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LECTURA

El síndrome de John Wayne

Los instintos y la educación pueden convertir la guerra en un peligroso juego. En este extracto de 'Sed de sangre', una historia del combate en el siglo XX que Crítica publicará en septiembre, Joanna Bourke relata cómo cine y literatura han idealizado la crueldad de la batalla

Aunque el acto de matar a otra persona en el campo de batalla puede provocar una oleada de angustia nauseabunda, es capaz igualmente de suscitar sentimientos de placer intensos. William Broyles es uno de los muchos soldados combatientes que han expresado esta ambigüedad. En 1984, este ex marine, que había sido además director del Texas Monthly y de Newsweek, exploró algunas de las contradicciones inherentes al relato de las historias de guerra. Con la familiar voz autorizada de "alguien que estuvo allí", Broyles afirmó que cuando se interrogaba a los soldados combatientes acerca de sus experiencias de guerra, éstos, por lo general, respondían que no querían hablar del asunto, con lo que daban a entender que "lo detestaban tanto y era tan terrible", que preferían mantenerlo "enterrado". Eso, sin embargo, no era tan cierto, comentaba Broyles: "Creo que la mayoría de los hombres que han estado en la guerra tendrían que admitir, si son honestos, que en el fondo también les encantó". ¿Cómo, se preguntaba, podía explicarse eso a la familia y los amigos? Incluso entre compañeros de armas se trataba de una cuestión sobre la que se tendía a ser cauteloso: las reuniones de veteranos eran en ocasiones incómodas precisamente debido a que en cualquier circunstancia resultaba difícil aceptar los aspectos alegres de la carnicería. Describir el combate como algo de lo que se podía disfrutar era prácticamente admitir que se era un bruto sanguinario; reconocer que el alto al fuego decisivo causaba tanta angustia como la pérdida de un gran amor sólo podía inspirar vergüenza.

Los militares reconocían que era crucial fomentar la fantasía si se quería que la eficacia en el combate fuera elevada
Un operador de radio de dieciocho años confesaba que le encantaba "estar en la zanja y ver a la gente morir"

Con todo, reconocía Broyles, había decenas de razones por las que el combate podía resultar atractivo, e incluso placentero. La camaradería, con la asimilación agridulce del yo dentro del grupo, apelaba a alguna necesidad humana profunda y fundamental. Y luego (en contraste con ello) estaba el impresionante poder que la guerra confería a los individuos. Para los varones, combatir era el equivalente masculino de parir: "La iniciación en el poder de la vida y la muerte". (...)

En muchos sentidos, la guerra sí parecía un deporte (el juego más excitante que existe, creía Broyles), uno que al llevar a los hombres hasta sus límites físicos y emocionales era capaz de proporcionar una profunda satisfacción (para los sobrevivientes, se entiende). Broyles vinculaba la felicidad que producía el deporte de la guerra con los placeres inocentes de los niños que juegan a los indios y los vaqueros, gritando "¡bang, bang!, ¡estás muerto!", o con la tensión irresistible que los adultos experimentan al ver películas de guerra en las que géiseres de sangre falsa salpican la pantalla mientras los actores caen al suelo masacrados. (...)

El regocijo y el entusiasmo que algunos reclutas manifestaban ante la idea de derramar sangre humana pueden entenderse, hasta cierto punto, examinando las complejas formas en las que el combate marcial se ha convertido en un elemento integral de la imaginación moderna. La literatura y el cine nos ofrecen guiones más exóticos y emocionantes que los escenarios de la vida cotidiana, y aunque tales narrativas no incitan de forma directa a su imitación, la excitación que generan crea una arena imaginaria repleta de potencial homicida y proporciona una estructura lingüística dentro de la cual el comportamiento agresivo pude fantasearse de manera legítima. Además, los arquetipos del combate son seductores precisamente debido a su carácter irreal. (...)

No resulta difícil apreciar el atractivo de la literatura y el cine bélicos. Todas las cosas, y todas las personas, parecen más nobles y más exóticas en estos relatos que en los enfrentamientos normales. (...) Los militares reconocían que era crucial fomentar tales fantasías si se quería que la eficacia en el combate siguiera siendo elevada. En este sentido, admitían que los mejores combatientes eran aquellos que estaban en condiciones de visualizar el acto de matar como algo placentero. Las autoridades militares con frecuencia financiaron y promovieron la producción artística de narraciones bélicas. (...) Un recluta que había visto The battle of the somme justo antes de ser enviado al campo de batalla le contó a un compañero que ver la película le había hecho comprender con qué iban a encontrarse: "Si eso se dejara a la imaginación, uno podría pensar toda clase de chorradas", reconoció. Durante la II Guerra Mundial se decía que la película The battle of Britain (1944) también era muy eficaz a la hora de hacer sentir a quienes la veían "deseos de matar a un hatajo de esos hijos de puta". (...)

La guerra también se veía a través de los lentes de los conflictos anteriores, en particular el de la frontera estadounidense. En Gran Bretaña y en Australia (así como en Estados Unidos), el motivo de los hombres que se imaginaban a sí mismos como guerreros heroicos ligó la guerra moderna a aquellos conflictos históricos en los que, en nombre de la "civilización", la conquista de otra raza era casi un deber. Durante la I Guerra Mundial se decía que los asaltantes de las trincheras se deslizaban por el parapeto con el sigilo de los pieles rojas. "Ningún indio sioux o pies negros salido directamente de las páginas de Fenimore Cooper podría haberlo hecho con más habilidad", contaba Robert William MacKenna. En la II Guerra Mundial, los combatientes más viriles, con frecuencia, encajaban en cuentos míticos de indios y vaqueros. Hombres como el capitán Arthur Wermuth (conocido como el "ejército de un solo hombre", después de haber matado a más de un centenar de soldados japoneses), que sentía una fuerte identificación con los vaqueros que trabajaban en las tierras de su padre en Dakota del Sur, e insistía en saltar a las trincheras "con un grito vaquero". Un corpus de más de seiscientas películas sobre la guerra de Vietnam nos ofrece innumerables ejemplos de la importancia del motivo indios y vaqueros, desde Nam angels (1988, Ángeles en el infierno), en la que el héroe luce sombrero y lazo vaqueros, los montañeses vietnamitas ululan como indios y los motoristas cargan como si fueran a lomos de caballo y no en motocicletas, hasta The Green Berets, de John Wayne, estrenada 20 años antes. Esta última producción es en realidad una película del Lejano Oeste disimulada, en la que el Vietcong sustituye a los indios y el sarcasmo ("el debido proceso es una bala") se convierte en otra forma de decir que "el único vietcong bueno es el vietcong muerto". La película Little big man (1970, Pequeño gran hombre) llega incluso a relacionar explícitamente el genocidio de los indios en el Oeste americano con la guerra de Vietnam.

En el país indio de Vietnam, John Wayne, o El Duque, como se le apodaba, era el héroe más imitado. De hecho, en julio de 1971, la Marine Corps League, una organización de veteranos de la Infantería de Marina, le declaró el hombre que "mejor ejemplificaba la palabra 'americano". Wayne se había convertido en la estrella más popular de las pantallas estadounidenses. (...) La fuerza de este mito era tal, que incluso resultaba atractivo para las mujeres: Carol MacCutchean, por ejemplo, se unió a las mujeres marines animada por el entusiasmo que despertaban en ella las películas de John Wayne.

Con estos antecedentes, no resulta sorprendente que los combatientes interpretaran sus experiencias en el campo de batalla a través de la lente de una cámara imaginaria. Por desgracia, con frecuencia, la realidad no estaba a la altura de su representación en la gran pantalla. El oficial Gary McKay, un veinteañero australiano, se sintió ligeramente decepcionado por la forma en que sus víctimas se comportaban al ser alcanzadas por sus balas. "No era lo que uno normalmente esperaría después de haber visto la tele y las películas de guerra. Los heridos no proferían un gran grito de dolor antes de derrumbarse, sino que emitían apenas un débil gruñido y luego caían en tierra sin control", observó malhumorado. (...)

En 1918, la revista Stars and Stripes citaba a un sargento según el cual la batalla era "como una película" en la que la infantería realizaba un "avance sereno, sin obstáculos... sin romper filas, sin aminorar el ritmo de su paso desenvuelto". Otro sargento llegó a sostener que "un director de cine habría muerto de alegría ante una oportunidad como ésta". Un anónimo informante canadiense coincidía con ellos al relatar sus experiencias durante la II Guerra Mundial, cuando, según contó, tuvo ocasión de usar su ametralladora contra 30 alemanes a bordo de un submarino, como si se tratara de "una de esas películas en las que uno ve a los soldados avanzar hacia la cámara y, justo antes de chocar contra ella, se les ve pasar a izquierda y derecha, izquierda y derecha". En Nam. The Vietnam war in the words of the men and women who fought there (1982), un operador de radio de 18 años confesaba que le encantaba estar "en la zanja y ver a la gente morir. Era tan feo como suena: sencillamente, me gustaba mirar sin importar qué ocurría, recostado, con mi taza de chocolate caliente en la mano. Era como una gran película".

O, como cuenta Philip Caputo, matar vietcongs podía ser divertido porque era como ver una película: "Mientras una parte de mí realizaba una acción, otra parte de mí miraba desde la distancia". En lugar de centrarse en los cadáveres mutilados, los soldados que eran capaces de imaginarse a sí mismos como héroes cinematográficos sentían que eran guerreros eficaces. Semejantes formas de disociación resultaban psicológicamente útiles en el campo de batalla. Al imaginarse a sí mismos participando en una fantasía, los hombres conseguían encontrar un lenguaje que les evitaba tener que hacer frente al horror indescriptible no sólo de morir, sino también de causar la muerte.

Como muchos de los pasajes citados sugieren de manera implícita, al tiempo que representaban la forma de actuar en combate, las películas la creaban. Las imágenes cinematográficas de la guerra eran tan potentes, que en el campo de batalla los soldados se comportaban como si estuvieran en la gran pantalla. Durante la II Guerra Mundial, William Manchester comprobó con asombro en el Pacífico el modo en que los soldados imitaban a Douglas Fairbanks hijo, Errol Flynn, Victor McLaglen, John Wayne y Gary Cooper. Durante la guerra de Vietnam, el periodista Michael Herr comentó la actuación de los soldados de infantería cuando éstos sabían que había un equipo de filmación cerca: "En sus cabezas se montaban verdaderas películas de guerra, bajo el fuego, agalludos, bailaban un poco de claqué, se sacaban los granos para salir bien en televisión... realizaban números para las cámaras". De hecho, durante la invasión de la isla de Granada en 1983, los soldados estadounidenses entraron en batalla con música de Wagner, a imitación del coronel Kilgore, el oficial interpretado por Robert Duvall en Apocalypse Now (1979).

Como es obvio, tales payasadas con frecuencia eran efímeras. Josh Cruze, que ingresó en los marines a la edad de 17 años y prestó servicio en Vietnam, tenía esto que decir al respecto: "Las pelis de John Wayne. Éramos invencibles. Por tanto, cuando nos llevaron a la guerra, todos llegamos con esta actitud: 'Venga, vamos a erradicarlos. Nada puede pasarnos'. Hasta que vimos cuál era la realidad y no fuimos capaces de lidiar con ella. Esto no debía ocurrir. Esto no estaba en el guión. ¿Qué está pasando? Este tío de verdad está sangrando por todas partes y gritando a todo pulmón".

Y lo que era aún peor, tales fantasías podían hacer que la gente se matara. El ingeniero de combate Harold, Light Bulb (bombilla), Bryant recordaba a un hombre al que apodaban Okie y que padecía el "síndrome de John Wayne". Cuando llegó a Vietnam estaba impaciente por entrar en acción. Durante su primer combate, la unidad a la que pertenecía quedó inmovilizada por las ametralladoras enemigas, y Okie "trató de hacer el numerito de John Wayne" y cargó contra la ametralladora: le mataron en el acto. Las películas, por tanto, proporcionaban guiones muy entretenidos, pero, al mismo tiempo, letales. (...)

Como Alfred E. Bland el 30 de enero de 1916, los soldados escribían extensas cartas a sus familias en las que describían su anhelo de la batalla y se extasiaban con la idea de que "el cambio está a punto de producirse: la hora de la verdad, con alemanes de verdad delante de nosotros. ¡Oh! Yo sí espero matar a unos cuantos y que se vea". Ante la pregunta típica de por qué se había alistado en el ejército, hubo quien contestó: "Para matar". En su libro Men under stress (1945), Roy R. Grinker y John P. Spiegel entrevistaron a aviadores que también manifestaron sentirse "entusiasmados" antes de desplazarse al exterior. Estaban tan excitados, que quienes a última hora no podían embarcar estallaban en lágrimas. Semejante entusiasmo revelaba su estrechez de miras respecto de la realidad. "Los hombres", anotaban Grinker y Spiegel, "rara vez tienen nociones reales y concretas sobre cómo es de verdad el combate. Sus mentes están repletas de versiones románticas y hollywoodienses de su actividad futura en el campo de batalla, coloreadas por ideas vagas de convertirse en héroes y ganar galones y condecoraciones".

Si se les hubiera contado historias más realistas sobre lo que podían esperar "no se las habrían creído". Las emociones tenían tal intensidad, que, incluso cuando no estaban en combate, los pilotos constantemente actuaban como si en realidad sí lo estuvieran. Cada vez que "alzaban el vuelo", los pilotos de los cazas "simbólicamente entraban en acción contra el enemigo". En consecuencia, volaban a lo loco, ejecutando giros cerrados cuando se acercaban a la pista y realizando acrobacias demasiado cerca del suelo. Esto (de acuerdo con un observador) rara vez era "exhibicionismo deliberado" por parte de los pilotos, que sencillamente trataban de demostrarse a sí mismos sus "habilidades como combatientes". En este sentido, el combate aéreo real resultaba con frecuencia "un cruel despertar".

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