Decepcionados, los comensales, -un grupo multicultural formado por funcionarios, periodistas y activistas cívicos locales- concluyen que el cocinero ha sido víctima -directa o indirecta- de los enfrentamientos étnicos entre kirguises y uzbekos que se produjeron en las provincias sureñas de Osh y Jalalabad, en el valle de Ferganá, entre el 11 y el 14 de junio pasado. Oficialmente se registraron 309 muertos, pero bien pudieran ser 2.000 mil, como estimaba la presidenta de Kirguizistán, Rosa Otunbáyeva.

La población uzbeka, muy presente en el sur de Kirguizistán, se queja de su escasa representación política
El experimento kirguís con la democracia puede acabar barrido por un régimen de mano dura en nombre de la seguridad
Las autoridades no han investigado en serio las matanzas y se muestran indiferentes ante quienes se han quedado sin casa
"Nos enfrentamos a una generación de jóvenes fanatizados, capaces de cualquier cosa", afirma un político
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"¿Y quién está ahora en la cocina?", inquiere Elmurad. "Un kirguís, pero aprendió a guisar con los uzbekos", puntualiza la camarera. Así tranquilizados, los comensales piden lagmán (fideos con carne y verduras de origen uigur), mantí (especie de raviolis gigantes rellenos de carne) y plov (plato de arroz) de ternera. Al margen de las razones del cocinero del Jalalabad, las percepciones sobre su marcha reflejan un estereotipo arraigado y un proceso preocupante. El estereotipo es que, en materia de cultura (gastronómica, pero no solo), los uzbekos, de tradición sedentaria y agrícola, tienen más peso que los kirguises, de tradición nómada y pastoril. Lo preocupante es el deslinde en curso entre la comunidad uzbeka y la kirguís. Combinado con la debilidad de las autoridades, el rebrote de la conciencia étnica pone en peligro al "ciudadano moderno", si es que este ha llegado a existir en un entorno que algunos denominan la Suiza de Asia Central, por su relieve montañoso y el amor a la libertad de sus gentes.

A diferencia de los países vecinos, donde se consolidaron regímenes patriarcales y autoritarios, Kirguizistán mostró ya en 1991 su vocación de Estado democrático. Su primer presidente, Askar Akáyev, físico y académico, acuñó el lema de "nuestra casa común, Kirguizistán", que fue un marco de referencia para kirguises, uzbekos y rusos. Pero el régimen del refinado presidente degeneró en nepotismo, corrupción, falsificaciones electorales y opacos negocios de aprovisionamiento de combustible a la base aérea norteamericana de Manás, crucial para la coalición aliada en Afganistán. El resultado fue la revolución de los tulipanes, que en 2005, obligó a Akáyev a exiliarse a Rusia. Los líderes de aquella revolución, entre ellos el ex jefe del Gobierno Kurmanbek Bakíyev y la ex ministra de Exteriores, Rosa Otunbáyeva, iniciaron ellos mismos un nuevo ciclo que llevó a Bakíyev a la presidencia y, ahora, cinco años más tarde, al exilio, esta vez a Bielorrusia. Las acusaciones que sonaron contra Akáyev en la revolución de los tulipanes se han repetido en la revolución de abril contra Bakíyev, aunque hay diferencias, porque los Akáyev proceden del medio académico y del norte y los Bakíyev son un clan del sur, temido y respetado a la vez, que ocupó cargos de responsabilidad en época comunista. Ajmat, el hermano de Kurmanbek, era considerado el gobernador en la sombra de Osh, una región donde florece el narcotráfico de Afganistán y hay ejércitos privados al servicio de los janes (príncipes feudales) post-soviéticos.

El territorio ocupado por Kirguizistán estaba bajo la órbita del Janato de Kokand (hoy Uzbekistán) cuando el Imperio Ruso se extendía por el Turkestán. Entre la conquista del norte, en 1863, y las de sur (al desaparecer el Janato de Kokand en 1876) pasaron 16 años, y ese desfase temporal explica para algunos la diferencia de mentalidad entre los del norte, más europeizados, y los del sur, más asiáticos. La actual Bishkek tiene su origen en una fortaleza rusa de 1878, y Osh, la capital meridional, existía en el siglo IX.

Maxim, el hijo de Kurmanbek, puso a prueba la paciencia de sus conciudadanos con sus ambiciones estatales. El hijo del presidente defenestrado es acusado de organizar fraudulentas privatizaciones, de ahogar al empresariado con comisiones leoninas y de rentabilizar en paraísos fiscales los créditos concedidos por Rusia a su país en 2009. Maxim aspiraba a seguir en Kirguizistán los pasos de Iljam Alíev, que supo suceder a su padre al frente de Azerbaiyán, afirma una persona que lo trató.

Los uzbekos, que son un importante porcentaje poblacional en el sur de Kirguizistán, se quejan de escasa representación política y de falta de garantías legales para su cultura. Figura clave de la comunidad uzbeka era el potentado Kargyrján Batírov, fundador de la Universidad de la Amistad entre los Pueblos (UAP) de Jalalabad, un prestigioso centro que atraía a estudiantes de toda Asia Central.

La violencia del pasado junio se gestó en mayo, cuando el clan de los Bakíyev luchaba aún por su supervivencia en el sur. El uzbeko Batírov participó en las manifestaciones contra el presidente depuesto y, según los kirguises, el 14 de mayo se vio implicado -como participante o instigador- en el incendio y saqueo de la hacienda familiar de los Bakíyev en el pueblo de Teyit. "La participación de los uzbekos en el incendio hizo que la colisión entre el viejo poder y el nuevo se transformara en un enfrentamiento entre kirguises y uzbekos", opina Abdumalik Sharípov, activista cívico de Jalalabad. De repente, el tirano kirguís se había transformado en una "víctima".

Animado por la revolución de abril, Batírov creyó llegada la hora de airear las reivindicaciones uzbekas, entre ellas la oficialidad de la lengua y (según los kirguises) también la autonomía territorial. En un entorno europeo, su actitud no habría tenido nada de particular, pero en Kirguizistán los anhelos del mecenas uzbeko alimentaron viejos complejos entre los jóvenes exaltados que bajaron de las montañas y se lanzaron a destruir la UAP, por percibirla como un bastión hostil contra el Estado kirguís. La institución en la que Batírov invirtió millones de dólares ha sido totalmente destruida, desde el registro de expedientes hasta la sala de Internet. En la entrada, entre escombros y cenizas, cuelga aún una prohibición de fumar y pelearse, dirigida a los estudiantes.

Acusado de instigar el odio racial, Batírov ha huido de Jalalabad, su casa ha sido saqueada por enmascarados que se presentaron como miembros de fuerzas especiales, y sus sobrinos, golpeados. Entre los miembros de la comunidad uzbeka detenidos están Ulukbek Abdusalamov, director de una revista, Mujamadzhon Ajmédov, imán en una mezquita de Jalalabad, y Azimzhon Askárov, activista de derechos humanos. Acusado de organizar disturbios ha sido también el kirguís Sanzharbek Bakíyev, sobrino del presidente.

En Ferganá, los uzbekos no entienden por qué el ruso es la lengua oficial en Kirguizistán, pese a que la comunidad rusoparlante no supera el medio millón, y el uzbeko, lengua de un millón de ciudadanos (de un total de cinco millones), no goza de tal derecho.

Tras la matanza, los políticos de Bishkek que en abril se apoyaron en los uzbekos contra Bakíyev evitan ahora solidarizarse con ellos por miedo al agresivo nacionalismo kirguís y por precaución ante las elecciones del próximo octubre. Las autoridades de Kirguizistán no han emprendido una investigación seria de las matanzas y en la práctica muestran bastante indiferencia ante el sufrimiento de la gente que se ha quedado sin hogar. Sin embargo, ya están pensando en un nuevo Osh de diseño donde las majal.la (lugares de residencia compacta uzbeka) se disuelvan y se integren en un entorno urbanístico común. Estos planes prometen nuevos conflictos con los uzbekos, acostumbrados a vivir en amplios caserones familiares con patio interior y en barriadas propias.

Los uzbekos de Kirguizistán que huían de la violencia fueron acogidos como refugiados en Uzbekistán, pero este país respetó las fronteras y no transgredió el derecho internacional para ayudarlos. La comunidad uzbeka se siente hoy desamparada y no sabe en quién confiar. La mezquita del imán Muslim, de Osh, se ha convertido en un refugio para los varones uzbekos que han quedado sin hogar en las inmediaciones, y la escuela, convertida en cenizas, acoge a las mujeres. Los hombres vigilan el barrio y temen ir al trabajo. En la empresa Salamat, fabricante de pan, bollos y fideos, los trabajadores uzbekos no se han incorporado aún al trabajo, según dice su director provisional, Mederbek Sabírov, un kirguís que durante los disturbios organizó la distribución de pan en los barrios uzbekos.

Las autoridades centrales en Bishkek difuminan las matanzas con etiquetas inocuas, tanto en lo que se refiere a la nacionalidad de las víctimas (sobre todo uzbekos) como a los supuestos instigadores de los pogromos (sobre todo kirguises). El secretario del Consejo de Seguridad, Keneshbek Dushebáyev, ha echado balones fuera y ha acusado de la tragedia a Tayikistán, los talibanes y organizaciones radicales islámicas. Pero las extensas explicaciones oficiales son recibidas con escepticismo por los expertos, porque tanto el factor islámico como las rivalidades tayiko-uzbekas, de tener algún papel, parecen secundarios frente a las luchas políticas que jugaron con el factor étnico.

En vista de la debilidad del Gobierno de Bishkek y por miedo a nuevos disturbios, muchos piensan en emigrar, entre ellos rusos que permanecieron en Ferganá tras los enfrentamientos entre kirguises y s de 1990. "Esta violencia es peor y más pérfida que la de hace 20 años", dice Lilia Sineokina, una rusa de Jalalabad. Médico de profesión, Sineokina ayuda a su hijo a llevar una cantina, que se ha visto desbordada por la clientela después de que la mayoría de las shaijaná (casas de té) uzbekas de Osh fueran saqueadas y destruidas.

La política y las rivalidades culturales no lo explican todo. "Si no fuera porque siento un poco de vergüenza, diría que estamos ante una vuelta a lo tribal", afirma un estudioso europeo especializado en el islam, que llama la atención sobre la virulencia de los grafiti contra los s. "Nos enfrentamos a una generación de jóvenes fanatizados, sin educación y sin cultura, capaces de cualquier cosa", afirma un político kirguís que prefiere guardar el anonimato. A esa categoría pertenecen las bandas salvajes frente a las que se armó el granjero Akibai Sooronbáyev, que organizó la defensa de Masi, una localidad de 20.000 personas (la mitad de ellas, uzbekas) cercana a Jalalabad. Cuenta Sooronbáyev que las bandas llegaban de la parte de Bishkek, pero también bajaron de las montañas. "Estaban exaltados", dice. La primera banda que llegó al pueblo se llevó fusiles y pistolas de la comisaría. Después, los vecinos organizaron su propia defensa. Eligieron a Sooronbáyev como "comandante popular" y confiscaron a la policía las armas que les quedaban. Los salvajes seguían llegando, pero pasaban de largo al ver el pueblo armado y a la defensiva. Así estuvieron del 13 al 15 de junio, cuando el general Miroslav Niyázov, ex secretario del consejo de Seguridad de Kirguizistán, vino con su propia guardia de 70 hombres, pertenecientes a 10 comunidades culturales distintas, y colocó a un grupo de cosacos rusos en la frontera con Uzbekistán y tranquilizó a la población.

En nombre de la seguridad, el experimento kirguís con la democracia puede acabar barrido por un régimen de mano dura. En el periódico Vecherni Bishkek, veteranos de los servicios de Interior y Seguridad expresaban su desconfianza y escepticismo ante el Gobierno provisional. También los países vecinos quieren estabilidad. China, para sus exportaciones, y Uzbekistán, para evitar el contagio de las turbulencias kirguises. Karasú, el gran mercado asiático en la frontera entre Kirguizistán y Uzbekistán, se resiente de los disturbios. Los s, que vendían aquí hortalizas y derivados de los hidrocarburos, han restringido el tráfico sobre el río Shaprijan-Sai. Y los chinos suspendieron durante varios días el abastecimiento de teléfonos móviles y electrónica que exportan a Asia Central vía Karasú.

En Kirguizistán, lo primitivo y lo moderno coexisten de forma singular. En Bishkek, donde se respira un clima de tolerancia, está el salón Tumar, donde se venden las bellas prendas de lana y seda diseñadas por un colectivo de artistas locales. Las creaciones de Tumar se exportan a las mejores galerías de Moscú y San Petersburgo y aúnan de forma atractiva los rasgos de un mundo primitivo y la comprensión de la modernidad. Son el ejemplo de una capacidad de asimilar que se evapora cuando los jóvenes empuñan los palos y retornan a la tribu.

Unos uzbekos lloran ante una casa destruida en el pueblo de Shark (Kirguizistán) en junio de 2010.
Unos uzbekos lloran ante una casa destruida en el pueblo de Shark (Kirguizistán) en junio de 2010.AFP

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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