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verano húmedo

Alta fidelidad

as jornadas médicas en el Hotel Russell son extenuantes. Se debate sobre bioética desde un punto de vista multidisciplinario, y eso incluye un sinfín de redundancias. Los doctores Fred Murray y James Cowan ya están exhaustos tras las sesiones del primer día. La cena en Denises acaba temprano. Murray, nacido en Bloomsbury, adopta el papel de anfitrión y propone tomar una copa en el histórico bar del hotel. Una docena de congresistas remolonean en el vestíbulo, en uno de esos pastosos momentos de duda general que preceden a la desintegración de los grupos de noctámbulos. El empuje de Murray no evita las deserciones hacia la zona de ascensores. Al final, solo Cowan le secunda. Acodados en la barra ante un rebaño de sillones orejeros vacíos, los dos supervivientes degustan dos dobles de Macallan y conversan sobre la Premier League. Murray, fan del Arsenal, reivindica el buen juego y lo relaciona con el principio bioético de la beneficencia. Cowan es del Chelsea, pero admite que el estilo de la época Mourinho no le satisfacía.

-Mou no debía conocer el principio bioético de no maleficencia -ironiza Murray-: ¡Primum non nocere!

-Por eso gusta tanto a las señoras -le replica Cowan-. En el mercado del amor el vértigo se cotiza más que la bondad.

La palabra "señoras" abre la puerta a otra ronda. Esta vez deciden alejarse del oriental que atiende la barra y se sientan ante un hogar sin lumbre, en dos asientos orejeros que bien podrían datar de la época en la que Virginia Woolf frecuentaba el Russell. Mariposean hasta que aparece otra palabra clave: fidelidad. Cowan, divorciado, se declara partidario de la promiscuidad y afirma haber tenido muchas amantes. Antes, durante y después del matrimonio. Murray, casado desde hace 20 años, sostiene que es un marido fiel.

-Nunca he engañado a Janet -asegura, ante la incredulidad de su interlocutor, que le interpela con tres nuncas interrogativos que él repuntea con tres nuncas afirmativos-. Aunque...

Ese aunque prometedor da pie a la confesión de su gran secreto. Cada vez que Murray va a practicar sexo con su mujer, para motivarse necesita pensar que lo hará con otra. Una conocida, una amiga o simplemente alguien con quien acaba de cruzarse por la calle. Cowan sonríe con complicidad. Le parece entrañable. Toma un trago y se dispone a corresponder a su nuevo amigo.

-Pues a mí me pasa lo contrario -asegura, mudando el semblante-. Siempre he sido un mujeriego, pero...

Ese pero prometedor da pie a una confesión mucho más triste. Con la morosidad de quien admite haber cometido una tropelía imperdonable Cowan revela su propio secreto: se vaya con quien se vaya a la cama, en su mente siempre acaba apareciendo una chica que le abandonó hace más de treinta años. Se llamaba Janet.

LAURA PÉREZ VERNETTI

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