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Reportaje:REPORTAJE

Voces y alaridos

Este libro está escrito por una mujer que está en cuclillas en el aeropuerto de Madrid, y está escrito para saber cómo y por qué la mujer ha llegado hasta aquí. "De pie, delante de una puerta de tantas del aeropuerto de Barajas, ante unos taxistas y sus vehículos, recibí una llamada de una persona que vive fuera del País Vasco. Le pregunté inmediatamente: '¿Por qué me llamas?'. Abrumado, muy tenso, me indicó: '¿No lo sabes?'. Y yo: 'Ahora, sí'. Terminé casi de inmediato la conversación y me acuclillé ante la puerta del aeropuerto mientras se me escapaba un alarido y el llanto. Indiqué a un taxista de los que me miraron asustados que me llevara de vuelta al hotel".

La mujer en cuclillas es Maite Pagazaurtundua y acaban de matarle en Andoain a su hermano Joseba. Los Pagaza, que ha sido escrito durante el año siguiente a la tragedia, y que publica la editorial Temas de Hoy, es, aparentemente, la historia de una familia vasca. Pero sobre todo es la historia de una pasión vasca, en cuanto la palabra pasión reúne amor y sacrificio.

Aunque fuera en el obsesivo soliloquio interior, Joseba contaba con que fueran a matarlo. Dispararon contra él en el bar en el que tomaba café habitualmente
En Laguardia se sentía seguro y feliz. El consejero le hizo regresar a Andoain porque, entre otras cosas, los terroristas habían decretado una tregua

No es imposible de entender, pero tampoco el entendimiento es mecánico. Esta mujer, militante socialista, diputada durante varios años en el Parlamento autonómico y hoy concejal en el Ayuntamiento de Urnieta, cuya familia ha conocido el asesinato y la humillación, y que ha visto morir a su hermano y a su maestro Fernando Buesa, vicepresidente que fue del Gobierno vasco; esta mujer de 39 años, casada y madre de dos hijos, es capaz de pasar las manos por las piedras de Hernani, del Hernani de los indianos, hoy en poder -así se lo dicen ellos mismos- de los últimos indios de Europa, y en esas piedras sentir antes el calambre del amor que el del odio.

Allí, en Hernani, había pasado su infancia, y de allí tuvo que irse, camino de su primer exilio. Los bailes en el paseo de los Tilos. Los versos de Txirrita (que al parecer no pasarían la prueba del nueve de lo nacionalmente correcto). Katanga: el trepidante barrio maketo. Un día de septiembre de 2002 volvió a Hernani. La gente como Maite Pagaza sólo vuelve a estos lugares con ocasión de duelos. Un duelo. Una tarde de mucho calor. Una docena de personas guardan silencio en una plaza. Sombras cortas, nueve largo. "Bajo un sol intenso subí por algunas calles del casco viejo del pueblo de mi infancia. El aire estaba en calma y no se percibían ruidos. Componíamos un extraño cuadro algunas personas unidas por un duelo reciente y mis escoltas, tras nosotros, muy recelosos -por la leyenda acumulada- de esas calles. Olía el Hernani de mi niñez. Las piedras de los viejos edificios de los indianos despiden un aroma que uno no identifica cuando las vive cada día".

La mano sobre la pared

El libro es como una mano que va recorriendo la pared. Puede sorprender. Pagaza pudo largarse de allí, recoger a su madre, los últimos manuscritos de su hermano y largarse, no me joderéis, con palabras y gestos justamente obscenos, escupiendo. Nada de eso. Ahí está, con la mano sobre la piedra. Y lo mismo con los hombres. En el libro aparecen algunos militantes nacionalistas: Xabier Arzalluz, Juan María Atutxa, Juan José Imaz, entre otros. Antes o después de la muerte de su hermano, Maite Pagaza pasa su mirada sobre ellos. Los llama políticos con "corazón de hielo". Desde luego no se trata de una mirada complaciente. Pero es una mirada. Tendente a convencerlos. A que rumien su actitud con parecida estrategia a la de un examen de conciencia. Se trata de una irreprochable actitud política. En el epílogo del libro, titulado inequívocamente La reconciliación, esta actitud se formula en una serie de propuestas políticas concretas, inspiradas algunas de ellas en el libro del quebequense Stéphane Dion, Le pari de la franchise (La apuesta de la franqueza). El epílogo viene precedido, además, de una cita (un punto global) de Julio Caro Baroja: "Si hay una identidad, hay que buscarla en el amor. Ni más ni menos. Amor al país en el que hemos nacido o vivido. Amar a sus montes, prados, bosques; amar a su idioma y sus costumbres, sin exclusivismos. Amor a sus grandes hombres y no sólo a un grupito entre ellos. Amor también a los vecinos y a los que no son como nosotros".

La importancia y el significado de la actitud de Maite Pagaza está en el hecho, conjeturable, de que fuese también la actitud de su hermano. En el capítulo El cerco, donde la autora describe el calvario de chantajes y amenazas que sufrió Joseba antes de que lo asesinaran, se publican algunos documentos de gran interés. Todos ellos tienen su origen en la conversación que el entonces viceconsejero de Interior, José Manuel Martiarena, mantuvo con Joseba, y en la que le instó a regresar a Andoain. Joseba vivía desde 1995 en el pueblo alavés de Laguardia, integrado en comisión de servicios (era policía municipal) en la Ertaintza. Su hermana dice que en Laguardia se sentía seguro y feliz. El consejero le hizo regresar a Andoain, y entre sus argumentos estaba el hecho de que los terroristas habían decretado una tregua. Bajo la fecha 14 de septiembre de 2001, es decir, pocos días después de que le quemaran el coche, escribió una carta al consejero de Interior del Gobierno vasco donde detallaba las razones de su inseguridad personal, que incluían un ataque a su domicilio con cócteles molotov y la citada quema del coche. "Las anteriormente citadas breves notas no son más que una somera semblanza de la situación que vivo. Puede usted hacerse cargo de que no es nada sencilla la supervivencia de este ciudadano vasco".

No hay pruebas de que acabara enviando la carta, y el consejero vasco ha negado siempre que la recibiera. En un borrador sin fecha, que su hermana data en la primavera de 2002, Joseba insiste ante el consejero: "Señor Balza: Soy Joseba Pagazaurtundua Ruiz, ex agente 00201 de la Ertzaintza. Cada día veo más cerca mi fin a manos de ETA". Y en el último manuscrito del que dispone la familia, fechado el 11 de marzo de 2002, y al que su hermana llama "el texto de voluntades", Joseba acaba así: "Un beso a mi esposa (qué frío). A Titi. Te amo. Pero no puedo expresarlo. Soy un cateto. Un abrazo a mis hijos. Os quiero. No me olvidéis. ¡Amá! ¡Qué paciencia! Como Titi. Pero si me". La nota acaba así, bruscamente, sin verbo en la superficie. Menos de un año después lo mataron.

Dimensión profunda

Las implicaciones políticas de estas notas son evidentes. Y así fueron denunciadas por la familia Pagaza, madre e hijos, en los días posteriores al asesinato. Pero en el libro estas notas adquieren otra dimensión más profunda. Aunque únicamente fuera en el obsesivo soliloquio interior, el mayor de los Pagaza contaba con que fueran a matarlo. Dispararon contra él en el bar donde tomaba café habitualmente. Mientras leía el periódico con aparente despreocupación. Era el 8 de febrero de 2003. Su familia, sus amigos, se preguntaron repetidamente por qué un hombre que pasaba a limpio sus presagios era capaz de mantener rutinas tan peligrosas. La propia Maite Pagaza respondía hace tiempo a esta incógnita: "No siempre los comportamientos son coherentes, pero hay algo más. Hay mucha gente que necesita vivir socializando. Como la gente de su entorno. Con la gente de su entorno".

El desarrollo, hasta poético, de esa necesidad está en la historia que ha escrito. Y en su propio punto de vista ante la tragedia familiar y colectiva. Es también el punto de vista de muchos ciudadanos vascos para los que las amenazas y hasta la sangre sólo han hecho que intensificar su vinculación a la tierra. En un doble sentido: la tierra como logos, como expresión cívica; pero también como pathos.

Los Pagaza se abre con una hermosa cita de Claudio Magris. De su Micromega. "Las ondas sonoras se alejan como los anillos de humo, pero en algún sitio quedan todavía. Quedan siempre, el mundo está lleno de voces, un nuevo Marconi podría inventar un aparato capaz de captarlas todas, infinito vocerío sobre el que la muerte no tiene poder". Es exacto: el relato de esta familia vasca se propone como un humilde Marconi. Alguna de las ondas sonoras habría dado para un libro, como la peripecia de Antonio Ruiz Albisu, tío de la autora, joven y clandestino militante nacionalista vasco, sargento en Indochina a cuenta de la Legión Extranjera, luego guardaespaldas de Trujillo y casi siempre traficante de armas. Pero la épica habría tenido que pedir permiso a la tragedia.

Maite Pagaza acompaña el féretro de su hermano en el cementerio donostiarra de Polloe.
Maite Pagaza acompaña el féretro de su hermano en el cementerio donostiarra de Polloe.FERMÍN LASA

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