_
_
_
_
_
'Mi primera vez' Hoy, Sergio Ramírez | Ficciones

Ángela, el petimetre y el diablo

Sergio Ramírez

Hay cosas que ocurren una sola vez en la vida. Ángela pasaba ya los 40 y tenía un novio de edad parecida que la visitaba cada noche bajo la estricta vigilancia de mi abuelo, la única soltera que quedaba rezagada en la casa.

Era un noviazgo que no parecía ir a ninguna parte, sino hacia la vejez de los enamorados que cuchicheaban en las mecedoras colocadas muy juntas frente a la puerta de la calle. Al dar las nueve, mi abuelo comenzaba a cerrar y a trancar con furia las puertas interiores, señal de que el tiempo de la visita había expirado. Malquería al novio. Lo llamaba petimetre, palabra sacada de las historietas en ocho cuadros que traía el Almanaque Bristol, un enfatuado con su apellido pomposo que no iba a casarse con la hija de un músico pobre. Además, arrastraba como un reguero de azufre por los garitos, los estancos y los burdeles una incontestable fama de libertino.

Las aguas estancadas que no parecen ir hacia ninguna parte mientras el tiempo va tejiendo de menos a más sus enjambres de arrugas en la piel de dos novios bajo vigilancia que cuchichean, encuentran siempre un aliviadero, y es el diablo en persona quien lo abre con sus uñas. Y así pasó que mi abuela tuvo una noche un ataque de asma, y el marido se vio convertido en enfermero que no podía despegarse de su lado más que para asomarse por la puerta del aposento y hacer una rápida inspección de campo de lo que acontecía en la sala, porque había empezado a llover con furia y el novio tenía excusa suficiente para no irse como el dueño de casa le ordenó a la hija, que esa noche se suspendiera la visita.

Se habrá entre dormido el señor en algún momento, ya se sabe que el diablo domina también las artes del sopor y del sueño, y como tampoco repara en edades, los novios temerarios, pasando de la premura al arrebato, dejaron las mecedoras y los cuchicheos, y no encontrando otro escondite fueron a ocultarse detrás del precario refugio de la puerta de la calle donde consumaron, de pie y jadeantes, lo que el diablo quería, y de lo que sacó tanto gozo como ellos.

Mi tía era virgen. Como en las radionovelas, bastó una única vez para resultar preñada. El petimetre del almanaque Bristol no quiso casarse con ella, lo que acercó a la tumba a mis abuelos, y terminó sus días entre vómitos de sangre consecuencia de la cirrosis alcohólica. El hijo, mi primo Hebert, no pasó más allá de los 30 años entre relámpagos de furia y alucinaciones, acorralado por las voces perentorias de la esquizofrenia. El fin de ella llegó en la sala general de un hospital por causa de un paro cardiaco provocado por el asma, el mal de mi abuela. El diablo, que se sentía a disgusto en aquella casa desierta, cuando ya no quedaba nadie decidió mudarse. Es lo que hace siempre. A mí me tocó derruirla, heredero único de todo aquello.

FERNANDO VICENTE

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_