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Reportaje:UN DIA EN LA PLAYA | Santa Cristina

Donde da la vuelta el aire

Juan Cruz

Desde el bar Bitácora se puede mirar la playa de Santa Cristina (en A Coruña) en sus dos dimensiones, la playa salvaje de la ría y la playa civilizada del mar, que ahora, esta mañana, está tan tranquila que parecería que el mar duerme. Ahí, en el Bitácora, hay a media mañana un hombre que lee; se llama Manuel y viene aquí, desde Oleiros, que es la cabeza del municipio donde está esta mítica playa coruñesa, todos los días; lo hace para pasear, para leer, "para encontrarme conmigo mismo".

Le pregunté por qué, qué le da tanta paz de este sitio. Y me dijo:

-Es que si usted se fija, cuando el aire es fuerte de este lado, se va de este otro lado y se encuentra que el aire está tranquilo, y eso es magnífico. ¿No lo encuentra usted magnífico?

Era un ecosistema extraordinario, y ya no es el mismo; no es lo mismo ni el puente, que parecía de Eiffel
Reixa vive aquí desde hace nueve años. No se resiste, como ciudadano de Santa Cristina, a la pérdida de la lancha

Gonzalo Torrente Ballester, que nació enfrente, en El Ferrol, encontró para su célebre trilogía, Los gozos y las sombras, un título memorable, Donde da la vuelta el aire; pero el inolvidable autor se encontró con ese título en una calle en obras, en Salamanca: un obrero le preguntaba al otro hasta dónde debía seguir con su labor, y el otro le dijo:

-Hasta donde da la vuelta el aire.

Aquí, en Santa Cristina, también da la vuelta el aire, en un lado es abrupto y empecinado, y en el otro lado es pacífico, adormece al mar, se funde con las dunas, rejuvenece.

Es lo que le pasa a Manuel, a este lado del aire rejuvenece, olvida su jubilación anticipada, se reconcilia con la vida.

No es el único. Él dice que hay una señora de Burgos, de muchos posibles, que todos los días de la vida veraniega, y aún dentro del otoño, se sienta mirando al sol, en el viejo hotel contiguo, y allí halla la paz que no encuentra en ningún sitio.

¿Y qué tiene Santa Cristina? Fue salvaje; aquí venía el poeta Manuel Rivas, que es nuestro cicerone esta mañana, cuando él, que ahora tiene 50 años, era un muchacho; venían en lancha -La Lancha de Santa Cristina, una institución gallega: hace tres años dejó de hacer su recorrido-, y ahí, los jóvenes que descubrían entre las dunas el amor y la vida empezaban las maniobras de tal descubrimiento. Pero la vida le dice a la historia cómo tiene que ser el futuro, y las dunas se fueron achicando y ahora ya no hay allí sino metáforas de dunas, unos montículos que se avergüenzan de lo que fueron en el pasado.

Ahora, pues, esta playa coruñesa que fue salvaje es una playa aburguesada a la que acuden veraneantes de Madrid y de Galicia, y que esta mañana en concreto está vacía, o casi; Rivas sostiene -como Antón Reixa, el cantante, escritor y productor de cine, que vive aquí, y que se juntó con nosotros a la hora del almuerzo- que el tópico del mal tiempo ha defendido a Galicia de la destrucción de su paisaje.

Pero no es un tópico enteramente. Es verdad que el cambio climático ha hecho que el tiempo se vuelva loco y parezca una meiga más en Galicia, pero es cierto que cuando estuvimos viendo la playa de Santa Cristina, por este horizonte de nubes ("en este lugar podríamos hacer un catálogo de nubes") pasaron todas las posibilidades climáticas: hacía un sol radiante, que dio paso a una profusión apremiante de nubes, y al fin se abrieron paso, casi simultáneamente, el sol y la lluvia, que convirtieron la playa en escenarios distintos cada cinco minutos. Al final nos llevaron a la zona del hospital (que se llamó hasta ahora Juan Canalejo, el nombre de un falangista que en la preguerra civil se dedicó a disparar al mar) y desde allí contemplamos la dimensión verdadera de esta playa donde de veras da la vuelta el aire.

En un rincón de esa zona donde Santa Cristina se ve en todas sus dimensiones (la ría, el mar, la placidez, rota por algún edificio, de su paisaje construido) está la Maternidad; del mismo modo que el mar se relaciona tanto con el escenario final de la vida, aquí se relaciona con el primer momento de la existencia: aquí nacieron muchos coruñeses cuyo primer escenario fue este mar y este ecosistema.

Era, dicen, un ecosistema extraordinario, y ya no es el mismo; no es lo mismo ni el puente, que parecía de Eiffel y que los ingenieros convirtieron en un puente como cualquier otro; los ingenieros, dice Rivas, tendrían que leer poesía antes que cambiar los puentes. El embarcadero tampoco existe ya, y, por supuesto, la lancha, que es la gran ausente, duerme entre las algas de la nada.

Reixa, el líder de Os Resentidos, añora como nadie esa lancha. Ahora él cruza de su trabajo en A Coruña a su casa en Santa Cristina, en diez minutos, más o menos; y aunque antes tardara lo mismo, o más, en aquel transporte que fue nido de aprendizaje sexual de tantas generaciones, se sintió como si regresara a los tiempos más felices en los que los hombres dependían más del viento que de las máquinas. Está en su libro, que trae en las manos, Látego de algas, poemas que acaban de salir y donde vuelca esa añoranza de la belleza que aún hoy la naturaleza guarda en las playas: "Beiramar, praia, tempo libre / todo está ben / A marea sobe ou baixa ao seu ritmo, sen ánimo de molestar / unha mulher e un home / cabezas de vento / xogan a un absurdo xogo de pelota cuns paus...".

Todo está bien, él eligió la casa "porque siempre he querido vivir junto a una playa", y ésta no es playa urbana, pero la historia de la ciudad (de A Coruña) la ha usado como satélite; aquí es donde da la vuelta el aire, también, de la ciudad, "donde se apacigua el estrés de la vida cotidiana y surge la poesía".

Vive aquí Reixa desde hace nueve años. No se resiste, como ciudadano de Santa Cristina, a la pérdida de la lancha. "Era lo mejor que había en la bahía. ¡Nos quitaron la conexión que nos hacía creer, cada día, que volvíamos a la Isla del Tesoro!". Él vino "por amor, y por amor sigo".

Pero ahora esta playa, y la costa, desde aquí a Bastigueiro, donde Franco fue más dictador que en ningún sitio, si cabe (aquí había una zona acotada para que se bañaran sus nietos mientras él depredaba los cachalos, a veces a metrallazos), sufre la amenaza de una agresión más, porque en algunos despachos están pensando construir un puente que vaya desde A Coruña hasta ese espacio magnífico de playa donde ya no domina otra dictadura que la del tiempo, es decir, la del mar.

A Reixa eso le parece una aberración, "una locura de los ingenieros" que no leen poesía. "Prefiero tardar más que sufrir la depredación constante de la ingeniería". Se calma Reixa; sobre la mesa, en El Madrileño, Suso (el hijo de Suso, el nieto de Suso Pedreira) nos anuncia calamares, empanada de zamburiña, caldeirada... Y entonces cobra protagonismo otra vez la playa como elemento lúdico y nostálgico. Aquí, cuentan, había balneario, y eso le daba, en días como hoy, con la marea en su sitio, sosegada, el aire de Muerte en Venecia; las dunas conformaban una especie de mapamundi exótico, y muchos días, dice Reixa, en el pasado remoto, la gente venía aquí con su comida, convertía la playa en un merendero, "y esto era como El Jarama de Ferlosio".

Eso lo ha visto él en las fotografías que hay en El Madrileño. Jesús Pedreira, el padre, es de Perillo, aquí al lado, de cuyo equipo de regatas se ha hecho Reixa. Y el abuelo (que murió a poco de comenzar la Guerra Civil, de una enfermedad) también era de aquí, todos de Perillo. Pero el sitio se llama El Madrileño porque a principios de los años treinta, en plena República, unos madrileños pusieron aquí un quiosco, lo que ahora se llama un chiringuito; fracasaron, y la madre de Suso se quedó con él, a ver si salía adelante.

Reixa ha visto en el comedor del restaurante las fotos de esa evolución, desde que nació El Madrileño como un quiosco hasta el momento actual, es decir, hasta este mismo instante en que le ponen los calamares que con tanta ansia había pedido. Acaso el pescado le ha soltado la nostalgia al poeta, y le dice a Rivas, que apunta con parsimonia, con la pluma con la que dibuja sus propios versos:

-Ésta era la gran playa, ninguna podía competir, era una síntesis de todas las playas. Aquí venían los campesinos a tomar los baños, con sus bañadores pudorosos, y después vinieron ustedes a descubrir el misterio, pero se acabaron las dunas y se acabó el misterio.

El misterio está ahora más allá, en ese acantilado que enfila el mundo desde el faro de Mera. Rivas nos llevó allí, en medio de un camino que antes fue sendero del Ejército y que ahora es sólo una vía hacia el mar desnudo; abajo, en la soledad de la ría, azotada por las mareas, está La Marola. Rivas reproduce un refrán: "Quien pasó La Marola pasó la mar toda". Y señala una línea imaginaria que va desde la torre de Hércules hasta La Marola. Ahí, en esa línea, se cifra el límite que va de la salvación al miedo; quien surca más allá de esa línea ya puede decir que es marinero, y que además está vivo.

Pero aquí estamos, otra vez, con los manjares que ha preparado El Madrileño. Ha venido Suso, el padre, y se sienta ante nosotros, de espaldas a la playa, con sus 78 años y con sus gafas oscuras; le han operado de cataratas y no puede ver esta claridad lechosa que deja el sol cuando las nubes le hacen la puñeta. Uno de los camareros lo ha dicho: ésta es "uma praia milagreira, lo cura todo"; él se baña todos los días del año, jamás ha tenido un dolor de estómago, ni de cabeza, y nunca ha tenido tos. Suso, el padre, lo corrobora. "Milagreira y más". Hablan de "los nueve baños", y acaban hablando (lo hace Rivas) de "la ola número nueve, que es la más fuerte", porque si tú estás en Galicia y no aparece el misterio, es como si no hubieras tocado tierra, o mar. Es decir, Galicia.

Suso Pedreira ya se ha puesto sus gafas de sol, ha saludado a Arturo Fernández, el actor, que descansa de sus funciones, y come aquí. Suso jugó en esta playa como si viviera un verano extraordinario, y añora algunas cosas, pero otras en este momento le parecen mejores. "El sol y el aire, e incluso la lluvia, son como lo que hubo siempre... Claro que antes todo era más natural, pero las playas son lo que son, nadie se las puede llevar". Fue el paraíso, le dicen, "y lo sigue siendo, ¿o a usted esto no le parece el paraíso?". El mejor momento de la playa, dice, "fue entre 1965 y 1970. No se pagaban impuestos, el negocio era mejor".

Y había dunas. Ahora no hay dunas, ni lancha. Se acabó el misterio. Pero da gusto estar aquí, es un paraíso y una añoranza. Rivas y Reixa se van a mojar los tobillos, y el sol aparece como si se despidiera de Santa Cristina demostrando que le quedan agallas. Y el aire se queda, dice adiós dando vueltas.

Una vista panorámica de la playa de Santa Cristina.
Una vista panorámica de la playa de Santa Cristina.XURXO LOBATO

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