La victoria como imperativo categórico

Vi la final del campeonato mundial de fútbol en un chiringuito de playa con las olas rompiendo furiosamente contra las rocas a pocos metros de la gran pantalla de plasma instalada al aire libre. A un lado rugía el mar, a otro rugía la gente, los dos a contrapunto y con la misma fuerza. Por un momento imaginé qué sería más irracional, si los embates del oleaje o los gritos de los aficionados cubiertos con la bandera nacional, que acompañaban a los caprichos del balón. Tenía a mi mesa a un ex ministro sentado ante un whisky Cutty Sark. En vista del desconcierto del equipo español frente a la agresividad táctica de los holandeses, le pregunté: ¿en qué crees más, en Dios o en el pulpo? El ex ministro contestó: "Hombre, el pulpo existe. Y por lo visto lo han llevado a Alemania desde Cambados. Y Dios, vete a saber..."
En la final España-Holanda el patriotismo español se agitaba como otra forma de oleaje. Las ovaciones, los aplausos, las imprecaciones emergían del fondo oscuro de cada tripa como de un abismo desconocido. Pero hoy existe la posibilidad de medir el patriotismo con una exactitud casi matemática. Durante la retrasmisión del partido, mientras la pelota estaba en juego, el nivel de los depósitos de agua de las grandes ciudades se mantuvo paralizado, prácticamente muerto. Solo cuando los españoles en el descanso decidieron ir al lavabo y tiraron todos la vez de la cadena la marca bajó bruscamente, pero esto no sucedió en Cataluña ni en el País Vasco. En Barcelona, en Bilbao, en Tarragona y en San Sebastián, si bien el nivel de las aguas era más estático que de costumbre, las aguas se movieron de forma ostensible durante el encuentro. Hubo muchos catalanes y vascos nacionalistas que se levantaron a mear sin importarles demasiado el porvenir del equipo nacional, lo contrario que sucede cuando el Barça juega un partido de la Liga de campeones o se enfrenta al Real Madrid. En esa ocasión, mientras Messi hace de las suyas, la vejiga de los hinchas catalanes se convierte en un recipiente de uralita.
La gran victoria en el Mundial de fútbol nos ha proporcionado a los españoles algunas lecciones que no habría que desaprovechar. Ha habido en nuestra historia deportiva cuatro orgasmos colectivos, el gol de Zarra, el de Marcelino, el de Fernando Torres y el de Iniesta. Los tres primeros solo fueron peldaños para que en la cima se encaramara un jugador al que los dioses han señalado con el dedo para que pase a la historia como representante de unas virtudes poco españolas, para que sirva de ejemplo a todos los pollitos tomateros, chulitos, fantasmas, perdonavidas, con cuatro filas de pectorales. Iniesta es un futbolista humilde, paciente y virtuoso con el balón, el que nunca se queja cuando lo derriban brutalmente, el que ante una agresión solo se levanta la media y sigue jugando como si no hubiera pasado nada.
De otra parte está otro ejemplar raro en nuestra especie hispánica. Vicente del Bosque por fuera puede parecer un español algo rudo, pero su alma no responde para nada a su diseño exterior. En realidad este hombre posee un espíritu dotado por naturaleza con todas las virtudes anglosajonas más refinadas, que costarían un dineral si tuviera uno que aprenderlas en Oxford o en Cambridge. Se trata de un español fiable, lo mismo dirigiendo el partido desde el banquillo que dando masaje espiritual en el vestuario. Vicente del Bosque sería igual de fiable si lo encontráramos detrás de un mostrador en una tienda de embutidos y nos recomendara un queso o un chorizo curado en casa sin necesidad de que nos ofreciera de prueba una rodaja con el cuchillo. "Pruébenlo, es de garantía", podría decir al cliente. No es necesario, señor del Bosque, es usted un profesional sólido, con el espíritu dispuesto a resistir todos los embates sin darle más importancia que la que tiene. El resto del equipo, formidable, en un día de gloria. Contra nuestro carácter colectivo, esta vez la selección española de fútbol ha realizado el imperativo categórico de Kant. Cumple tu deber por ser tu deber. Y nada más.
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