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Reportaje:

Tres en raya

Berlusconi, Sarkozy y Putin cuentan con partidos a su medida y comparten el populismo, la explotación del orgullo nacional y una forma personalizada y bonapartista de ejercer el poder

Lluís Bassets

Un nuevo y original triángulo político se está dibujando en Europa. Recuerda otra triangulación que empezó a funcionar hace más de cincuenta años, cuando la Unión Soviética se hallaba en su apogeo, después de su victoria sobre la Alemania hitleriana en la Gran Guerra Patria. Un vértice de este triángulo se hallaba en Via delle Botteghe Oscure, en Roma, donde tenía su sede central el mayor partido comunista de Occidente. La otra, en la Place du Colonel Fabien, en París, sede del segundo partido comunista europeo en número de afiliados. La cúspide se hallaba, naturalmente, en el Kremlin. Eso sucedía cuando Francia e Italia contaban con una nutrida clase obrera industrial, que constituía el granero de votos del que se nutrían ambos partidos comunistas. Ahora, cuando los antiguos cinturones rojos votan a la derecha e incluso a partidos xenófobos, se perfila sobre el continente europeo un nuevo triángulo con vértices en las mismas tres capitales antaño vinculadas al comunismo.

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La URSS y el socialismo real han desaparecido, aunque quien reina en el Kremlin y preside el partido que gobierna es un hombre salido de la fábrica de cuadros del KGB, los servicios secretos. También ha desaparecido el Partido Comunista Italiano, hasta el punto de que, desde este pasado lunes, hecho insólito, ya no hay grupo comunista alguno en ninguna de las dos cámaras parlamentarias. Sigue, aunque en una decadencia sin freno, el PC francés, que por primera vez desde el pasado año no tiene grupo parlamentario propio en la Asamblea Nacional y se ve obligado a agruparse con verdes y otros izquierdistas. Los partidos que han desplazado la hegemonía hacia la derecha y han venido a sustraer el voto popular a la izquierda tienen también alguna cosa en común: Rusia Unida, la Unión por un Movimiento Popular y el Pueblo de la Libertad son todos ellos formaciones presidenciales, organizadas desde el poder y para el poder, para alcanzarlo y mantenerlo, en función sólo de su máximo dirigente.

Y hay algo en sus líderes que también parece tallado por patrones similares. Su relación con el dinero, los famosos y quizá las mujeres. Su capacidad para controlar y hacer orbitar a su alrededor a los grandes grupos industriales de sus respectivos países. La forma personalizada y bonapartista de concebir el gobierno de sus respectivas naciones. El populismo y la explotación del orgullo nacional. Una cierta querencia autoritaria por la ley y el orden. El triángulo que forman Sarkozy, Berlusconi y Putin es muy distinto de aquel que en los albores de la guerra fría componían Maurice Thorez, Palmiro Togliatti e Iósif Stalin. Pero también introduce en la correlación europea un vector de fuerzas nuevo, que hará notar su peso tanto en las reuniones de los Veintisiete en el Consejo Europeo como en sus relaciones con Rusia, y traza un puente geopolítico sobre y frente a la Alemania de Angela Merkel.

Berlusconi ya demostró de 2001 a 2006 lo que daba de sí como europeísta. (En 1994, en su primer y breve paso por el Gobierno, ni siquiera tuvo tiempo de hacerse notar respecto a Europa). Con la desastrosa presidencia italiana de 2003 consiguió convencer de forma definitiva a la UE de la necesidad de una presidencia permanente del Consejo Europeo. Coincide con Sarkozy en sus reticencias frente al Banco Central Europeo y su escaso aprecio por el euro. Ambos están en línea de colisión con el comisario de Economía, Joaquín Almunia, encargado de mantener la disciplina presupuestaria, algo en lo que Berlusconi ya consiguió que brillara por su ausencia en su anterior periodo y Sarkozy ha demostrado un aprecio escaso. Aunque se ven a sí mismos como liberales, lo son a la manera de como lo es su amigo Putin, siempre que la industria y el capitalismo nacional estén bajo protección.

Italia tiene ante sí ahora algunas decisiones que someterán a prueba europeísta a este tercer Berlusconi. La primera es el nombramiento del sustituto del comisario Franco Frattini, que pasará a ocupar la cartera de Exteriores. La segunda es la ratificación del Tratado de Lisboa por parte de los nuevos Senado y Cámara de Diputados, donde la antieuropeísta Liga Norte cuenta, respectivamente, con 25 y 60 escaños. Habrá otras ocasiones para comprobar si sigue navegando con la misma desenvoltura que en el pasado por la confusión y el conflicto entre sus intereses privados y sus responsabilidades públicas. Ésta es una cuestión de difícil sino imposible abordaje desde la justicia y la legislación italiana, por lo que deben ser las instituciones europeas las que realicen la acción subsidiaria, con la ventaja de que Il Cavaliere no puede modificar el acervo comunitario como ha hecho ya con la legislación italiana. Y una de las más interesantes ocasiones para comprobar cómo se instala por tercera vez en el poder será el apagón de la televisión analógica en 2009, preparado con descarada ventaja para las televisiones berlusconianas y motivo ya de una severa amenaza de multa de la Comisión. Esos tres en raya, ciertamente, son un peligro para Europa.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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