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Reportaje:EL REY, PERSONAJE DEL AÑO

El férreo control del Rey

Don Juan Carlos se ha ocupado siempre personalmente de vigilar la imagen de la Corona y de vincular la Monarquía al escrupuloso cumplimiento de la Constitución

Soledad Gallego-Díaz

El gran éxito de don Juan Carlos ha sido, probablemente, su extraordinaria capacidad para mantener la Corona al margen de disputas partidarias y escrupulosamente ligada a la Constitución de 1978. Vista ahora, la operación de legitimización de la monarquía parece evidente, pero con los datos de aquel momento nada era tan obvio: la Jefatura del Estado que el Rey heredó en 1975 estaba vinculada a la dictadura y a la imagen más rancia de la derecha española, católica y tradicional. Para muchos españoles, la idea de la libertad y del progreso estaba todavía ligada a la memoria de la República.

Treinta años después, esa asociación ha desaparecido y los españoles son capaces de imaginar no sólo una república progresista, sino también a un presidente de la República de extrema derecha o de izquierda radical, sometido a la lucha electoral y territorial. Y una monarquía, por el contrario, comprometida con el progreso y las libertades y, sobre todo, símbolo de estabilidad.

Cada vez es más complicado establecer el equilibrio entre la necesaria popularidad y la excesiva exposición
El Rey encargó a un amigo una comparación sobre actividades y coste de otras monarquías y quedó muy satisfecho
El hecho de que exista una única Casa, para el Rey y el Príncipe, evita criterios distintos y jefes que compitan entre sí
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Don Juan Carlos se defiende

En ese cambio de mentalidad fundamentó don Juan Carlos el futuro de la institución que representa. Todas las declaraciones de la época indican la absoluta convicción del Rey de que su futuro estaba ligado al de una Constitución democrática. Varios periodistas han dado testimonio de una anécdota reveladora de esa creencia. El mismo día en que la Comisión Constitucional aprobó el artículo según el cual "la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria", don Juan Carlos acudió a una cena y bromeó: "Me acaban de legalizar".

El Rey contó, desde luego, con la colaboración de todos los partidos, y muy especialmente del PSOE y del Partido Comunista, más interesados en vincular constitucionalmente monarquía y libertades que en disputar la forma de la jefatura del Estado. Pero ese apoyo no habría sido suficiente sin el férreo control que el Rey ejerció de su propia imagen y de sus acciones. Es cierto que pudo beneficiarse, sobre todo a raíz del intento de golpe de Estado de febrero de 1981, de una especie de acuerdo tácito de los medios de comunicación para mantener al Rey y a su familia fuera del debate público. Pero también lo es que don Juan Carlos se preocupó siempre personalmente de vigilar y programar su relación con la sociedad española. Y que lo que le preocupa ahora es, precisamente, la dificultad para seguir ejerciendo ese control directo y personal.

Primero, porque ya no se trata exclusivamente de sí mismo, sino que la familia se ha ido extendiendo, y complicando, con nuevos miembros que ya no dependen tan directamente de él. Y segundo, porque cada vez es más complicado establecer un equilibrio entre la popularidad que necesita la monarquía y el peligro de una excesiva exposición, que termine perjudicando la imagen de la institución. El Rey no se acostumbra a ver a los miembros de su familia sometidos al "manoseo" de los programas del corazón. Desde ese punto de vista, llama la atención la poquísima actividad "exterior" que tienen los Reyes, los Príncipes y las Infantas fuera de sus actividades oficiales. Todos ellos están prácticamente obligados a mantener sus vidas privadas tras los muros de sus casas o en las de amigos muy seguros. El rey no ha permitido jamás que se conozca ni la menor de las opiniones personales de sus hijos.

A don Juan Carlos le molesta profundamente que no se valore el trabajo que hace él mismo y su familia y cree que le corresponde al Gobierno publicitarlo, no a la Casa Real. Es el Gobierno, ha mantenido incluso públicamente, el que debe defender la institución y a las personas que la encarnan. Por eso le irritó tanto el silencio del presidente del Gobierno o de sus ministros cuando la cadena Cope comenzó a atacar su trabajo y el del príncipe de Asturias.

El Rey tiene razón en argumentar que es uno de los que más actividad desarrollan tanto en su labor como Jefe de Estado como en su constante política de contacto con gran parte de la sociedad española. Ya en los años ochenta, don Juan Carlos le pidió a un amigo que le hiciera un estudio comparado sobre lo que trabajaban sus "colegas", los otros reyes europeos, y sobre el coste de esas otras jefaturas de Estado, porque le parecía que él estaba solicitado desde demasiados sectores de la vida pública española.

El informe vino a darle la razón, porque indicaba que el Rey desarrollaba una actividad oficial bastante más intensa que la de otros monarcas y que el coste de la Casa Real era inferior al de otras casas reales equiparables. A la hora de la verdad, el Rey no disminuyó sus actividades: en 2007, y según los datos oficiales de su web, el Rey visitó 10 países extranjeros, desde China hasta Kazajstán, pasando por Colombia o Argelia. Acudió por primera vez a Ceuta y Melilla. Dio 28 almuerzos o cenas oficiales, asistió a 25 actos de índole militar, a 23 inauguraciones en todos los puntos de España, se entrevistó en encuentros particulares con ocho dignatarios extranjeros, asistió a media docena de entregas de premios, concedió 80 audiencias y acudió a 19 recepciones, actos de recibimiento o despedida. Además, estuvo presente en otros 30 actos públicos, desde conciertos, juras de cargos, reuniones de patronatos y ceremonias conmemorativas especiales. Amén, por supuesto, de asistir a dos funerales por víctimas del terrorismo. Estas 166 actividades oficiales son compatibles, además, con las audiencias particulares que sigue concediendo para recabar información personal o conocer a nuevos protagonistas de la vida política, social o cultural española y que no figuran en los archivos, aunque buena parte de esa tarea recae ahora en el príncipe de Asturias, con una formidable agenda de reuniones y encuentros privados que compatibiliza con sus actividades oficiales (más de 180 actos públicos en 2007).

Lo que parece claro para cualquier observador es que las actividades del Rey y las del Príncipe son bastante más intensas de lo que los ciudadanos creen. Y que disponen de poco aparataje para todo ello. La Casa Real, con sus 137 funcionarios de plantilla, es claramente insuficiente para cubrir todos los frentes que tiene encomendados, y sus máximos responsables, el jefe de la Casa, Alberto Aza, y el secretario general, Ricardo Díez Hochleitner, están permanentemente agobiados de trabajo. La Zarzuela necesitaría probablemente más personal y más especialistas, sobre todo expertos conocedores de las nuevas realidades mediáticas.

Una característica especial de la Monarquía española, que se debe probablemente al deseo del Rey de controlar todo lo que le afecta, es la inexistencia de una Casa del Príncipe heredero, como ocurre en otras monarquías. En el caso español es la Casa Real la que se desdobla para prestar sus servicios al heredero, al igual que a la Reina (es la Secretaría de la Reina, por su parte, la que atiende a las Infantas). La ventaja de una casa única es evidente: no se duplica la burocracia. Pero lo más importantes no es eso, sino que impide que existan diferentes criterios o dos jefes que compitan entre sí en defensa de su propio patrocinado, como ha ocurrido, por ejemplo, en Inglaterra. ¿Se ha planteado alguna vez en España la posibilidad de separar las dos casas? La respuesta oficial es tajante. No hay nada de lo que hablar porque la Constitución dispone que exista una única Casa Real, con un único presupuesto. Una casa que dirige el Rey y que presta sus servicios al Príncipe.

El control absoluto que exige el Rey sobre todo lo que afecta a la corona no quiere decir que don Juan Carlos no haya contemplado seriamente la posibilidad de abdicar en su hijo, llegado un determinado momento. Es conocido que el Rey comentó públicamente que no compartía el punto de vista de Isabel II, sino que se sentía más próximo a Juliana de Holanda, que abdicó en su hija Beatriz cuando lo consideró oportuno. Es conocido también que doña Sofía comparte ese punto de vista, porque sabe que el momento de la sucesión será especialmente delicado para el príncipe Felipe. De hecho, del éxito de esa sucesión depende en buena parte la consolidación de la monarquía en España. La sensación de seguridad y continuidad sería mucho más palpable si se produjera en vida de don Juan Carlos. El príncipe Felipe ha recibido una formación mucho más adecuada para el cargo que va a ocupar que la que recibió su padre, pero no dispone de lo que el historiador Santos Juliá denomina "la reserva de poder" de que disfruta don Juan Carlos, por las especiales características de su reinado.

El príncipe Felipe realiza ya desde hace meses una intensísima labor de contactos privados y actividades públicas y se prodiga tanto en América Latina como en las distintas comunidades autónomas. Se esfuerza para que sus puntos de vista, y los de su esposa, la princesa Letizia, conecten bien con la nueva sociedad española. Don Felipe, por ejemplo, no se sintió nada cómodo con la denuncia de la revista El Jueves por publicar una caricatura ofensiva contra ellos dos. De hecho, cuando fue informado por la Casa Real de la decisión del fiscal de procesar a los autores por injurias, preguntó si no era posible volverse atrás. Su visión es siempre más partidaria de que se defiendan los símbolos del Estado, no específicamente sus personas como miembros de la familia real.

La lucha por conectar con la opinión pública afecta ahora también a la princesa de Asturias, muy consciente de la dificultad de su trabajo: se le pide que caiga bien en 40 segundos, que convenza a cualquier persona con la que hable dos minutos de que es inteligente, atractiva, sensible, cercana y al mismo tiempo futura reina. El Príncipe ha sido entrenado para ello, pero la Princesa se tiene que habituar. En cualquier caso, está convencida de que ésa es su tarea, y la asume con terquedad. Y es lo bastante inteligente como para, en ocasiones, dejar pasar el mensaje esencial: todo le compensa porque, dice, "he encontrado al hombre de mi vida".

La modernización de la Casa Real que se puso de manifiesto, precisamente, con la llegada de la princesa Letizia, una mujer universitaria, divorciada, que ha trabajado varios años y que sabe lo que es pagar una hipoteca, tiene, sin embargo, todavía un fallo importante. Necesita introducir una mayor transparencia en sus cuentas. Siempre se ha dicho que la familia real española es una de las más modestas de Europa. El Rey heredó algunas propiedades de sus padres, los Condes de Barcelona, entre ellas un edificio en la Gran Vía de Madrid, que compartió con sus hermanas, un chalé en la madrileña Colonia del Viso y algún dinero procedentes de la herencia de su madre, doña Mercedes. No se puede decir que ninguno de sus tres hijos haya dado importancia a la bonanza económica de sus parejas ni que los Reyes se hayan opuesto a bodas que no aportaban, vía cónyuge, una fortuna personal, como ha sido el caso, por ejemplo, de su primo Pablo, casado con una tejana dueña de una gran fortuna.

El problema con la falta de transparencia se relaciona con los gastos de la Casa Real y el uso de los 8,6 millones de euros que se fijan en los Presupuestos del Estado para su sostenimiento. A los responsables de la Casa Real les irrita que se crea que esos 8,6 millones de euros son el "sueldo" del Rey y de su familia, sin tener en cuenta que con ese dinero se sostiene también la estructura burocrática de la propia Jefatura del Estado (ver la página 8).

En lo que tiene razón la Zarzuela es en que existe un gran malentendido respecto al control que se ejerce sobre esa cantidad. La cifra que aprueba el Congreso de los Diputados está destinada al mantenimiento de la Jefatura del Estado, y, como tal, esa institución no está sometida al escrutinio ni del Tribunal de Cuentas ni de la Intervención General del Estado. Tampoco lo están el Tribunal Constitucional, ni las propias Cortes, ni el Consejo General del Poder Judicial, porque se trata de instituciones que no pueden ver mermada su independencia, como sucedería si sus cuentas fueran controladas por organismos dependientes del Gobierno de turno. Sucede lo mismo en la mayoría de los países democráticos.

Pero una cosa es que no haya control exterior de esas cuentas, y otra que la propia Casa Real no las haga públicas. Es comprensible que el Rey no quiera que se entre en el "menudeo" de sus gastos ni que se quiera saber el importe de todas y cada una de las facturas que se pagan con esos 8,6 millones de euros, pero también lo es que existen otras fórmulas que permitirían una mayor transparencia, sin vulnerar la independencia de la institución. Las cuentas de la Casa Real, que antes dependían de un intendente militar, son controladas desde el pasado mes de agosto, de forma más profesional, por un auténtico interventor, Óscar Moreno, contratado por el jefe de la Casa, Alberto Aza, para que le rinda cuentas, a él mismo, sobre la adecuación del gasto a lo dispuesto en el presupuesto interno de la Casa. La asignatura pendiente de los asesores del Rey es encontrar la manera de trasladar esas cuentas a la opinión pública, sin menoscabo importante del funcionamiento de la familia real.

El Rey, en la ceremonia de entrega de trofeos de una regata en Mallorca el pasado agosto.
El Rey, en la ceremonia de entrega de trofeos de una regata en Mallorca el pasado agosto.AFP

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