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Reportaje:

La mujer que oculta acero tras la sonrisa

Christine Lagarde se ha forjado en las crisis. Con un impecable autocontrol apaga incendios que a otros asustan. Ahora encabeza el FMI. ¿Y mañana?

Antonio Jiménez Barca

El pasado 26 de mayo, en la ciudad-balneario de Deauville, en la cumbre de los países del G-8, alguien le preguntó a Nicolas Sarkozy qué opinaba de la por entonces ministra gala de Economía y aspirante a directora del Fondo Monetario Internacional (FMI), Christine Lagarde. Desde hacía 10 días, toda Francia -y el resto del mundo- vivía pendiente de la alucinante historia del político socialista francés Dominique Strauss-Kahn, presumible rival de Sarkozy en las elecciones de 2012, que acababa de dimitir, por medio de una carta redactada en la celda, de su puesto al frente del FMI tras ser detenido, acusado de intento de violación a una empleada de un hotel de lujo en Manhattan. El presidente de la República Francesa, de buen humor aquella tarde, respondió: "Lagarde es una mujer muy inteligente...". Después compuso una sonrisita irónica y añadió: "... que además tiene una personalidad predecible y previsible". Todo un elogio y un aval en las convulsas horas que vivía la cúpula del FMI tras la detención de DSK y su traslado a la cárcel.

Sobrevivió a muchos cambios y en mayo de 2011 batió el récord de longevidad de un ministro de Economía
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Lagarde no asistió a esa cumbre. Acababa de arrancar su campaña para convencer al mundo de su valía, sacudirse la oposición de los países emergentes y convertirse en la nueva directora general del FMI. Lo logró un mes después, el 28 de junio, convirtiéndose en la primera mujer que lo conseguía. Y eso que partía con una desventaja para un puesto como ese: Lagarde no es economista, y a los sabuesos del FMI no les gustan los jefes que no son economistas.

Nació en París el 1 de enero de 1956 dentro de una familia burguesa en la que los dos padres eran profesores de idiomas. Vivió su infancia en Normandía. Perdió a su padre a los 17 años. Fue campeona de natación sincronizada con el equipo nacional francés, lo que, según ella, influyó en su carácter disciplinado y poco asustadizo ante los retos y las montañas de trabajo difíciles. A los 18 años ganó una beca para estudiar en Estados Unidos como asistente de un senador demócrata. La visita a ese país la cambió para siempre, otorgándole ese apego a lo anglosajón que jamás abandonaría.

Estudió derecho e inglés. Fracasó en su intento de entrar en la prestigiosa Escuela Nacional de Administración (ENA), donde se forman la mayoría de los políticos franceses. Volvió a poner rumbo a Estados Unidos. En 1981 entró a trabajar en el despacho de abogados Baker & Makenzie, uno de los 10 más importantes del mundo. Se especializó en derecho social y asuntos de competencia. Escaló uno a uno los peldaños: en 1987 se convertía en uno de los socios del despacho, y en 1999, en la presidenta. Comenzó a salir en los periódicos económicos especializados franceses rebautizada como La Americana. Ya entonces utilizaba la misma manera sobria y elegante de vestir, un traje de chaqueta simple, a veces adornado con un pañuelo, que le permitía subir y bajar escaleras a toda prisa y corretear por delante de sus subordinados. Ya entonces dio muestras de independencia y de fortaleza de carácter: aceptó el puesto de presidenta solo con la condición de regresar todos los fines de semana a París para ver a sus dos hijos, por entonces adolescentes, que vivían con su padre, del que Lagarde se había divorciado.

En 2005, cuando llevaba 10 años viviendo en Chicago, recibió la llamada del por entonces primer ministro Dominique de Villepin, que le propuso la cartera de Comercio Exterior y le dio un minuto y medio para responder. Renunció a unos beneficios de casi 600.000 euros al año en concepto de dividendos como socio y cogió el avión de vuelta a Francia. Dos años después, Nicolas Sarkozy, tras un complicado ajuste ministerial, la nombró, tras dudar mucho, ministra de Economía. Vigilada de cerca por los prebostes de la Unión por un Movimiento Popular, la formación de centro-derecha de Sarkozy, que desconfiaban del aire advenedizo de esa abogada de impronta anglosajona, se instaló en un puesto peligroso.

Se equivocó al principio. Amiga de soltar ocurrencias un poco a lo loco, aconsejó a los franceses medio en broma medio en serio que usaran la bicicleta cuando subieron los precios del petróleo y se quejó de ciertas costumbres del sistema económico francés sin darse cuenta de que lanzaba piedras contra su propio tejado y contra el de Sarkozy, que comenzó a mirarla de reojo. Los de la UMP y muchos ministros le pusieron un mote exitoso: Madame Lagaffe (Señora Metepatas). En 2008, con la crisis sacudiendo la economía mundial, llegó a sus oídos que algunos ministros pedían a Sarkozy a alguien consistente para sujetar el timón financiero del Gobierno. Harta, se citó con el presidente de la República y le ofreció su cabeza. "Sí, hombre, ahora, con la crisis que hay. Solo eso me faltaba", le respondió el pragmático jefe del Estado, señalándole de nuevo el lugar de combate.

Poco a poco se hizo con los mandos y con la crisis. Supo conducir a un país que naufragó menos que los otros. Aplicó su receta liberal con ciertas concesiones sociales muy a la francesa, su tranquilidad y su autocontrol a las turbulencias financieras y mes a mes fue ganando peso. Ya nadie le recordaba lo de Lagaffe. En octubre de 2009, The Financial Times la eligió la mejor ministra de Economía de Europa, y dos meses después, sus compañeros ministros, la mejor del Gabinete. Sobrevivió a los muchos cambios y recambios del constantemente reformado Gobierno de Sarkozy. Tanto que en mayo de 2011 batió el récord de longevidad de un ministro de Economía francés. Su nombre sonó más de una vez para ministra de Asuntos Exteriores e incluso para primer ministro, pero Sarkozy prefirió siempre que la juiciosa y calmada Lagarde siguiera al frente del timón económico en 2011, año en que Francia preside el G-20 y el G-8.

Solo un asunto algo turbio ha oscurecido últimamente su rutilante carrera de ministra ejemplar. Un fiscal francés va a investigar su actuación en un viejo y tortuoso asunto relacionado con el polémico exministro y empresario Bernard Tapie. Un grupo de diputados socialistas acusan a Lagarde de abuso de autoridad y de actuar en beneficio del exministro. Ella lo niega. Hasta hace una semana, el episodio hacía algo de ruido mediático y empañaba la acrisolada imagen de Lagarde. Ahora, con la que está cayendo desde la detención de Strauss-Kahn acusado de abusar de una limpiadora de un hotel de lujo, el caso Tapie se antoja una minucia disculpable para la nueva directora gerente del FMI.

Todo cambió el 15 de mayo, dos semanas después de que Lagarde superarara el récord de longevidad, cuando una empleada de un hotel neoyorquino entraba en la habitación de Strauss-Kahn. Sarkozy se resignó a perder a su ministra favorita en aras de un destino mejor, y Lagarde se dispuso a coger otra vez el avión hacia Estados Unidos. Para erigirse a la cabeza del FMI jugó a su favor su nacionalidad europea, su currículo intachable en el Gobierno, su inglés impecable y ese aire anglosajón que nadie ha conseguido extirparle nunca. Para mantenerse juega en su contra, ya se ha dicho, que a los sabuesos del FMI no les gustan los jefes que no son economistas y, lo que es peor, su ideología liberal no del todo ortodoxa, con ciertos tintes sociales. El paso del socialdemócrata Strauss-Kahn dejó al FMI arrimado un poco a las recetas intervencionistas. El de Lagarde, en un momento particularmente dramático para la economía europea, es aún una incógnita.

El pasado jueves, un informe demoledor del FMI criticaba a Europa su gestión de la crisis de la deuda y la acusaba de carecer de un plan coherente para salir del atolladero. Los redactores del informe precisaron que se elaboró antes de que Lagarde -que hasta hace un mes jugaba en el otro equipo- se hiciera con las riendas del FMI. Pero a los expertos les llamó mucho la atención la virulencia inusitada de la crítica. ¿La nueva mano de Lagarde?

Nadie lo sabe aún. Porque a pesar de lo que dijo Sarkozy aquella tarde en Deauville con su media sonrisita irónica, esta mujer tal vez no sea tan previsible.

Christine Lagarde posa en el heliopuerto del Ministerio de Economía francés.
Christine Lagarde posa en el heliopuerto del Ministerio de Economía francés.AFP / MARTIN BUREAU

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Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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