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Reportaje:EL DESCUARTIZADOR DE CÁDIZ | CRÍMENES Y CRIMINALES

Un cadáver en cinco mochilas

Fue un caso que aterrorizó a los gaditanos. en 1989. Un estudiante mata a otro, lo parte en trozos y los oculta en una obra. Fue un crimen con lados oscuros calculado para obtener dinero

Luis Gómez

El conocido como crimen del descuartizador de Cádiz quedó esclarecido en apenas unas semanas durante el invierno de 1989. Fue un caso policialmente sencillo, resuelto con eficacia. Apareció antes el asesino que la víctima. Aquel confesó sus actos con extrema naturalidad, la misma que aplicó al cumplimiento de su condena y a su puesta en libertad hace seis años. El margen para la incertidumbre fue escaso mientras se trató de un asunto estrictamente policial. Y, sin embargo, siendo un caso resuelto deja tras de sí un aire intrigante: ¿qué hace, cómo piensa, qué dolor le trae el recuerdo a quien es ahora un hombre libre?

José Juan Martín Montañés, el homicida, era un estudiante de medicina de 22 años. Era alto, delgado, fumaba Ducados, tenía algunas aficiones deportivas, le gustaba la música, era serio pero no lo suficientemente introvertido como para carecer de amigos y conocidos. Era, eso sí, muy inteligente. "La inteligencia media de la población se cifra en 100. 130 es el umbral de los superdotados. 160 era lo que tenía Einstein. José Juan Martín tenía 146", escribe Pedro Ingelmo, autor de Galería del crimen, un periodista que investigó los acontecimientos acontecidos en la capital gaditana en aquel invierno de 1989.

"Nada. Voy a la cocina. Cojo un cuchillo. El primero que se me presenta, al azar. Y él se despierta. ¡Estaba vivo!"
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Para la policía no fue un caso complejo. A través de un abogado, supo del aparente secuestro de Javier Suárez Samaniego, de 22 años, hijo del conocido arquitecto José Luis Suárez Cantero. Habían llegado unas cartas a su domicilio solicitando un rescate por la vida del joven, que faltaba de casa desde hacía varios días. El secuestrador exigía 12 millones de pesetas que debían ser ingresados, en determinados plazos, en una cuenta corriente de la Caja de Ahorros de Cádiz. Si los plazos no se cumplían, la familia recibiría, uno a uno, parte de las extremidades de su hijo. La identidad del titular de dicha cuenta resultó ser falsa.

Pagar un rescate en una cuenta corriente les recordó a los agentes el caso sucedido un año antes, cuando un industrial gaditano recibió idénticas amenazas, que avisaban del daño que podría sufrir su hija, menor de edad, si no ingresaba un dinero en una cuenta. Había una diferencia: la hija no había desaparecido, motivo por el cual el industrial adoptó las medidas necesarias para alejarla de la ciudad y el caso quedó en un simple asunto de extorsión.

Hechas las comprobaciones de rigor, quedó claro que las cartas correspondían al mismo autor y que estaban escritas en la misma máquina. Tanto en uno como en otro caso, ningún funcionario de la Caja de Ahorros de Cádiz fue capaz de recordar algún detalle de la persona que abrió ambas cuentas con documentación falsa.

En el nuevo episodio sí parecía haberse producido un secuestro. Al menos, había una persona desaparecida. Tras investigar entre el círculo de amistades de la presunta víctima, se decidió realizar el ingreso en la cuenta y esperar a que el secuestrador diera el siguiente paso. La policía coordinó un plan con los responsables de la entidad bancaria: se optó por vigilar todos los cajeros automáticos de la entidad.

No había demasiados. "No más de 17", recuerda uno de los investigadores policiales en aquel entonces. "Decidimos colocar agentes detrás de cada cajero, porque por entonces el funcionamiento de estos aparatos no estaba tan informatizado como ahora y porque era el único modo de poder sorprender al secuestrador in situ". Anularon el funcionamiento de dos cajeros en los que era materialmente imposible apostar a algún agente en su interior sin ser descubierto. También se estableció un límite de dinero (35.000 pesetas) que se pudiera extraer en una sola operación.

No hubo que esperar mucho. Al día siguiente, sobre las diez de la mañana, en la plaza de San Antonio, un joven alto y con gafas comenzó a maniobrar en el cajero. Era la cuenta en cuestión. El policía apostado en el interior se limitaba a leer los dígitos que aparecían en una pequeña pantalla. En seguida se percató de que estos correspondían a la cuenta corriente. Salió disparado del habitáculo y le dio el alto. No hubo forcejeo. Apenas un balbuceo al intentar explicarse. El joven era José Juan Martín Montañés.

El secuestro quedaba esclarecido, solo que no existió tal secuestro. Para sorpresa de los agentes, el detenido era hijo de un subinspector de policía, de un compañero. Inicialmente, pensaron que se trataba de una treta urdida por este joven y el presunto secuestrado para obtener dinero de un padre pudiente, pero el interrogatorio les procuró una extraordinaria sorpresa: José Juan confesó con todo detalle lo que había hecho. Había matado a su amigo hace días, lo había descuartizado, había realizado varios viajes con trozos de su cadáver en una mochila hasta un lugar alejado, en la Punta de San Felipe, donde se estaban realizando las obras de un dique, y los había ido tirando en bolsas. Un cuerpo humano equivale a cinco viajes en una mochila. Viajes que hizo andando, o corriendo en algunos casos, simulando que practicaba footing cuando pasaba ante un cuartel de la Guardia Civil. Cada trayecto a pie suponía unos 45 minutos. Parece ser que uno de los viajes lo hizo en taxi, un detalle no del todo aclarado.

José Juan tenía alquilado un piso. Un piso franco. Sus padres desconocían ese detalle. Tenía sus propios proyectos. Cuando la policía llegó a la vivienda, escasamente amueblada, aparentemente limpia, con alguna mancha que luego resultó ser de sangre, encontró dos pruebas concluyentes: la máquina de escribir y un recipiente de plástico con dos manos sumergidas en formol. De esas manos pensaba ir amputando los dedos para el caso de que no se produjera el ingreso en cuenta en los plazos convenidos.

De la declaración del asesino, la policía obtuvo todos los detalles, casi todas las respuestas del crimen. José Juan llamó a su amigo Javier para que comprobara la calidad de un equipo de música que había adquirido recientemente. Con esa excusa le hizo sentar en una silla en medio del salón. Le puso una venda en los ojos para que pudiera concentrarse en el sonido. Y por detrás, le propinó un golpe en la cabeza con la pata de una mesa rellena de arena. Golpe que no fue definitivo como él mismo explicaba durante el juicio:

"Cojo un cuchillo. El primero que se me presenta, al azar, el que haya. Lo cojo... Una cosa de las que digamos que a mí me puede más impresionar son los ojos abiertos. No se los bajo. Se los tapo. Una vez tapados, le cubro la cabeza. No quiero verle la expresión. Digo: ahora voy a tener esta imagen grabada no sé cuánto tiempo. Una vez que está tapado, vamos a la actuación. ¡Chas! Le doy. El hombre despierta, sale de esa inconsciencia, del shock en que estuviera... ¡estaba vivo! Él se trata de incorporar, medio cuello colgando, un ruido así de tráquea que no es nada desagradable... se lo echo para atrás. Digo lo siento y, hala, le clavo el cuchillo pero a reventar, con toda la fuerza del mundo. Que luego sí, tendrá uno sus pensamientos y todo lo que sea, pero lo que yo tengo delante es un cadáver, ya está muerto, Dejaos de tanto rollo de descuartizamiento ni nada".

La policía sostiene que el móvil fue el dinero. En el juicio se le aplicó la atenuante de "enajenación mental incompleta", según diagnóstico de los psiquiatras forenses. Fue condenado a 36 años de cárcel: 28 por el crimen, cuatro por falsificación de documentos y otros cuatro por amenazas. Solo cumplió 15. El 21 de junio de 2004 abandonó la prisión de Aranjuez (Madrid). Aprovechó todas las redenciones de condena posibles, entre ellas por servir comidas a presos en régimen especial, caso de los etarras. Conocía todos los detalles porque estudió Derecho en la cárcel.

José Juan es un hombre libre desde hace seis años, pero no se sabe nada de él, salvo vagas referencias de vecindario sobre su estancia en Sevilla o sus viajes a Chiclana para visitar a sus padres. Todo parece haber estado dentro de su calculadora inteligencia. Ya les dijo a los policías que no estaría más de 20 años en la cárcel.

José Juan Martín Montañés, llevado a dependencias judiciales.
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un policía sujeta una bolsa con parte de los restos de la víctima
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la víctima, Javier Suárez Samaniego.
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